Nos acercamos hoy a la narrativa argentina con dos historias cortas sobre el matrimonio. Dos historias poco convencionales que presentan una mirada irónica, cuando no descarnada, como ocurre en el segundo cuento, sobre el matrimonio.
El primer relato, “Del que no se casa”, es de Roberto Arlt (1900-1942), y el segundo, “Un verano feliz”, es de un autor actual, Pedro Mairal (1970).
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Del que no se casa (cuento de Roberto Arlt)
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse “debe conocerse” o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe, cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto “ella” como yo nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:
–Vos tenés razón, ¿pero cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
–Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. El estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo), sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, qué puesto…! ciento cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Mi novia puso cara de “piola”, y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas. claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
about:blank Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera “morir por su ideal”. Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se largan cuando el damnificado se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintanario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: “Le llevaré flores”. Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir, el aumento de setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
–Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y cuando le iba a contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
–No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones y a que resuelva si se reforma la constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.
Fuente: ARLT, ROBERTO, Aguafuertes porteñas. Buenos Aires, Futuro, 1950 (págs. 160–162).
Un verano feliz (cuento de Pedro Mairal)
Mi mujer insistió tanto que le dije que sí, que iba a ir a terapia, porque se cree que estoy deprimido. Pero la verdad es que conocí a una mujer en Uruguay. Una gorda lindísima que me hizo tanto bien que ahora la extraño. Pienso mucho en ella y sobre todo en la última vez que la vi. No estoy nada deprimido. La que está deprimida es ella. Deprimida y enojada. De hecho, estuvo enojada todo el verano. Quizá al principio fue mi culpa, supongo. Hice un chiste estúpido ni bien llegamos a Punta del Este: ella se había comprado unas cremas y me dijo esta crema es para levantar la cola y yo dije en voz baja ¿viene con una grúa de regalo? No me lo perdonó porque era el primer día de playa y estaba susceptible, insegura de ponerse el traje de baño. No sé. Hace tiempo nos habría causado gracia, nos podríamos haber reído juntos. Pero ya no se ríe de mis comentarios. Está atacada con el tema de la edad, cumple cuarenta y siete este año. Yo no tengo tanto problema, pero ella sí, todo el tiempo mirándose al espejo, lamentándose por cómo le cambió el cuerpo. Yo me quedé pelado y no protesté tanto. La cosa es que se tomó muy mal mi chiste, y no sirvió de nada que le dijera que estaba linda ni que le pidiera disculpas. Me tachó, me castigó con lo que sabe que me jode: no cogimos ni una vez en todo el mes.
Yo empecé a juntar una mezcla de bronca y calentura. Era violenta, la calentura. Todo el día rodeado de unas minas increíbles. Íbamos a la playa en Manantiales, porque mis hijos tienen a los amigos ahí. Antes iban amigos nuestros, ahora están los padres de algunos compañeros de colegio de mis hijos, pero no pasamos de saludarnos y hablar un poco de política. La cosa es que entre tantas minas tenía que meterme al mar a cada rato, a enfriarme, me sobraba una energía que me ponía de mal humor, y las pendejas de dieciocho, amigas de mi hija, tomando sol ahí al lado con unos culitos duros y redondos, unas tetitas altas que a cada rato medio se les escapaban de la bikini, y yo hacía un esfuerzo terrible por disimular, parecía una momia con anteojos negros sentado en la reposera porque no movía la cabeza pero miraba todo, no podía parar de mirar minas y de imaginarme que me las cogía a todas. Una vez me masturbé rápido en el baño del parador. No hacía eso en un lugar público desde la adolescencia. Otra vez no aguanté más y me metí a nadar con bronca mar adentro. Me tuvieron que sacar. Lo que me impresionó fue la cara de vergüenza de mi hijo y mi hija cuando llegué a la orilla escupiendo los pulmones. Mi mujer se asustó, pero le agarró por el lado del enojo, cómo hacés una cosa así, mirá si te morís acá, Rodolfo. Esa noche no hablé y al día siguiente dije que me sentía un poco mal, así que los llevé a todos a la playa y me fui a Maldonado a comprar una manguera que hacía falta para el jardín.
Maldonado es una ciudad chica, siempre me gustó. Di vueltas buscando una ferretería y de repente una cuadra me sonó conocida hasta que vi el cartel que decía Hiroshima. Era un puterío al que íbamos con amigos en los ochentas. Sigue ahí. Estaba la puerta abierta. ¿Por qué no?, pensé. Tenía rabia. Rabia contra mi mujer, que cada noche cuando me quería reconciliar con ella me daba la espalda y me decía estoy agotada. Me sentía tan castrado, frustrado, un pelado calentón que no podía cogerse una pendeja de dieciocho, ni una chica de veinticinco, ni una mujer de treinta, ni una mina de mi edad. Me sentía realmente mal y además me quemaba la cabeza esa histeria de la playa, todo ese muestrario de culos prohibidos. ¿Con quién cogían todas esas mujeres? Con cualquiera menos conmigo. Me quedé dentro del auto, en la esquina. Me fijé que no viniera nadie y me decidí a entrar. Había una tipa barriendo. Me dijo está cerrado señor, abre a las veinte. Perdón, perdón, dije pegando la vuelta, y me atajó: ¿A quién busca? Si busca una chica le voy a dar referencias. No entendí bien hasta que la vi dejar la escoba y anotar algo en un papel, en la barra. Me lo dio y salí rápido. Me volví a sentar al volante. El papelito decía Melanie y tenía un teléfono.
Estaba embalado. Pensé en volver a la Punta y llamar después, pero ya estaba dentro de una ola de adrenalina que no sentía hacía tiempo. Yo en general fui siempre fiel. Hace mucho me enredé durante unos meses con una compañera de trabajo —no en la empresa donde trabajo ahora—, pero después lo cortamos de mutuo acuerdo y nunca más. Después me porté bien. No me quiero justificar. Esto lo hice porque quería. Quería estar con una mujer desnuda, sentirla contra mi cuerpo, no me importaba si tenía que pagar. Llamé desde un locutorio y una voz de mujer muy dulce me dijo que atendía en su casa, que trabajaba sola, me dio la dirección y me pasó la tarifa por una hora. Calculé que eran sesenta dólares en pesos uruguayos. Le dije que iba para allá. No quedaba lejos. Pasé dos veces por la puerta manejando despacio, mirando la casa de una planta, con las persianas bajas, sencilla. Dejé el auto a dos cuadras y toqué el timbre. Me abrió una gorda de ojos verdes, me hizo pasar con una sonrisa medio tímida. Tenía el pelo negro, largo y suelto. Soy Melanie, me dijo. De entrada me gustó, era de esas mujeres gordas con forma, con buenas curvas, pulposas pero con cintura angosta. Me hizo pasar al cuarto, nos desvestimos y nos dimos con todo durante un rato. Era la una de la tarde y yo cogiendo en Maldonado. Pero me dio una felicidad enorme. No sé cómo explicarlo. Me sentí tranquilo, aliviado. Melanie era cariñosa, me trataba bien, me ponderaba, me hacía sentir como un hombre. Daban ganas de hacerla ir a mi mujer para mostrarle y decirle ¿ves lo fácil que es tenerme contento?

En casa decreté que día por medio no iba a ir a la playa sino a jugar al golf, y además solo, o a tirar pelotas. Cargaba la bolsa en el baúl y me iba a pasar una hora con Melanie, que después de vernos un par de veces me confesó que se llamaba Mónica, que era viuda, que había trabajado de noche en el Hiroshima, que todos los días a las diez de la mañana lo llevaba a su hijo a la colonia de vacaciones y algunas tardes trabajaba de ayudante en una peluquería. Yo, por mi lado, le dije toda la verdad. Le conté todo de mi familia, la pelea absurda con mi mujer. Hablábamos, cogíamos un rato y después yo me iba. Al día siguiente iba a la playa feliz de la vida, sereno, mirando a las chicas pero sin bronca, disfrutando la vista, juntando ganas porque sabía que la veía a Mónica al día siguiente. Era muy linda. Esas morochas blancas, con unas tetotas enormes, un culo carnoso que era una fiesta total. A ella le convenía la hora y a mí también. El acuerdo era perfecto. Un mediodía llevé pollo con papas fritas de una rotisería y almorzamos en su cocina. Me empecé a quedar un poco más de una hora, a veces dormíamos una siesta hasta las tres. Era agradable estar en su casa, tan lejos del cotorreo de la playa, de mi mujer quejándose por la mucama, de mis hijos pidiéndome plata. Esto era otro mundo, más simple, más lento. Un día estaba su hijo porque tenía un poco de fiebre, así que solo tomamos mate en el patio, no hicimos nada y no me importó, de hecho, me gustó, me habló de sus plantas mientras el hijo se acercaba y me dejaba autitos en las rodillas.
El último día que la vi a Mónica, amaneció el cielo cargado con unos nubarrones negros y truenos. Mi hijo había llegado de madrugada, borracho, y el auto estaba chocado, no mucho, pero con el guardabarros rozando la rueda. Lo reté, pero él no sabía que mi bronca era por haberme dejado sin auto justo ese día. Agarré solo tres palos, una madera, un hierro y el putter, me los até a la espalda con una correa y me subí a la motito de mi hija. Rodolfo vos estás loco, hay rayos, decía mi mujer, y yo le decía que el golf últimamente era lo único que me hacía feliz. Por el camino me agarró la lluvia, primero suave, después un chaparrón que me ensopó. Antes de llegar me quedé sin nafta y tuve que caminar empujando la moto hasta una estación de servicio. Empezaron a caer rayos y yo con los palos a la espalda tenía miedo de atraerlos, pero seguí. Quería estar con Mónica. Cuando me vio llegar, sonrió y trajo una toalla sin decir nada. Me saqué la ropa mojada y nos metimos en la cama. Puedo decir que algo pasó. No quiero exagerar, ni sé explicarlo bien, pero sé que los abrazos tuvieron otro significado esa tarde. Aunque no dije nada, ella entendió que no nos íbamos a ver más. Afuera diluviaba, Mónica me pasaba muy suave la mano por la cabeza. Sabía que eso me gustaba. Después me trajo ropa seca de su marido, que había sido jardinero y había muerto electrocutado con una máquina de cortar pasto. Sobre una silla me dejó una camisa y un pantalón. Me quedé un rato con ella en la cama, sentí su respiración distinta cuando se quedó dormida y me levanté. Me puse de vuelta mi ropa mojada y le dejé la plata en la mesa de luz. Se despertó un poco y nos dijimos chau con un beso. Le dije que no se levantara y me fui. Al día siguiente volvimos con mi familia a Buenos Aires. Cuando salimos del ferry en Dársena Norte, en la puerta de Buquebús, unos manifestantes contra la papelera uruguaya nos tiraron huevazos que chorreaban por el parabrisas del auto. Yo, antes de saber de qué se trataba, sentí que me lo merecía, sentí que me estaban escrachando a mí. Pero bueno, uno después se acomoda otra vez a su vida. Por eso digo que no estoy deprimido, pienso en Mónica nomás. Supongo que ya me voy a ir olvidando. Lo que tengo claro es que no voy a hacer terapia. Aunque quizá le diga a mi mujer que voy a ir a terapia, así puedo aprovechar para salir y estar solo un rato.
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