A los 39 años me ingresaron en el hospital San Pedro de Alcántara, en Cáceres. Fueron dos semanas raras: yo pasaba de lunes a viernes en el hospital, y los fines de semana en casa, haciendo vida normal. (Vamos, que yo era un enfermo con jornada laboral de lunes a viernes). Yo sabía ya que tenía un cáncer (aunque los doctores no abrieran el pico), pero había que esperar a que las pruebas fueran concluyentes.
En ese tiempo comencé a darle mucha importancia a esa cosa tan obstinada que es cumplir años. Habíamos conocido en la prensa los casos de algunas personas (recuerdo, por ejemplo, a una escritora extremeña) a las que les habían detectado un cáncer y pocos meses después ya no estaban entre nosotros.
Mi cáncer me llevó a Urgencias el día de mi cumpleaños: 25 de abril. Yo tenía 39 años, digo. “Si el cáncer pisa el acelerador, igual no llego a comerme el turrón”, pensé.
Me acuerdo de aquellos pasillos en el hospital, azuzado yo por el miedo y el aburrimiento, y me acuerdo de esos señores mayores (de visita u hospitalizados) que ya no cumplían ochenta años. Si antes llegar a viejo me parecía cabezonería, ahora llegué a la conclusión de que era una heroicidad. Y sigo pensando que sortear la muerte durante ochenta, noventa, cien años es heroico, digno de Marvel.
Yo sigo vivo, valga la tautología. No me mató ni el cáncer ni la quimioterapia (aunque pensé que de esta última no saldría). Y aquí estoy, celebrando que mi madre ha cumplido hoy 90 años. Una mujer heroica. Por llegar a esa edad con una salud razonablemente buena, y por muchas otras cosas.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo
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