El hombre de arena | Relato de E.T.A. Hoffman

el hombre de arena, E.T.A. Hoffmann

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí!

La isla de Alice. La isla de una viuda coraje

la isla de Alice, novela, David Sánchez Arévalo

¿Pero es La isla de Alice ciertamente una novela de misterio? Sí y no. Sea porque así la concibió inicialmente su autor, sea porque al final la propia novela le apartó ligeramente del objetivo y lo condujo por territorios más domésticos, lo cierto es que el libro puede entenderse no tanto como la resolución de un misterio, sino como la narración del día a día de una mujer mientras trata de solventar dicho misterio.

Adiós, Cordera | Relato de Leopoldo Alas ‘Clarín’

Adiós, Cordera, cuento de Clarín

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo.

Atar las pasiones

golosinas, atar las pasiones

Me acuerdo de aquella tarde en el Parque de Cánovas, cuando yo tenía seis años, en la que se me ocurrió birlar un caramelo en un quiosco mientras mis padres compraban una bolsa de pipas. Unos metros más adelante, llegando a la Cruz de los Caídos, decidí confesarles (con orgullo) el hurto. Mi padre, una persona muy recta (y a veces visceral), me llevó de la mano, muy enfadado por mis inclinaciones delictivas, hasta el hombre de las chucherías para que le devolviera el caramelo.