2 textos literarios sobre Franz Kafka

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Comparto con los lectores dos textos literarios sobre Franz Kafka (1883-1924), el artículo «Kafka y la niebla» y el relato «Ni Kafka ni Max Brod».

Kafka y la niebla

Dicen que son tres los escritores que han revolucionado la literatura en el siglo XX: Proust, Joyce y Kafka. Seguramente sea este último quien más expectación ha generado en torno a su persona. Franz Kafka es un escritor que leemos siempre entre jirones de niebla. Leer sus cuentos, novelas y diarios supone adentrarnos en un bosque nebuloso donde visualizamos enhiestos árboles pero también figuras indefinibles que bailan –o parecen bailar– a nuestro alrededor. Este judío triste, bucólico, ensimismado y enfermizo, un hombre al que imaginamos sin demasiadas

distracciones sexuales, ha sido materia biográfica de innumerables libros empeñados en despejar la neblina del bosque que habitaba.

Pero su imagen de autor marginal está cambiando en los últimos años gracias –o por culpa de– los biógrafos, que han descubierto –o eso dicen ellos– a un hombre con sentido del humor y con una actitud proactiva ante la vida.

Reiner Stach, que ha dedicado dieciocho años a escribir una extensa biografía en tres tomos sobre Kafka, abunda no solo en la tesis últimamente de moda, la del Kafka alegre (como persona) sino también en la del Kafka cómico (como autor).

Me cuesta entender por qué antes todos (o casi todos) los biógrafos lo describían como un ser atormentado y ahora todos (o casi todos) se empeñan en dibujarlo con una amplia sonrisa.

El último libro de Stach cierra con la anécdota de una mujer que se acercó a Kafka para preguntarle: “Pero usted, ¿sobre qué escribe exactamente?”. Es una pregunta que no debería responderse. Yo al menos sigo quedándome con ese Kafka inaprensible que me fascina no sé bien por qué.

«Kafka y la niebla». Francisco Rodríguez Criado, El Periódico Extremadura, 14-5-2014.

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A la vuelta de mi estancia en Brasil me contaron con todo detalle el asunto de mi amigo M., quien, sintiéndose víctima de un galopante cáncer de pulmón, le había entregado una pila de manuscritos inéditos al que entonces era su editor. A mi amigo, en su día un famoso escritor, le habían hospitalizado por segunda vez en dos semanas y eso, a su juicio, bien merecía una decisión trascendental.

–Si de veras me aprecias –le dijo solemnemente al editor al tiempo que una corpulenta enfermera entraba en la habitación para suministrarle la medicación–, hazme un favor: quema todos mis manuscritos. No valen nada y no me gustaría, una vez muerto, verlos publicados por algún familiar desaprensivo.

El editor se preguntó en voz alta cómo podría el moribundo ver publicados sus trabajos después de muerto. El enfermo, que empezaba a sentir el efecto adormecedor de los brebajes, obvió el comentario irónico –no exento de argumentos, todo hay que decirlo– y, agotando sus últimas energías, consiguió forzar una promesa por parte de su interlocutor de que sus deseos serían cumplidos. “No temas, que no te fallaré”. En un gesto de agradecimiento, mi amigo le cogió cariñosamente la mano antes de rendirse al sueño.

El editor, que demostró ser no un ángel de la guarda, sino simplemente eso, un editor, cumplió su palabra. Esa misma tarde pasó por el piso de M. y recogió todos sus papeles, que quemó sin contemplaciones al día siguiente durante la celebración de una barbacoa familiar. Ni siquiera les echó un vistazo, hacía tiempo que le aburría leer cualquier frase que viniera firmada por su representado, a quien consideraba «off the record» un escritor sin futuro. (Lo tenía por un escritor malogrado que “ya no aportaba beneficios a su editorial”). Estaba convencido de que, como había confesado el propio autor en un momento de debilidad, aquellos manuscritos “no valían nada”.

Pero mi amigo no murió. Para su desazón no era cáncer lo que padecía sino una molesta aunque reparable pulmonía. En tiempos de Dostoievski le hubieran recetado unos emplastes y una instancia en la costa rusa, el último refugio para los personajes de la novela decimonónica. Pero ahora, gracias a los últimos avances médicos, regresó al mundo sin hacer el menor esfuerzo por su parte. Había esquivado la muerte sin mirarle siquiera a los ojos, perdiendo así una oportunidad de oro de alcanzar la posteridad. Nunca le perdonó al editor aquella infidelidad, un hombre –según quedó demostrado– a quien no se le puede confiar un último deseo.

“Lo que más me duele es que mis textos se han echado a perder junto a unas cintas de lomo y unos choricillos a la brasa”, solía quejarse, malherido.

Mi amigo, como todo artista, se consideraba un genio. Y había pensado que aquellos folios eran obras maestras que, para deleite del lector avezado, deberían haber pasado a la imprenta el mismo día de su muerte. Pero no tuvo suerte. El avaro destino ni siquiera permitió que fuera impresa la esquela de su defunción.

Estaba furioso. Muy furioso.

–Le digo que queme mis trabajos y los quema. ¡Será imbécil! Años y años de sacrificio…

–¡Qué quiere! Ni él es Kafka ni yo soy Max Brod –se defendía el editor en el Gran Casino ante las miradas acusadoras de distinguidos miembros del mundillo literario y de un busto en bronce de García Lorca a nuestras espaldas–. ¿Quería o no quería que quemara aquellos folios? Qué culpa tengo yo si él no se aclara…

Bien mirado, razón no le faltaba al editor. En cierta manera lo que había hecho mi amigo, sin saberlo, era dejar las ovejas a recaudo del lobo. Reflexionemos: ¿qué necesidad tenía de un tercero para eliminar sus escritos cuando él mismo podría haberlo hecho por su propia cuenta antes de ingresar en el hospital por segunda vez?

El asunto hizo mella en el espíritu de los tertulianos del Gran Casino, sede oficial de la chismografía cultural local. Creo –aunque no lo reconozcamos abiertamente– que aquel suceso nos hizo abrir los ojos. Intuyo que cada uno de nosotros se hizo la promesa, en el hipotético caso de que alguna vez decidiéramos destruir nuestros manuscritos inéditos, de enviarlos sin demora a un editor o a algún concurso literario después de inscribirlos en el Registro de la Propiedad Intelectual.

Nadie podrá reprocharnos tantas precauciones: quién sabe si, llevado por un concepto erróneo de la amistad o del deber, algún advenedizo podría tomarse la libertad de llevar a cabo nuestros más abnegados deseos.

Francisco Rodríguez Criado. Cuento incluido en Un elefante en Harrods, De la Luna Libros, Mérida, 2006).

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