Estoy esperando a señor Mario a las puertas de su colegio. En cuanto salga, correrá hacia mí, todo entusiasmo, para abrazarme. Y acto seguido me dará el informe de cómo ha ido hoy el asunto de los cromos. Me dirá que ha intercambiado algunos de los cromos que tenía repetidos; me dirá que Jacobo no le ha traído a Mbappé, pese a que se lo lleva prometiendo desde hace una semana; y me pedirá, claro, que le compre algún sobre de cromos, aunque sea con el dinero que aún le queda de un premio de canto que ganó hace algunos meses.
Es el ritual de todos los días. Está obsesionado con los cromos, y yo he de aguantar con espíritu estoico su pulsión por completar el álbum.
Me gustaría que cambiara de tema, hablar de otras cosas, darle un giro a esta narrativa que nos traemos entre manos, pero barrunto que durante cierto tiempo (al menos hasta que se acabe el Mundial) no va a ser posible un cambio de registro.
Y aquí está ya, feliz, corriendo hacia mí, con los brazos abiertos. Le doy beso y le descargo del peso de la mochila.
–¿Quieres un yogur de beber que te he traído? –le pregunto mientras caminamos hacia el coche.
–¡Vale! ¿Y tú quieres una galleta que nos han dado en el colegio?
–¡Vale! –digo.
Ahora es su turno. Ahora viene el informe sobre los cromos del Mundial. Ahora es el momento de escucharle hablar, largo y tendido, sobre lo que más le ilusiona en los últimos tiempos.
Pero no. Me cuenta que ha sacado un 8 en el examen de Inglés, y me enseña orgulloso las notas. Luego me informa de las notas que han sacado sus compañeros y me recuerda que debemos pagar el examen de Taekwondo que va a hacer dentro de una semana.
Y sigue hablando…
De una película que quiere ver en el cine.
De Santa Claus.
De las chocolatinas del calendario de Adviento.
Del cumpleaños de su hermano Chico.
Señor Mario habla, habla, habla, pero no dice nada sobre los cromos.
“Así que vienes con esas”, pienso. “¡Serás capaz de hablar de la navaja de Ockham, de la fotosíntesis o del eterno retorno de Nietzsche con tal de no hablar de los cromos!”.
¿Será que no quiere molestarme? ¿Será que se ha dado cuenta de que tanto hablar de cromos puede resultarme agotador? ¿Será que…?
Lo miro por el espejo retrovisor, esperando que me hable. Que me hable… de cromos.
No quiero sentirme culpable, intento quitarle hierro al asunto. Pero la sensación de que soy un mal padre no me abandona. Me echo en cara no ser capaz de superar mi proverbial falta de paciencia, que ahora, intuyo, está perjudicando incluso los sueños de señor Mario. Noto que, sin pretenderlo, he levantado un muro entre mi hijo y yo por el que ya no podrá colarse ningún futbolista, ningún escudo, ningún estadio.
Mientras tomamos la M-40 para ir al colegio de Chico (está en un centro especial, a unos 8 o 10 kilómetros del de Mario), siento el imperioso deseo de preguntarle por los cromos. Romper el hielo a la espera de que se lance a hablar de ellos. Dar el primer paso. Pero sería caer muy bajo…
Así que decido frenar mis impulsos y espero a que sea él mismo quien tome la iniciativa.
Pero la frustración me sigue corroyendo. ¿Tanto le costaría hablarme de João Félix, de Manuel Neuer, de Casemiro, de Richarlison? ¿De Fede Valverde, que hoy se enfrenta a Portugal? Quizá estoy pidiendo demasiado. Me conformo con el escudo de Corea. Con el estadio de Bélgica. ¡O con el utillero de Colombia! Ese me valdría. Pero no, ahí está señor Mario, mirando por la ventana los paisajes nada deslumbrantes del oeste de la capital de España donde solo se salvan, a lo lejos, en el horizonte, las Cinco Torres, cinco moles de hormigón que no serán rival para los bucólicos paisajes de la costa de Connemara, pero que a mí me gustan, porque cuando las veo siento siempre que me dan la bienvenida.
Aparco el coche a las puertas del colegio de Chico. Dos minutos después, Chico y yo entramos en el coche. Mario se ha quedado dormido. Chico lo mira, pero no dice nada. Le doy un yogur de beber, ato su cinturón de seguridad y arranco el coche.
Hace un calorcito muy acogedor en el interior del vehículo. No es extraño que Chico también caiga rendido a los pocos minutos.
Los miro por el retrovisor: dos ángeles dormidos. Dos focos de poderosa luz en un mundo oscuro.
A mí también me gustaría ir atrás, dormido. Tan dormido como cuando yo era niño y hacía largos viajes en el coche de mi padre. Eso es: me gustaría dormir indefinidamente. Echarme una siesta a lo Benjamin Button, el personaje de Francis Scott Fitzgerald que, a partir de cierta edad, va rejuveneciendo conforme pasa el tiempo. Podría dormir varias décadas hasta volver a mi niñez, cuando tenía seis o siete años, muchas energías y ningún problema. Podría dormir incluso más atrás y regresar al útero de mi madre, donde también se tenía que estar muy calentito.
¡Qué bonita es la infancia de los sueños!
Pero no puedo dormir, necesito estar bien atento, conducir con los cinco sentidos por esta autovía tan transitada y monótona.
Así que aquí estoy, las manos al volante, culpabilizándome de que señor Mario no haya querido hablar conmigo de los cromos del Mundial. ¿Y por qué hoy no, justo cuando yo alardeaba de saber lo que iba a hacer? Qué sé yo: nada tiene sentido.
Diez minutos después llegamos al garaje.
Despierto a Chico.
Despierto a señor Mario.
Este me mira con los ojos entrecerrados y, tras dirigir una mirada a un lado y otro, entiende que hemos llegado a casa.
–Ya hemos llegado, cariño. Ponte el abrigo.
Hace un gesto de asentimiento.
–Papá –dice, aún traspuesto.
–¿Qué?
–¿Verdad que hoy nos vas a comprar dos sobres de cromos, uno para mí y otro para Chico? Seguro que a él le toca Cristiano Ronaldo. Tiene mucha mano. Si quieres, te puedo dar el dinero que gané con el concurso de canto.
Aliviado, suspiro. Le doy un beso y le ayudo a ponerse el abrigo.
–Claro que sí, amor. Luego os compro los cromos. Salimos del garaje y nos echamos a la calle, cargados con las mochilas, caminando con paso lento hacia la luminosa tarde.
Francisco Rodríguez Criado es escritor, y corrector de estilo
Si te gustó «Cromos», te gustará Messi se resiste.
3 historias corrientes – Señor Breve

Francisco
Rodríguez Criado
Escritor y corrector de estilo profesional

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