Cuentos judíos

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El pueblo judío siempre ha tenido muy buena relación con las letras. No en vano, si reciben el nombre de «el pueblo del libro» no es por casualidad, sino porque, desde muy pronto, los niños son exhortados a leer los libros sagrados. Esto favorece que los judíos vivan apegados a la lectura.

Y, como no podría ser de otra manera, ese caldo de cultivo ha favorecido que sean tantos los grandes escritores judíos.

En esta sección de cuentos judíos nos hemos centrado obviamente en aquellos autores judíos que, entre otros géneros, incursionaron en el relato corto. Estamos seguros de que la selección, sin ser completa (como suele decirse, no están todos los que son, pero son todos los que están), va a ser de vuestro agrado. A continuación podéis disfrutar, entre otros, de cuentos de autores como Martin Buber, Isaac Babel, los Premios Nobel Isaac Bashevis Singer y Saul Bellow, Amos Oz, el escritor yiddish Isaac Peretz, Philip Roth o el rabí Simja Búnam de Pzhysha.

Cuento de Simja Búnam de Pzhysha: En el exilio

El día de Año Nuevo, cuando hubo regresado del servicio, Rabí Búnam relató este cuento a sus jasidim, que estaban reunidos en su casa.

“El hijo de un rey se rebeló contra su padre y fue desterrado. Pasado un tiempo el rey se apiadó de su hijo y mandó por él. Tras una larga búsqueda fue hallado por uno de los mensajeros, muy lejos de su patria. Estaba en la posada de una aldea, vestido con una camisa harapienta y danzando descalzo en medio de los campesinos borrachos. El cortesano le saludó y le dijo: Tu padre me ha enviado a preguntarte qué es lo que deseas. Cualquier cosa que anheles, está dispuesto a concedértela. El príncipe comenzó a llorar. ¡Ay!, exclamó. ¡Si tan sólo pudiera tener algo de ropa abrigada y un par de fuertes zapatos!”.

Así es, agregó Rabí Búnam, cómo nosotros nos lamentamos por las pequeñas necesidades de cada hora y olvidamos que la divina Presencia está en el exilio.

(Citado por M. Buber, Cuentos jasídicos)

Microrrelato de Martin Buber: El descuido

Cuentan:

El rabí Elimelekl estaba cenando con sus discípulos. El criado le trajo un plato de sopa. El rabí lo volvió y la sopa se derramó sobre la mesa. El joven Mendel, que sería rabí de Rimanov, exclamó:

-Rabí, ¿qué has hecho? Nos mandarán a todos a la cárcel.

Los otros discípulos sonrieron y se hubieran reído abiertamente, pero la presencia del maestro los contuvo. Éste, sin embargo, no sonrió. Movió afirmativamente la cabeza y dijo a Mendel:

-No temas, hijo mío.

Algún tiempo después se supo que en aquel día un edicto dirigido contra los judíos de todo el país había sido presentado al emperador para que lo firmara. Repetidas veces el emperador había tomado la pluma, pero algo siempre lo interrumpía. Finalmente firmó. Extendió la mano hacia la arena de secar, pero tomó por error el tintero y lo volcó sobre el papel. Entonces lo rompió y prohibió que se lo trajeran de nuevo.

Cuento idish de Jorge Schussheim: La historia de Léibchick der Meshíguener

Es tradición que cada pueblo tenga su loco, y el pueblo de mi papá no era la excepción a la regla.

Stanislawow se llamaba.

¡No! ¡No el loco! ¡el pueblo!

Al loco lo conocían como Léibchick der Meshíguener, o sea Leoncito el Loco.

Léibcchik no parecía judío, sino polaco: alto, con una cabellera rubia llena de bucles y ojos celestes, pero todo el mundo sabía que era judío.

¿Que cómo lo sabía?

¡Porque no existe ni un sólo goi polaco que entienda idish ni loco!

Entender, dije, porque hablar, jamás.

Léibchik era mudo o se hacía el mudo para no contestar a los insultos que le proferían los idn del pueblo cuando se les aparecía en las fiestas, sin haber sido jamás invitado a ninguna, por supuesto.

Porque no había brisjásene o levaie en los cuales el meshíguener no se apareciera, como si un instinto misterioso le indicase que había comida y bronfn gratis.

Se abría la puerta y ahí estaba Léibchick con su flacura esquelética, sus botas agujereadas y el grueso capote sin el que nadie lo vio jamás.

Y un loco será un loco, pero también es un id, y entre idn se acostumbra a recibir a los pobres en la mesa para compartir con ellos el alimento.

Así que la presencia de Léibchick era aceptada en esas fiestas.

Aunque alimento es una manera de decir, porque Leoncito jamás comía: todo lo que le servían lo envolvía inmediatamente en un diario viejo y lo hacía desaparecer en un santiamén en el interior del famoso capote.

Pero no vayan a creer que guardaba la bebida.

Se tomaba todo lo que tenía a mano, fuera bronfnkvassvishniack: todo era bueno para Léibchick, que se lo tragaba sin respirar.

Y después, con los bolsillos llenos de comida envuelta en pedacitos de papel de diario, se iba, tan misteriosamente como había llegado, hacia su desconocida morada.

Cuarenta y ocho horas después del 1 de septiembre de 1939, los nazis entraron en Stanislawow sin otra resistencia que la de Léibchick, quien parado en mitad de la calle gritaba furiosamente “Gueit avek! Gueit tzurik!” ¡Váyanse! ¡Vuélvanse!

Según le contaron a mi papá mis falsos y extrañados tíos Max, Mundek y Oleg y mis queridas y falsas tías Gitcha y Ianka, sobrevivientes que se salvaron y llegaron a Buenos Aires en 1947, la ráfaga de ametralladora partió a Leibchick literalmente en dos y los tanques ni siquiera evitaron pisar su cuerpo.

Recién después que la guerra terminó, los poquísimos judíos que quedaron vivos en el pueblo pudieron reconstruir la vida secreta de Leoncito el Loco, y supieron finalmente por qué estaba tan flaco y nunca comía los alimentos que se llevaba en su capote.

Era porque con ellos alimentaba a un grupo de huerfanitos a quienes alojaba, cuidaba, curaba y alimentaba a costa de su propia hambre, en un sucucho escondido que tenía en las afueras del pueblo.

Siento la obligación de contar esto, porque los que le contaron la historia de Léibchick a mi papá ya murieron, así como él, y si yo no se lo contara a ustedes, esta mínima vida tan enorme no sería recordada por nadie el día que me toque morirme a mí.

Cuéntensela a quienes ustedes quieran.

Pero que sea antes de morirse.

Cuento de Richard Ford: Carrera de galgos

2 relatos cortos de Óscar Acosta

Relato corto de Isaac Babel: Shabos-najmú

Y hubo tarde y mañana, quinto día. Y hubo tarde y mañana, día sexto. El sexto día —en la noche del viernes— hay que rezar. Después de la oración, a recorrer el pueblo con capucha de fiesta, para regresar a casa a la hora de cenar. En casa del judío se bebe una copa de vodka y kuguel con pasas. Después de la cena se vuelve alegre. Cuenta a su mujer anécdotas, después se queda dormido con un ojo cerrado y la boca abierta. Mientras él duerme, en la cocina Gapka escucha música; se le antoja que del pueblo ha venido el violinista ciego y se ha puesto a tocar al pie de la ventana.

Es lo que hacen todos los judíos. Mas no todos los judíos son Guérshele. Por eso es famoso en todo Ostropol, en todo Berdíchev y en todo Viliuisk kuguel.

Guérshele festejaba uno de cada seis viernes. Las demás noches él y su familia las pasaban a oscuras y tiritando de frío. Los niños lloraban. La mujer le lanzaba reproches. Cada uno pesaba como un guijarro. Guérshele le respondía en verso.

Una vez —así dicen— Guérshele quiso ser previsor. El miércoles fue a la feria a ganar dinero para el viernes. Donde hay feria hay un pan kuguel. A cada pan le rondan diez judíos. A diez judíos no les sacas ni tres céntimos. Escucharon los chistes de Guérshele, pero a la hora de pagar todos ellos habían salido de casa.

Guérshele volvió a casa con la barriga más vacía que un instrumento de viento.

—¿Has ganado algo? —le preguntó la mujer.

—He ganado la gloria eterna —respondió—. Ricos y pobres me la prometieron.

La mujer de Guérshele tenía sólo diez dedos. Los iba doblando uno por uno. Su voz retumbaba como el trueno en la montaña.

—Todas las mujeres tienen un marido como Dios manda. El mío alimenta a su mujer con chistes. Quiera Dios que para el año nuevo le dé una parálisis a la lengua, a las manos y a los pies.

—Amén —respondió Guérshele.

—En cada ventana arden cirios y parece que en las casas queman encinas. Mis velas son delgadas como cerillas y el humo que sueltan sube al cielo. El pan blanco ya ha madurado para todos, pero mi marido me trae leña húmeda como la trenza recién lavada.

Guérshele no rechistó. ¿Para qué atizar el fuego que arde bien? Eso lo primero. ¿Y qué se puede objetar a la esposa gruñona que tiene razón? Eso, lo segundo.

Pasó el tiempo y la mujer se cansó de gritar. Guérshele se retiró, tumbóse en la cama y se puso a pensar.

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl?, se preguntó.

(Como es notorio, el rabino Borujl padecía de melancolía negra y el mejor remedio era la palabra de Guérshele).

—¿Por qué no voy a ver al rabino Borujl? Los monaguillos del zaddik me dan los huesos y se quedan con la carne. Así es. Mejor la carne que los huesos y mejor los huesos que el aire. Iremos a ver al rabino Borujl.

Guérshele se levantó y se dispuso a aparejar. El caballo le lanzó una mirada severa y triste.

“Bueno, Guérshele —dijeron los ojos del caballo—, ayer no me diste avena, anteayer no me diste avena, hoy estoy en ayunas. Si mañana tampoco me das avena me veré obligado a recapacitar sobre mi vida”.

Guérshele no resistió la mirada atenta, bajo la vista y acarició los labios suaves del caballo. Después suspiró tan fuerte que el caballo se hizo cargo de todo, y Guérshele decidió:

—Voy a ver al rabino Borujl a pie.

El sol estaba muy alto cuando Guérshele emprendió la marcha. El camino caliente corría delante de él. Bueyes blancos arrastraban lentas carretas con heno oloroso. Los campesinos iban sobre las altas cargas con los pies colgados y blandían largos látigos. El cielo era azul y los látigos negros.

Cuando llevaba recorrida una parte del camino —unas cinco verstas— Guérshele llegó a un bosque. El sol ya se largaba de su sitio. En el cielo prendían suaves incendios. Niñas descalzas traían las vacas del prado. Cada vaca mecía una ubre rosácea, cargada de leche.

En el bosque, Guérshele se sumergió en el frescor, en la penumbra silenciosa. Las hojas verdes se inclinaban unas hacia otras, se acariciaban con las manos planas, murmuraban muy bajito allá en lo alto y retornaban a su sitio, susurrando y temblando.

Guérshele no prestaba oído al murmullo. En la panza le tocaba una orquesta tan grande como la de un baile del conde Pototski. Aún tenía que recorrer un largo camino. Desde los costados de la tierra una ligera penumbra llegaba, presurosa, se cerraba sobre la cabeza de Guérshele y se desparramaba por el suelo. Inmóviles faroles se encendieron en el firmamento. La tierra quedó callada.

Anochecía cuando Guérshele llegó a una venta. En la pequeña ventana ardía una luz. En un cuarto caliente, junto a la ventana, estaba la dueña, Zelda, y cosía pañales. Tenía un barrigón como para alumbrar trillizos. Guérshele observó la menuda carita roja con ojos azules de la mujer y la saludó.

—¿Podría parar aquí, señora?

—Sí.

Guérshele se sentó. Las aletas de su nariz se hincharon como fuelle de herrero. Un fuego cálido brillaba en el horno. En una gran cazuela el agua hervía y cubría con la espuma blancos ravioles. Una gallina rolliza flotaba en un caldo dorado. El horno desprendía un olorcito a tarta con pasas.

Sentado en un banco, Guérshele se retorcía como la parturienta antes de dar a luz. En un instante en su cabeza maduraron más planes que esposas tuvo el rey Salomón.

La habitación estaba en silencio, el agua hervía y la gallina se mecía en las olas doradas.

—¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Guérshele.

—Mi marido ha ido a pagar la renta al señor. —La mujer volvió a callar. Sus ojos infantiles quedaron en blanco. De pronto dijo:

—Estoy a la ventana y pensando. Quiero hacerle una pregunta, señor judío. Usted debe andar mucho por el mundo, estudió con el rebe y conoce nuestra vida, diga, señor judío: ¿vendrá pronto Shabos-najmú?

“Ya, ya —pensó Guérshele—. La pregunta tiene miga. De todo hay en la viña del señor…”.

—Se lo pregunto porque mi marido prometió que iríamos a ver a mi madre cuando llegue Shabos-najmú. Te compraré un vestido y una peluca y pediremos al rabino Motalemí que nos nazca un hijo y no una hija —todo eso cuando llegue Shabos-najmú. Parece que es un hombre del otro mundo.

—Dice usted bien, señora —respondió Guérshele—. Fue Dios el que puso en sus labios tales palabras… usted tendrá un hijo y una hija. Shabos-najmú soy yo, señora.

Los pañales rodaron de las rodillas de Zelda. Ella se incorporó y golpeó su pequeña cabecita contra la viga del techo, porque Zelda era alta y gorda, roja y joven. Sus pechos subidos parecían dos sacas repletas de trigo. Sus ojos azules se abrieron como los de un niño.

—Yo soy Shabos-najmú —confirmó Guérshele—. Ya llevo andando un mes y pico, señora, ayudando a la gente. Del cielo a la tierra hay un gran trecho. He desgastado las botas. Y aquí le traigo un saludo de todos los suyos.

—¿De la tía Pesia —gritó la dueña—, del padre y de la tía Golda? ¿Acaso los conoce usted?

—¿Y quién no los conoce? —respondió Guérshele—. Estuve hablando con ellos como con usted ahora.

—¿Y qué tal se vive por allí? —preguntó la dueña, cruzando sobre el vientre los dedos temblones.

—Mal —profirió Guérshele compungido—. ¿Qué vida puede tener un hombre muerto? Allí, de fiestas nada…

Los ojos de la dueña se llenaron de lágrimas.

—Hay allí frío —continuaba Guérshele—, frío y hambre. Comen como los ángeles. En el otro mundo nadie tiene derecho a comer más que los ángeles. ¿Qué puede necesitar un ángel? Con un trago de agua ya tiene bastante. En cien años usted no verá allí ni una copa de aguardiente…

—Pobre padrecito… —susurró la dueña asombrada.

—En Pascua se conforma con una taza. Un buñuelo le basta para todo el día…

—Pobre tía Pesia —se echó a temblar la dueña.

—Yo mismo paso hambre —profirió Guérshele, recostando la cabeza, y por su nariz rodó una lágrima que fue a perderse en la barba. Y no tengo más remedio que callarme, allí estoy considerado de la casa…

A Guérshele no le dio tiempo a terminar la frase.

Pisando con sus pies gordos, la dueña se acercaba apresuradamente a él: platos, fuentes, vasos, botellas. Y cuando Guérshele se puso a comer, la mujer se dio cuenta de que era un hombre del otro mundo.

Para empezar, Guérshele comió hígado picado con rodajas de cebolla, rociado con una grasa transparente. Se tomó una copa de vodka señorial (en el vodka nadaban unas cortezas de naranja). Después comió pescado, mezcló la aromática ujá con patata blanda y apiló en el borde del plato medio tarro de rábano picante, de un rábano que haría llorar a cinco panes con sus monetes y sus caftanes.

Después del pescado, Guérshele dio su merecido a la gallina y comió sopa caliente con gotas de grasa flotando. Los ravioles, que nadaban en mantequilla derretida, saltaban a la boca de Guérshele como sala la liebre que escapa del cazador. De más está contar lo que le ocurrió a la tarta. ¿Qué le iba a ocurrir si Guérshele se tiraba años sin ver una tarta?

Acabada la cena, la dueña enfardó las cosas que por mediación de Guérshele mandaría al otro mundo al padre, a la tía Golda y a la tía Pesia. Al padre le puso un taled nuevo, una garrafa de kirsch, un tarro de dulce de frambuesa y una saca de tabaco. Para la tía Pesia mandó calcetines grises calientes. A la tía Golda le envió una vieja peluca, una peineta grande y un devocionario. Además suministró a Guérshele botas, una hogaza de pan, torreznos y una moneda de plata.

—Muchísimos saludos, señor Shabos-najmú, muchos recuerdos a todos —decía a Guérshele, cargado con un pesado fardo—. Si no, espere un poco, mi marido está al llegar.

—No —respondió Guérshele—. Llevo prisa, ¿cree que es usted sola?

En el bosque oscuro dormían los árboles, dormían los pájaros, dormían las hojas verdes. Las empalidecidas estrellas que nos custodian se durmieron en el cielo.

A la versta de camino Guérshele se detuvo rendido, tiró la carga al suelo, se sentó sobre ella y comenzó a razonar consigo mismo.

—Tengo presente, Guérshele —se dijo—, que en el mundo hay muchos imbéciles. La ventera es tonta. Pero pueda ser que su marido es un hombre listo de puños grandes, carrillos gordos y látigo largo. Si regresa a casa y te echa mano en el bosque…

Guérshele no se detuvo a buscar la respuesta. Enterró inmediatamente el fardo y puso una señal para después hallar pronto el lugar secreto.

Echó a correr al otro extremo del bosque, se desnudó por completo, abrazó el tronco de un árbol y se puso a esperar. No duró mucho la espera. Al amanecer Guérshele escuchó el silbido de un látigo, el chasquido de unos labios y el trote de un caballo. Era el ventero que andaba persiguiendo al señor Shabos-najmú.

Cuando llegó hasta el sitio en que Guérshele estaba desnudo y abrazado a un árbol, el ventero detuvo el caballo y puso la cara de tonto que pondría un monje al ver al diablo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó con voz sofocada.

—Soy hombre del otro mundo —respondió Guérshele compungido—. Me robaron, me quitaron documentos importantes, que llevaba al rabino Borujl…

—Sé quién le robó —gritó el ventero—. Yo también tengo con él cuentas pendientes. ¿Por qué camino se ha ido?

—No sabría decirle el camino —murmuró amargamente Guérshele Si quiere, déjeme el caballo y le alcanzaré en un dos por tres. Espéreme aquí. Desnúdese, póngase bajo el árbol y aguántelo bien, hasta mi regreso. Es un árbol sagrado. En nuestro mundo muchas cosas se apoyan en él…

Guérshele no necesitó mucho tiempo para descubrir de qué pie cojeaba aquel hombre. Comprendió en seguida que marido y mujer eran tal para cual.

Así, pues, el ventero se desnudó y se arrimó al árbol. Guérshele subió al carro y arrancó. Desenterró sus cosas, las echó al carro y las llevó al lindero del bosque.

Aquí Guérshele cargó el fardo a la espalda, soltó el caballo y echó a andar por el camino que llevaba recto a casa del santo rabino Borujl.

Ya había amanecido. Cantaban los pájaros con los ojos cerrados. El caballo del ventero, cabizbajo, arrastró el carro hasta donde había dejado a su dueño.

Este esperaba arrimadito al árbol, desnudo bajo los rayos del sol. El ventero tenía frío y continuamente cambiaba de pie.

 MI HIJO EL ASESINO, un cuento de Bernard Malamud

Se despierta sintiendo que su padre está en el pasillo, escuchando. Le escucha cuando duerme y sueña. Le escucha cuando se levanta y busca a tientas los pantalones. Cuando no se pone los zapatos. Cuando no va a la cocina para comer algo. Cuando se mira al espejo con los ojos cerrados. Cuando está sentado una hora en el retrete. Cuando hojea las páginas de un libro que no puede leer. Escucha su angustia, su sole­dad. El padre se queda plantado en el pasillo. El hijo oye que está escuchando.

Mi hijo, el desconocido; no me dirá nada.

Abro la puerta y veo a mi padre en el pasillo. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Por qué no vas a trabajar?

Porque he tomado las vacaciones en invierno, en vez de en verano, como antes.

¿Por qué diablos lo has hecho, si te pasas todo el tiempo en este oscuro y maloliente pasillo, observando todos mis movimientos? Tra­tando de adivinar lo que no puedes ver. ¿Por qué estás siempre espián­dome?

Mi padre se va a su cuarto y, al cabo de un rato, vuelve sigilosamente al pasillo, a escuchar.

Yo le oigo a veces en su habitación, pero él no me habla y yo no sé lo que pasa. Es terrible para un padre. Tal vez un día me escriba una carta: Querido padre…

Querido hijo Harry, abre la puerta. Mi hijo, el prisionero.

Mi mujer se marcha por la mañana para pasar el día con mi hija casada, que está esperando el cuarto hijo. La madre cocina, hace la limpieza y cuida de los tres pequeños. Mi hija tiene un embarazo malo, tiene la tensión alta, y se pasa casi todo el tiempo en la cama. Es por consejo del médico. Mi mujer está ausente todo el día. Está preocupada porque cree que algo le pasa a Harry. Desde que se graduó, el invierno pasado, está siempre solo, nervioso, sumido en sus propios sentimientos. Si le hablas, la mayoría de las veces te responde gritando. Lee los perió­dicos, fuma, no se mueve de su habitación. Sólo de vez en cuando sale a la calle a dar un paseo.

¿Qué tal el paseo, Harry?

Un paseo.

Mi mujer le aconsejó que buscase trabajo y él salió un par de veces a buscarlo, pero cuando tuvo alguna oferta, no la aceptó.

No es que no quiera trabajar. Es que me siento mal.

¿Y por qué te sientes mal?

Yo siento lo que siento. Siento lo que es.

¿Es tu salud, hijito? Tal vez tendrías que ir al médico.

Te pedí que no volvieses a llamarme hijito. No es mi salud. Sea lo que fuere, no quiero hablar de ello. No es la clase de trabajo que me interesa.

Pero mientras tanto, acepta algún empleo temporal, le dijo mi esposa.

Él se puso a chillar. Todo es temporal. ¿Por qué tengo que sumar más cosas a lo que es temporal? Mi estómago siente de modo temporal. El maldito mundo es temporal. No quiero añadir a esto un trabajo temporal. Quiero todo lo contrario, pero, ¿en dónde está? ¿Dónde puedo encontrarlo?

Mi padre escucha en la cocina.

Mi hijo temporal.

Ella dice que me sentiría mejor si trabajase. Yo digo que no. Cumplí veintidós años en diciembre, me gradué en la Universidad y ya sabéis para qué sirve eso. Por la noche, veo los programas de noticias. Sigo la guerra día a día. Es una guerra ardiente y enorme en una pantalla pequeña. Llueven bombas y las llamas son cada vez más altas. A veces me inclino hacia delante y toco la guerra con la palma de la mano. Pienso que se me va a morir la mano.

Mi hijo, el de la mano muerta.

Espero que me llamen a filas el día menos pensado, pero esto ya no me preocupa tanto como antes. No pienso ir. Me marcharé al Canadá o a cualquier otro sitio adonde pueda llegar.

Su forma de ser espanta tanto a mi mujer, que ésta se alegra de ir a casa de mi hija temprano por la mañana para cuidar de los tres niños. Yo me quedo con él en casa, pero él no me habla.

Tendrías que llamar a Harry y hablar con él, dice mi esposa a mi hija. .

Lo haré algún día, pero no olvides que hay nueve años de diferencia entre los dos. Creo que él me considera como otra madre, y con una es bastante. Yo le quería cuando era pequeño, pero ahora es difícil tratar con una persona que no te corresponde.

Tiene la tensión alta. Creo que le da miedo llamar.

Me he tomado dos semanas de vacaciones. Trabajo en la ventanilla de venta de sellos de la oficina de Correos. Le dije al jefe de mi sección que no me encontraba muy bien, lo cual no es ninguna mentira, y él me dijo que debía pedir la baja por enfermedad. Le respondí que mi mal no era tan grave, que sólo necesitaba unas vacaciones cortas. Pero a mi amigo Moe Berkman le dije que dejaba de trabajar unos días porque Harry me tenía preocupado.

Comprendo lo que quieres decir, Leo. Yo también tuve preocupa­ciones y angustias a causa de mis hijos. Cuando tienes dos hijas en edad de crecer, estás en manos de la fortuna. Pero a pesar de todo, tenemos que vivir. ¿Por qué no vienes a jugar al póquer este viernes por la noche?

Tenemos una buena partida. Es una buena forma de entretenimiento.

Ya veré cómo marchan las cosas el viernes. No puedo prometértelo.

Procura venir. Estas cosas pasan con el tiempo. Si te parece que van mejor, ven. Si te parece que no, ven igualmente, porque te relajará y aliviará la preocupación que te abruma. A tu edad, demasiadas preocu­paciones son malas para el corazón.

Esta es la peor clase de preocupación que existe. Si me preocupo por mí mismo, sé de qué preocupación se trata. Quiero decir que no hay misterio. Puedo decirme: Leo, eres un estúpido; no debes preocuparte por nada. ¿Por qué, por unos cuantos pavos? ¿Por la salud, que siempre ha sido bastante buena, aunque tengo mis altibajos? ¿Porque pronto cumpliré sesenta años y la juventud no vuelve? Todos los que no se mueren a los cincuenta y nueve llegan a los sesenta. Se puede vencer al tiempo cuando éste corre contigo. Pero cuando la preocupación es por otra persona, no hay nada peor. Esta es la verdadera preocupación porque, si no nos la cuentan, no podemos metemos dentro de la otra persona y averiguar la causa. No sabemos en dónde está el interruptor que hay que pulsar. Lo único que hacemos es preocupamos más.

Por eso, yo espero en el pasillo.

Harry, no te preocupes demasiado por la guerra.

Por favor, no me digas de qué tengo que preocuparme o despreocuparme.

Harry, tu padre te quiere. Cuando eras un chiquillo, solías correr a mi encuentro cuando volvía a casa por la noche. Yo te cogía en brazos y te levantaba hasta el techo. Te gustaba tocarlo con tu manita.

No quiero que vuelvas a hablarme de eso. No quiero oírlo. No quiero oír nada de cuando era pequeño.

Harry, vivimos como extraños. Lo único que te digo es que recuerdo días mejores. Recuerdo los tiempos en que no nos daba miedo mostrar que nos queríamos.

Él no dice nada.

Deja que te cueza un huevo.

Un huevo es lo que menos deseo en el mundo.

Entonces, ¿qué quieres?

Él se puso el abrigo. Cogió su sombrero del perchero y bajó a la calle.

Harry caminó a lo largo de Ocean Parkway, con su abrigo largo y su raído sombrero marrón. Su padre le seguía y eso le enfurecía enor­memente.

Caminaba a paso ligero por la ancha avenida. En los viejos tiempos, había un camino de herradura a un lado del paseo, en donde está ahora la pista de cemento para las bicicletas. Y había menos árboles, con sus negras ramas cortando el cielo sin sol. En la esquina de Avenue X, en el punto desde donde se huele Coney Island, cruzó la calle y echó a andar de vuelta a casa. Aunque estaba furioso, fingió no ver a su padre que cruzaba también la calzada. El padre cruzó la calle y siguió a su hijo hasta casa. Cuando llegó a ésta, pensó que Harry ya estaba arriba. Se hallaba en su habitación, con la puerta cerrada. Fuera lo que fuese lo que hacía en su habitación, lo estaba haciendo ya.

Leo sacó la llave pequeña y abrió el buzón de la correspondencia. Había tres cartas. Las miró para ver si por casualidad alguna de ellas era de su hijo, dirigida a él. Querido padre, deja que te explique. La razón de que actúe como lo hago… No había tal carta. Una de ellas era de la Mutualidad de Empleados de Correos; se la metió en el bolsillo del abrigo. Las otras dos eran para Harry. Una era de la oficina de reclu­tamiento. La llevó a la habitación de su hijo, llamó a la puerta y esperó.

Esperó un rato.

Cuando oyó gruñir al muchacho, dijo: Hay una carta para ti de la oficina de reclutamiento. Giró el pomo de la puerta y entró en la habi­tación. Su hijo estaba tumbado en la cama, con los ojos cerrados.

Déjala encima de la mesa.

¿Quieres que la abra, Harry?

No, no quiero que la abras. Déjala en la mesa. Ya sé lo que dice.

¿Les escribiste otra carta?

Eso es cosa mía.

El padre dejó la carta en la mesa.

La otra carta para su hijo la llevó a la cocina; cerró la puerta y puso a hervir un poco de agua en una olla. Pensó leerla rápidamente, cerrar cuidadosamente el sobre con un poco de pasta y echarla de nuevo en el buzón. Su mujer la recogería cuando volviese de casa de su hija y se la subiría a Harry.

El padre leyó la carta. Era muy corta y la enviaba una chica. Decía que había prestado dos libros a Harry hacía más de seis meses y que, como los tenía en gran aprecio, le pedía que se los devolviera. Le rogaba que lo hiciera lo antes posible, para no tener que escribirle otra vez.

Cuando Leo leía la carta de la chica, Harry entró en la cocina y, al ver la expresión sorprendida y culpable de su padre, le arrancó la carta de las manos.

Debería asesinarte por espiarme de esta manera.

Leo se volvió y miró por la pequeña ventana de la cocina al oscuro patio de la casa de vecindad. Le ardía el rostro y se sintió mareado.

Harry leyó la carta de un vistazo y la rasgó. Después rasgó el sobre con la indicación de “Particular”.

Si vuelves a hacer esto, no te sorprendas de que te mate. Estoy harto de que me espíes.

Harry, estás hablando con tu padre.

Harry salió de la casa.

Leo entró en la habitación del hijo y miró a su alrededor.

Registró los cajones del tocador y no encontró nada fuera de lo normal. Sobre la mesa, junto a la ventana, había un trozo de papel escrito por Harry. Decía: “Querida Edith, ¿por qué no te jodes? Si vuelves a escribirme otra carta estúpida, te mataré.”

El padre se puso el sombrero y el abrigo y salió de casa. Corrió, no muy de prisa, durante un rato y después caminó al paso hasta que vio a Harry al otro lado de la calle. Le siguió, a una distancia de media manzana.

Siguió a Harry hasta Caney Island Avenue y llegó a tiempo de ver que tomaba un trolebús que iba a la isla. Leo tuvo que esperar al siguiente. Pensó en tomar un taxi y seguir al trolebús, pero no pasó ninguno. El siguiente trolebús llegó quince minutos más tarde, y Leo lo tomó. Era febrero y Caney Island estaba húmeda, fría y desierta. Había pocos coches en Surf Avenue y muy poca gente en la calle. Parecía que iba a nevar, Leo avanzó por el paseo de tablas, entre ráfagas de nieve, buscando a su hijo. Las playas grises, sin sol, estaban vacías. Los puestos de perritos calientes, de tiro al blanco y los establecimientos de baños estaban cerrados. El océano, de un gris metálico, oscilaba como plomo fundido y parecía que iba a congelarse. Soplaba viento del mar y se introducía por debajo de la ropa de Leo, haciéndole temblar mientras andaba. El viento coronaba de blanco las olas plomizas, que rompían lentamente, con un suave rugido, en las playas desiertas.

Caminó bajo las ráfagas casi hasta llegar a Sea Gate, buscando a su hijo, y entonces volvió atrás. Cuando se dirigía a Brighton Beach, vio a un hombre en la playa, de pie, ante la espumosa rompiente. Leo bajó corriendo la escalera de madera y avanzó por la arena. El hombre plan­tado en la playa rugiente era Harry; el agua le cubría los zapatos.

Leo corrió hacia su hijo. Perdóname, Harry; hice mal, siento haberte abierto la carta.

Harry no se movió. Siguió plantado en el agua, fija la mirada en las hinchadas olas de plomo.

Tengo miedo, Harry, dime qué te pasa. Hijo mío, compadécete de mí.

Yo le tengo miedo al mundo, pensó Harry. Me espanta.

Pero no dijo nada.

Una ráfaga de viento levantó el sombrero del padre y lo llevó lejos, por la playa. Pareció que iba a volar hasta el agua, pero entonces el viento sopló hacia el paseo de tablas y lo hizo rodar sobre la arena mojada. Leo corrió en pos de su sombrero. Fue tras él en una dirección, después en otra y luego hacia el agua. El viento arrojó el sombrero contra sus piernas y él lo agarró. Ahora estaba llorando. Sin aliento, se enjugó los ojos con los dedos helados y volvió hacia su hijo, que seguía en la orilla del mar.

Es un hombre solitario. Él es así. Siempre estará solo.

Mi hijo se convirtió a sí mismo en un hombre solitario.

¿Qué puedo decirte, Harry? Lo único que puedo preguntarte es: ¿Quién dijo que la vida es fácil? ¿Desde cuándo? No lo fue para mí y no lo es para ti. La vida es así…, ¿qué más puedo decirte? Pero si una persona no quiere vivir, ¿qué va a hacer si está muerta? La nada es la nada; es mejor vivir.

Ven a casa, Harry, dijo. Aquí hace frío. Si sigues con los pies en el agua pillarás un resfriado.

Harry permaneció inmóvil en el agua y, al cabo de un rato, el padre se marchó. Cuando se alejaba, el viento le arrancó el sombrero de la cabeza y éste salió rodando por la arena. Leo se quedó quieto mirando cómo se alejaba.

Mi padre escucha en el pasillo. Me sigue por la calle. Nos encontramos a la orilla del mar.

Corre detrás de su sombrero.

Mi hijo se queda en la playa con los pies en el océano.


“My Son the Murderer”, 1968, en Rembrandt´Hat, 1973.

Cuentos,trad. J. Ferrer Aleu, Barcelona, Plaza & Janés, 1987, págs.77-82.

Bernard Malamud

Cuento de Amos Oz: Esperando

1

Tel Ilán, un pueblo veterano con cien años cumplidos, estaba rodeado de plantaciones y campos de frutales. En las laderas de las colinas del este se extendían viñedos para la producción de vino. Al otro lado de la carretera de acceso crecían hileras e hileras de almendros. Los tejados se sumergían en el espeso verdor de las copas de los viejos árboles. Muchos habitantes se dedicaban aún a la agricultura y contaban con la ayuda de jornaleros extranjeros que vivían en cabañas en la parte trasera de las haciendas. Pero algunos del pueblo ya habían arrendado sus granjas y vivían de alquilar habitaciones, de galerías y boutiques de moda, así como de trabajos en el exterior. En el centro del pueblo se habían abierto dos restaurantes exclusivos para gourmets, una bodega casera y una tienda de peces de colores. Uno de los vecinos había montado una pequeña fábrica de muebles de estilo antiguo. Los sábados, el pueblo se llenaba de visitantes que paseaban o compraban gangas. En cambio cada viernes al mediodía el pueblo se quedaba vacío y todos los habitantes se echaban a descansar tras las persianas bajadas.

Benny Avni, el alcalde de Tel Ilán, era un hombre alto, delgado y de hombros caídos, usaba una ropa algo descuidada, un jersey largo y demasiado ancho, que le daba un aspecto torpón. Tenía unos andares testarudos, iba un poco inclinado hacia delante, como cortando el viento al andar. Su rostro era agradable, su frente grande, sus labios delicados, y en sus ojos marrones había una mirada atenta y curiosa, como si estuviera diciendo constantemente: te aprecio y me gustaría que me contases algo más sobre ti. Aunque también sabía rechazar a una persona sin que esta apenas percibiese el rechazo.

Un viernes del mes de febrero, a la una del mediodía, Benny Avni estaba solo en el despacho del Ayuntamiento respondiendo a las cartas de los ciudadanos. Todos los trabajadores del Ayuntamiento se habían marchado ya a sus casas a descansar, porque los viernes el Ayuntamiento se cerraba a las doce. Benny Avni tenía la costumbre de dedicar el mediodía de los viernes, después del cierre de las oficinas, a escribir una carta personal a todo aquel que se hubiese dirigido a él. Aún le quedaban dos o tres cartas más y luego tenía pensado irse a casa, comer, ducharse y dormir hasta el atardecer. Por la noche, la noche de Shabbat, Benny Avni y su mujer, Nava, estaban invitados a unas veladas de canto coral en casa de Dalia y Abraham Levin al final del callejón de La Cuesta del Pozo.

Cuando estaba respondiendo de su puño y letra a una de las últimas cartas, alguien llamó tímidamente a la puerta. Era un despacho temporal, amueblado tan solo con un escritorio, dos sillas y un archivador, ya que el Ayuntamiento llevaba varios meses de obras. Benny Avni dijo, pase, y alzó la vista de los papeles. Entró un chico árabe llamado Adel, un estudiante o un antiguo estudiante que vivía y trabajaba en la casa de Rahel Franco, al final del pueblo, cerca de la muralla de cipreses del cementerio. Benny lo reconoció, sonrió con afecto, le miró con buenos ojos y dijo:

Siéntate.

Adel, un chico con gafas, pequeño y delgado, continuó de pie con recelo frente a la mesa del alcalde, a dos pasos de ella, inclinó la cabeza en señal de respeto y se disculpó:

Benny Avni dijo:

No importa. Siéntate.

Adel dudó un instante, se sentó en el borde de la silla sin apoyarse en el respaldo y dijo:

Ocurre lo siguiente. Su mujer me ha visto venir hacia el centro y me ha dicho que me pasara por aquí y le entregara algo. Más exactamente, una carta.

Benny Avni alargó el brazo y cogió la nota que le tendía Adel.

¿Dónde te la has encontrado?

Junto al Parque del Memorial

¿En qué dirección se fue?

No se fue. Se sentó en un banco.

Adel se levantó, dudó, preguntó si necesitaba algo más de él, Benny Avni sonrió y respondió encogiéndose de hombros que no necesitaba nada, y Adel dijo, muchas gracias, y se fue con los hombros caídos. Benny Avni extendió la nota doblada y encontró en ella, con la caligrafía redonda y serena de Nava, sobre una hoja arrancada de la libreta de la cocina, estas cinco palabras:

No te preocupes por mí.

Esas palabras le sorprendieron. Todos los días le esperaba en casa para comer, él llegaba a la una y ella terminaba a las doce su trabajo como maestra de escuela. Benny y Nava se seguían queriendo tras diecisiete años de matrimonio, pero en su vida cotidiana reinaba casi siempre un respeto mutuo mezclado con cierta impaciencia comedida. A ella no le gustaba su actividad pública ni sus tareas municipales, que le seguían a casa, y no podía soportar esa amabilidad democrática que derrochaba indiscriminadamente. Él, por su parte, estaba un poco harto de su entusiasta devoción por las artes y por las pequeñas figuras de barro que moldeaba y cocía en un horno especial. El olor del barro cocido que desprendía a veces su ropa no le resultaba agradable.

Benny Avni marcó el número de su casa y dejó que el teléfono sonara ocho o nueve veces hasta convencerse de que, efectivamente, Nava no estaba en casa. Le resultaba extraño que hubiese salido justo a la hora de comer, y más extraño aún que le hubiese mandado una nota con un mensajero sin molestarse en poner adónde iba ni cuándo volvería. La nota no le entraba en la cabeza y el mensajero le parecía un tanto peculiar. Pero no se preocupó. Nava y él solían dejarse pequeñas notas debajo del jarrón del salón si salían de casa sin avisar.

Por tanto, Benny Avni terminó de escribir las dos últimas cartas, una a Ada Dvash sobre el traslado de la oficina de correos y la otra al tesorero del Ayuntamiento sobre la pensión de uno de los empleados, archivó las cartas entrantes, dejó las suyas en el estante del correo saliente, comprobó las persianas y las ventanas, se puso su abrigo tres cuartos de ante, cerró su despacho con dos vueltas de llave y se fue. Tenía intención de pasar por el Parque del Memorial, por el banco donde Nava quizás aún seguiría sentada, recogerla y marcharse con ella a casa a comer. Nada más salir dio media vuelta y regresó a la oficina, porque creía que había olvidado apagar el ordenador o dejado la luz del servicio encendida. Pero el ordenador estaba apagado, al igual que la luz del servicio, y Benny Avni volvió a salir, cerró su puerta con dos vueltas y fue a buscar a su mujer.

2

Nava no estaba en el banco del Parque del Memorial y no se la veía por ningún sitio. Pero Adel, el estudiante delgado, estaba sentado allí, solo, con un libro abierto bocabajo en las rodillas; en vez de leer miraba la calle, y sobre su cabeza cantaban los gorriones en las copas de los árboles. Benny Avni le puso la mano en el hombro y preguntó con delicadeza, como si temiera hacerle daño, ¿Nava no estaba aquí? Adel respondió que antes estaba pero que ahora ya no. Ya veo que no está, dijo Benny Avni, pero pensé que a lo mejor tú sabías adónde ha ido. Adel dijo:

Perdone.

Lo siento mucho

Está bien.

Tú no tienes la culpa.

Se dio media vuelta y se fue a casa por la calle Sinagoga y la calle de Las Tribus de Israel. Caminaba en diagonal, con la cabeza y los hombros ligeramente inclinados hacia delante, como luchando con un obstáculo invisible. Todo el que se cruzaba con él por la calle le saludaba con cariño, porque Benny Avni era un alcalde querido y aceptado por la mayoría de los ciudadanos. También él saludaba a todos con una agradable sonrisa y preguntaba, ¿qué tal está?, ¿cómo va todo?, y a veces añadía que el asunto de la acera levantada se estaba solucionando. Enseguida todos se irían a casa a comer y a descansar y las calles del pueblo quedarían desiertas.

La puerta de la calle no estaba cerrada y en la cocina aún estaba encendida la radio. Alguien hablaba del desarrollo de la red de vías férreas y de las ventajas del transporte ferroviario sobre el transporte por carretera. En vano buscó Benny Avni una nota de Nava en el lugar de siempre, bajo el jarrón del salón. Sin embargo, sobre la mesa de la cocina lo estaba esperando su comida, un plato tapado con otro para que la comida no se enfriase: un cuarto de pollo, puré de patata, zanahorias hervidas y guisantes. A ambos lados del plato había un cuchillo y un tenedor, y debajo del cuchillo había también una servilleta doblada. Benny Avni metió el plato durante dos minutos en el microondas porque, a pesar de estar cubierto, la comida se había enfriado un poco. Entre tanto, sacó del frigorífico una cerveza y la sirvió en un vaso grueso. Luego se sentó a comer y lo hizo con apetito, aunque sin apreciar los sabores, mientras oía la radio, que ahora estaba emitiendo música ligera con largos cortes publicitarios. Durante uno de esos cortes le pareció oír los pasos de Nava por el patio, por el camino que conducía a la casa. Se levantó, se acercó a la ventana de la cocina y permaneció un buen rato mirando afuera, pero el patio estaba vacío y entre los cardos y los trastos se veían el mango de un carrito de bebé destrozado y dos bicicletas oxidadas.

Tras la comida, dejó los cacharros en el fregadero y se dispuso a ducharse. De camino al cuarto de baño apagó la radio. Un profundo silencio reinaba en la casa. Solo se oía el tictac del reloj. Las dos gemelas de doce años, Yuval e Inbal, estaban de excursión por la Alta Galilea. Su habitación estaba cerrada y él, al pasar, abrió la puerta y echó un vistazo dentro. Las persianas de la habitación de las chicas estaban bajadas y flotaba en el aire un ligero olor a detergente y a ropa planchada. Cerró con cuidado la puerta de la habitación de las chicas y se dirigió al cuarto de baño. Tras quitarse la camisa y los pantalones y quedarse en ropa interior, cambió de idea y se acercó al teléfono. Aún no estaba preocupado, pero, a pesar de todo, se preguntó adónde habría ido Nava y por qué no lo había esperado, como de costumbre, para comer. Llamó a Gili Steiner y le preguntó si por casualidad Nava estaba con ella. Gili dijo:

No, ¿por qué? ¿Te ha dicho que venía a verme?

Benny Avni dijo:

Pues eso, que no ha dicho nada.

Gili dijo:

La tienda de ultramarinos cierra a las dos. Quizás se haya acercado allí un momento.

Benny Avni dijo:

Gracias, Gili. No pasa nada. Seguro que vuelve enseguida. No estoy preocupado.

A pesar de todo buscó el número de teléfono de la tienda de ultramarinos de Victor. El teléfono estuvo un buen rato sonando sin que nadie se molestase en descolgar. Finalmente del auricular salió la voz nasal de tenor del viejo Lieberson, que dijo en tono salmódico:

Sí, dígame. Al habla Shlomo Lieberson, de la tienda de ultramarinos. ¿En qué podemos ayudarle?

Benny Avni preguntó por Nava, y el viejo Lieberson contestó con tristeza:

No, amigo Avni, lo lamento, tu bella esposa no ha estado aquí hoy. No hemos tenido el placer de ver el resplandor de su rostro. Y dudo que lo tengamos ya, porque dentro de diez minutos cerramos y nos vamos a casa a prepararnos para recibir el Shabbat.

Benny Avni entró en el cuarto de baño, se quitó la ropa interior, reguló el agua caliente y se dio una larga ducha. Cuando se estaba duchando le pareció oír chirriar la puerta. Por tanto, mientras se secaba, alzó la voz y llamó: ¡Nava! Pero no hubo respuesta. Se puso una muda limpia y unos pantalones caqui, luego peinó la cocina, dio media vuelta y se dirigió al salón, indagó en el rincón de la televisión y de allí fue al dormitorio y a la terraza cerrada, que era el rincón de creación de Nava. Allí se encerraba durante horas y modelaba figuras de barro, figuras de seres inexistentes y de boxeadores con mandíbulas cuadradas y a veces también con la nariz rota. Nova cocía todas esas figuras en un horno situado en el almacén. Por tanto, fue al almacén, encendió la luz y se quedó inmóvil un instante, parpadeó y solo vio las estatuillas desfiguradas y el horno apagado rodeado de sombras oscuras que giraban entre los estantes polvorientos.

Benny Avni se preguntó si debía echarse a descansar sin esperarla. Regresó a la cocina para meter los cacharros en el lavavajillas y mientras lo hacía lo examinó, tal vez por su contenido podría saber si Nava había comido sola antes de irse o si aún no había comido. Pero el lavavajillas estaba casi lleno de cacharros sucios y era imposible saber cuáles había utilizado Nava para la comida y cuáles llevaban allí más tiempo.

Sobre los fogones había una olla con pollo estofado. Tampoco por esa olla se podía averiguar si Nava había comido y dejado carne para el día siguiente o si había salido sin comer. Benny Avni se sentó junto al teléfono y marcó el número de Batya Rubin, para preguntar si, por casualidad, Nava estaba allí. Pero el teléfono sonó diez o quince veces sin que nadie respondiese. Benny Avni se dijo, pero bueno, de verdad, y se fue al dormitorio a descansar. Junto a la cama estaban las zapatillas de Nava, pequeñas, de colores y algo desgastadas en el tacón, como dos barcas de juguete. Estuvo tumbado unos quince o veinte minutos sin moverse y con los ojos fijos en el techo. Nava se ofendía fácilmente y con los años él había aprendido que cualquier intento de apaciguarla con palabras no hacía más que empeorar las cosas. Por tanto decidió refrenarse y dejar que el tiempo aplacara su enfado. Ella se dominaba, pero no olvidaba. Una vez, la mejor amiga de Nava, la doctora Gili Steiner, le propuso a él montar en la galería del Ayuntamiento una pequeña exposición con las estatuillas que Nava modelaba. Benny Avni le prometió que lo pensaría con mucho gusto y le daría una respuesta, pero al final decidió que tal vez eso fuera motivo de un escarnio público: al fin y al cabo, los trabajos de Nava solo eran el entretenimiento de una aficionada ama de casa, y la exposición podía hacerse en algún pasillo del colegio donde Nava trabajaba y no en la galería del Ayuntamiento, para evitar chismorreos sobre nepotismo y todo eso. Nava no dijo ni una palabra, pero se pasó varias noches planchando en el dormitorio hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Lo planchó todo, hasta las toallas y las colchas.

Al cabo de veinte minutos, Benny Avni se levantó de pronto, se vistió, bajó al sótano, encendió la luz, con lo que hizo huir a toda una bandada de insectos, registró los baúles y las maletas, tocó a tientas el taladro eléctrico, golpeó el tonel de vino, que le devolvió un sonido grave y hueco, apagó la luz, subió a la cocina, tuvo un minuto o dos de indecisión, se puso el abrigo tres cuartos de ante encima del grueso jersey y salió de casa sin cerrar con llave. Inclinado hacia delante como luchando con un fuerte viento enemigo, se fue rápidamente a buscar a su mujer.

3

Los viernes al mediodía no había nadie por las calles del pueblo, todos descansaban un rato y reponían fuerzas para festejar el Shabbat por la noche. Era un día gris y húmedo, nubes bajas se habían posado sobre los tejados de las casas y estelas de fina niebla flotaban por las calles vacías. A ambos lados de la calle, las casas permanecían cerradas y envueltas en un profundo sopor. El viento de un mediodía de febrero hacía revolotear un trozo de periódico viejo por la carretera vacía y Benny, el encorvado, lo recogió y lo metió en un cubo de basura. Un gran perro callejero se pegó a él junto al Parque de los Pioneros y comenzó a seguirle mientras gruñía, refunfuñaba y le enseñaba los dientes. Benny reprendió al perro, pero el perro se revolvió como si fuera a saltar sobre él. Benny se agachó, cogió una piedra y agitó el brazo en el aire. El perro se apartó con el rabo entre las piernas, pero continuó siguiendo a Benny Avni a una distancia prudencial. Así caminaban los dos por la calle vacía, separados por unos diez metros, y giraron a la izquierda hacia la calle de Los Fundadores. También aquí estaban todas las persianas bajadas para el descanso del mediodía. Casi todas eran viejas persianas de madera pintadas de verde oscuro, persianas con algunas varillas combadas o rotas.

De vez en cuando, en las haciendas que antaño fueron granjas y ahora estaban abandonadas, veía Benny Avni un palomar descuidado, un redil de cabras convertido en almacén, la carrocería de una vieja furgoneta medio hundida en el herbario silvestre junto a un cobertizo de latón descuidado, una caseta de perro abandonada. Altas palmeras crecían en las fachadas de las casas. También en la fachada de su casa hubo dos viejas palmeras, pero fueron arrancadas por deseo de Nava cuatro años antes, porque el susurro de las hojas con el viento en la ventana del dormitorio le impedía dormir por las noches y hacía que se enfadase y angustiase.

En varias haciendas crecían jazmines y espárragos, y en otras solo salían hierbajos entre los altos pinos que cuchicheaban con el viento. Benny Avni caminó con sus andares remadores, inclinado hacia delante, a lo largo de la calle de Los Fundadores y la de Las Tribus de Israel, pasó por el Parque del Memorial, se detuvo un momento junto al banco donde, según le había contado Adel, estaba sentada Nava cuando le pidió que cogiera la nota con las palabras No te preocupes por mí, y se la llevara a Benny a la oficina temporal del Ayuntamiento.

Cuando Benny Avni se detuvo junto al banco, se detuvo también, a diez metros de él, el perro que le iba siguiendo. Esta vez el perro no gruñó ni le enseñó los dientes, sino que observó a Benny de lejos con una mirada perspicaz y escudriñadora. Nava se había quedado embarazada cuando los dos eran solteros y estaban estudiando en Tel Aviv, ella en la Escuela de Magisterio y él en la Facultad de Dirección de Empresas. Ambos decidieron de inmediato que debían interrumpir ese embarazo. Pero dos horas antes de la cita programada para las diez de la mañana en la clínica privada de la calle Reines, Nava recapacitó y quiso rectificar. Posó la cabeza en su pecho y se echó a llorar. Él no cedió y le dijo que debía ser razonable, que no había más remedio, que al fin y al cabo todo aquello era algo así como sacarse la muela del juicio.

La esperó en un café frente a la clínica y entre tanto leyó los dos periódicos vespertinos y también los suplementos deportivos. Al cabo de algo menos de dos horas Nava salió muy pálida y los dos regresaron en taxi a su habitación en la residencia de estudiantes. En la habitación ya estaban esperando a Benny Avni seis o siete estudiantes escandalosos, chicos y chicas, que se habían congregado allí para una reunión concertada tiempo atrás. Nava se tumbó en la cama en un rincón de la habitación e intentó taparse hasta la cabeza, pero no fue capaz de evadirse de las discusiones, las risas, los chistes y el humo del tabaco. Se sintió débil, le entraron náuseas y tuvo que abrirse paso entre los congregados apoyándose en las paredes para llegar al servicio. Le daba vueltas la cabeza y le volvieron los dolores, porque la anestesia estaba dejando de hacerle efecto. En el servicio se encontró con que alguien había vomitado en el suelo y en la taza del váter. No pudo contenerse y también ella vomitó. Luego permaneció allí un buen rato y, de pie, se echó a llorar, con las manos en la pared y la cabeza entre las manos, hasta que todos los invitados escandalosos se dispersaron y Benny la encontró en el servicio de pie y temblando, entonces la cogió por los hombros y la condujo con cuidado a la cama. Al cabo de dos años se casaron, pero Nava no se quedaba embarazada. Varios médicos le pusieron distintos tratamientos. Trascurridos otros cinco años nacieron las gemelas, Yuval e Inbal. Benny y Nava no volvieron a mencionar aquella tarde en la habitación de estudiantes de Tel Aviv. Era como si hubiesen decidido que no había necesidad de decir nada. Nava daba clase en el colegio y en sus ratos libres moldeaba en la terraza cerrada monstruos y cabezas de boxeadores con la nariz rota que cocía en el horno situado en el almacén. Benny Avni fue elegido alcalde de Tel Ilán y casi todos los habitantes le profesaban cariño y afecto, porque sabía prestar atención a todo el que se dirigía a él y porque actuaba con decencia. Aunque también porque sabía doblegar los deseos de los demás a los suyos y lo hacía sin que los interesados se percatasen de ello.

4

En la esquina de la calle Sinagoga, se detuvo un instante y se giró para ver si el perro aún le seguía los pasos. El perro estaba junto a la entrada de una hacienda, con el rabo entre las piernas y la boca ligeramente abierta, y miraba a Benny con paciencia y curiosidad. Benny lo llamó en voz baja, ven aquí, y el perro se estiró y alzó las orejas con la lengua rosada asomándole por la boca. Parecía que estaba interesado en Benny pero prefería mantenerse a cierta distancia de él. No había ni un alma en las haciendas del pueblo, ni un gato ni un pájaro, solo él y el perro y unas nubes tan bajas que casi tocaban las copas de los cipreses.

Junto al depósito de agua instalado sobre tres patas de hormigón había un refugio público y Benny Avni probó la puerta y vio que no estaba cerrada con llave. Por tanto, descendió los doce escalones. Una húmeda y mohosa ráfaga de aire rozó su piel, luego encontró a tientas el interruptor, pero en el refugio no había luz. A pesar de todo, entró hasta lo más profundo del espacio oscuro y se fue abriendo paso entre objetos indeterminados, un montón de colchones o de camas plegables y una especie de cómoda destrozada. Respiró a pleno pulmón el aire denso, se abrió camino por el espacio oscuro de vuelta a las escaleras y, de paso, volvió a probar en vano el interruptor. Luego cerró la puerta de hierro y salió a la calle vacía.

Entre tanto, el viento casi se había aplacado, pero la espesa niebla difuminaba los contornos de las viejas casas, algunas construidas hacía más de cien años. El yeso amarillo de los muros estaba rajado y desconchado y de vez en cuando dejaba al descubierto calvas grises. Viejos pinos crecían grises en las haciendas y una muralla de cipreses separaba una casa de otra. Aquí y allá se veía un cortacésped oxidado, o un barreño destrozado en medio de una jungla de hierbajos, ortigas, cizañas y campanillas.

Benny Avni silbó al perro, pero el perro seguía guardando las distancias. Delante de la sinagoga, construida cuando se fundó el pueblo, a comienzos del siglo XX, había un tablón de anuncios donde se colgaban los carteles del cine local y de los productos de la bodega, junto a los bandos del Ayuntamiento firmados por él mismo. Benny se entretuvo un instante en observar aquellos anuncios, y por alguna razón los suyos le resultaron equivocados o completamente inútiles. Por un momento le pareció que una figura encorvada pasaba por la esquina de la calle, pero al acercarse solo vio arbustos en la niebla. La sinagoga estaba coronada por un candelabro de bronce y las puertas grabadas con leones y estrellas de David. Subió cinco peldaños y probó la puerta, que estaba cerrada pero no con llave. En la sala de la sinagoga el aire era frío, polvoriento y casi negro. Sobre el tabernáculo, cubierto con una cortina alzada e iluminada con una pálida vela eléctrica, estaba la inscripción “Tengo siempre presente al señor”. Durante unos minutos, Benny Avni deambuló entre los asientos en penumbra y luego subió a la galería de las mujeres. Sobre los bancos había libros de oraciones deteriorados con encuadernaciones negras. Le llegó un olor a sudor rancio mezclado con el aroma de las viejas encuadernaciones. Palpó uno de los asientos, porque por un instante creyó que algo, un chal o un pañuelo, aún seguía allí.

Al salir de la sinagoga, Benny Avni vio que el perro le estaba esperando al pie de las escaleras. Por tanto, dio un fuerte pisotón y dijo: Vete de una vez. Lárgate. El perro, que llevaba al cuello un collar de donde colgaba una placa con un número identificativo, ladeó un poco la cabeza, abrió la boca y sacó la lengua, como esperando pacientemente una explicación. Pero no hubo ninguna explicación. Benny se puso en camino, con los hombros caídos y el descuidado jersey asomando por debajo del abrigo tres cuartos de ante. Caminaba a grandes zancadas, con el cuerpo inclinado hacia delante, como el mascarón de proa de un barco rompiendo las olas. El perro no desistió, pero seguía manteniendo las distancias.

¿Adónde había podido ir? A lo mejor había ido a ver a alguna de sus amigas y se había entretenido más de la cuenta. A lo mejor se había tenido que quedar en el colegio por algún asunto urgente. A lo mejor estaba en la clínica. Unas semanas atrás, durante una discusión, Nava le había dicho que su afectividad era una máscara permanente y debajo de la máscara: Siberia. Benny no respondió, tan solo sonrió con afecto, como solía hacer siempre que se enfadaba con él. Eso sacó a Nava de sus casillas y dijo, no te importa nada, ni nosotros ni las niñas. Él siguió sonriendo con afecto y le puso una mano en el hombro para tranquilizarla, pero ella apartó su mano con un movimiento brusco, y salió dando un portazo. Al cabo de una hora le llevó una infusión con miel a la terraza cerrada que le servía de rincón de creación. Le pareció que se estaba templando ligeramente. No había ninguna templanza, pero Nava aceptó la infusión y le dijo en tono suave:

Gracias, realmente no era necesario.

5

¿Y si mientras él deambulaba en la niebla por las calles vacías, ella había vuelto a casa? Por un momento sopesó la idea de dar media vuelta y regresar, pero pensar en la casa vacía, y sobre todo en el dormitorio vacío con sus zapatillas de colores semejantes a barcas de juguete a los pies de la cama le repelía, por tanto decidió seguir con los hombros inclinados hacia delante por la calle de La Viña y la calle 1929 hasta llegar al colegio donde daba clase Nava. Apenas un mes antes, Benny había tenido una fuerte discusión con sus oponentes del Ayuntamiento y también con el Ministerio de Educación, y al final había logrado conseguir fondos para la construcción de cuatro aulas nuevas y de un amplio gimnasio.

Las puertas de hierro del colegio ya estaban cerradas por el Shabbat. El edificio y el patio estaban rodeados por una valla de hierro coronada por bobinas de alambre de espino. Benny Avni rodeó todo el edificio dos veces hasta que encontró un sitio por el que se podía trepar y llegar al interior del patio. Saludó con la mano al perro, que lo observaba desde la acera de enfrente, se agarró a los barrotes de hierro, se impulsó, subió, apartó con la mano el alambre de espino, se arañó y saltó adentro torciéndose un poco el tobillo. Y cojeando ligeramente y sangrando por el dorso de la mano izquierda echó a andar por el patio.

Atravesó el patio, entró en el edificio por una entrada lateral y se encontró en un largo pasillo con aulas a ambos lados. Un olor a sudor, a restos de comida y polvo de tiza flotaba en el aire. El suelo estaba salpicado de trozos de papel y cáscaras de naranja y mandarina. Benny Avni entró en un aula que tenía la puerta entreabierta y, sobre la mesa del profesor, vio un borrador polvoriento y una hoja arrancada de un cuaderno con unas líneas garabateadas. Se inclinó y comprobó la caligrafía, que ciertamente era de mujer pero no de Nava. Benny Avni dejó la hoja manchada con su sangre sobre la mesa del profesor y alzó la vista hacia la pizarra, donde estaba escrito con la misma caligrafía de mujer: “La tranquila vida rural frente a la bulliciosa vida urbana”, por favor hay que terminarlo para el jueves como muy tarde. Debajo de ese título aparecían las palabras: Hay que leer atentamente en casa los tres capítulos siguientes y estar preparados para responder oralmente a cualquier pregunta. En la pared estaban colgados los retratos de Herzl, del presidente del Estado y del primer ministro, así como varios carteles ilustrados, y en uno de ellos ponía: “Los amantes de la naturaleza cuidan las flores silvestres”.

Los pupitres estaban amontonados, como si los alumnos los hubiesen empujado al salir de estampida hacia la puerta al primer toque de campana. En los alféizares de las ventanas había macetas con geranios que parecían raquíticos y descuidados. Frente a la mesa del profesor estaba colgado un gran mapa de Israel con un grueso círculo verde alrededor del pueblo de Tel Ilán entre las colinas de la región de Menashé. Y en la percha había un único y solitario jersey. Benny Avni salió del aula y continuó deambulando un rato más con una leve cojera por los pasillos vacíos. Gotas de sangre caían de su mano herida e iban marcando su recorrido. Al llegar a los servicios, que estaban al final del pasillo, sus pies lo empujaron hacia los de chicas. Un leve hedor le recibió, pero se dio cuenta de que ese hedor era algo distinto del que había en los servicios de chicos. Había cinco cabinas en los servicios de chicas y Benny Avni abrió todas las puertas y comprobó lo que había detrás, y también echó un vistazo al armario de los utensilios de limpieza. Luego salió y volvió sobre sus pasos, después fue por otro pasillo y luego por otro hasta que al final encontró la puerta de la sala de profesores. Dudó un instante, mientras acariciaba con un dedo la pequeña placa de metal donde ponía “Sala de Profesores. Prohibido el paso a los alumnos sin un permiso especial”. Por un momento le pareció oír algo tras la puerta cerrada y temía molestar, aunque a pesar de todo sentía ansias de interrumpir aquella cita. Pero la sala de profesores estaba vacía y en penumbra, porque las ventanas y las cortinas estaban cerradas.

Había dos filas de estantes a ambos lados de la habitación y en el centro una mesa ancha y larga rodeada de unas veinte o veinticinco sillas. Sobre la mesa había tazas de té y de café vacías y medio vacías, varios libros, agendas, algunos folletos y blocs de notas. Junto a la ventana alejada había un gran armario con un cajón para cada profesor. Buscó y sacó el cajón de Nava Avni, lo dejó sobre la mesa y encontró un montón de cuadernos, un paquete de tizas, una caja de pastillas para el dolor de garganta y una vieja funda de gafas de sol vacía. Tras reflexionar un rato volvió a dejar el cajón en su sitio.

En un extremo de la mesa, sobre el respaldo de una silla, Benny Avni descubrió un pañuelo que le resultó familiar y parecido a uno de los pañuelos de Nava, pero cómo podía estar seguro de eso en la penumbra. A pesar de todo cogió el pañuelo, se limpió con él la sangre que le brotaba de la mano, lo dobló y se lo metió en el bolsillo de su abrigo de ante. Luego salió de la sala de profesores, cojeó por el pasillo lleno de puertas y al final giró hacia otro pasillo. Miró de pasada las aulas, probó la puerta de la enfermería, que estaba cerrada con llave, echó un vistazo al cuarto del conserje vacío, hasta que descubrió una salida por una puerta distinta a la que había entrado. Cojeó por el patio, volvió a trepar la valla, apartó y aplastó el alambre de espino, lo sorteó y saltó hacia la calle, en esta ocasión a costa de rasgarse la manga del abrigo.

Se quedó un rato al pie de la valla del colegio y esperó sin saber qué estaba esperando, hasta que vio al perro sentado en la acera de enfrente y mirándolo muy serio a diez metros de distancia. Se le ocurrió intentar acercarse y acariciar al perro, pero el perro se levantó, se estiró, caminó lentamente hacia delante y siguió manteniendo la misma distancia.

6

Cerca de un cuarto de hora cojeó tras el perro por las calles vacías, con la mano ensangrentada vendada con el pañuelo que había cogido de la sala de profesores, el pañuelo de cuadros que quizá pertenecía a Nava o quizá solo se parecía un poco a uno de sus pañuelos. El cielo plomizo se enredó en las copas de los árboles y los bloques turbios de niebla se posaron entre las haciendas. Por un instante le pareció que dos o tres gotas de lluvia le habían caído en la cara, pero no estaba seguro y tampoco le importaba. Alzó la vista hacia una tapia porque creyó ver encima un pájaro, pero de cerca no era más que una lata de conservas vacía.

Por el camino pasó por una callejuela estrecha entre dos altos setos de buganvillas, una callejuela que no hacía mucho había mandado pavimentar de nuevo y a la que se había acercado una mañana para comprobar cómo iban esos trabajos de pavimentación. Desde esa callejuela salieron otra vez a la calle Sinagoga, el perro iba delante y le marcaba el camino, y ahora la luz era más gris que antes. Por un instante sopesó la idea de regresar directamente a su casa, pues era posible que ella ya hubiese vuelto y ahora incluso estuviese echada descansando, sorprendida por su ausencia y, quién sabe, quizás también algo preocupada por él. Pero pensar en la casa vacía le asustó y, cojeando ligeramente, continuó siguiendo al perro, que iba delante sin mirar atrás y con el hocico un poco inclinado como olisqueando el camino. Pronto, quizá incluso antes de que anocheciera, llovería con fuerza y el agua lavaría los árboles polvorientos, los tejados y las aceras. Pensó en lo que podría haber sido y al parecer ya no sería, pero sus pensamientos se dispersaron. Nava solía sentarse a veces con las dos chicas en el porche de atrás, el que daba a los limoneros, y charlaba con ellas en voz baja. Él nunca sabía de lo que hablaban y tampoco le interesaba saberlo. Ahora se lo preguntaba y no sabía responder. Tenía la impresión de que debía tomar una decisión pero, aunque estaba acostumbrado a tomar muchas decisiones cada día, ahora le entraban dudas, y de hecho tampoco sabía lo que se requería de él. Y entre tanto el perro se detuvo y se sentó en la acera a diez metros de él, así que también él se detuvo junto al Parque del Memorial y se sentó en el banco donde al parecer se había sentado Nava dos o tres horas antes, cuando le pidió a Adel que fuese a las oficinas temporales del Ayuntamiento para entregarle su nota. Así pues, se colocó en medio del banco, con la mano ensangrentada vendada con el pañuelo, se abrochó el abrigo a causa de la fina lluvia que había comenzado a caer sobre él y se puso a esperar a su mujer.

Relato corto de Saul Bellow: Memorias de Mosby

Los pájaros no dejaban de trinar. Trrr, trrr, trrr. Y todas las cosas que hacen los pájaros, según los naturalistas. Expresaban profundos abismos de agresividad que solo el Hombre —el Estúpido Hombre— confundía con inocencia. Creemos que todo es muy inocente, porque nuestra maldad nos da miedo. ¡Ay, mucho miedo!

El señor Willis Mosby, después de su siesta, mirando montaña abajo a la ciudad de Oaxaca, donde todos seguían roncando: las bocas, las caderas, el largo cabello indio, la belleza antigua celebrada por Eisenstein en Tormenta sobre México. El señor Mosby —en realidad era el doctor Mosby, un erudito, quizá incluso demasiado profundo— pensaba mucho y llegaba muy lejos: había cometido algunos de los errores más interesantes que un hombre podía cometer en el siglo XX. Y ahora estaba en Oaxaca para escribir sus memorias. Para tal fin contaba con una subvención de la Fundación Guggenheim. ¿Y por qué no?

Las buganvillas se extendían por toda la colina, y los colibríes daban vueltas. A Mosby lo ponía enfermo todo este jaleo, estos colores y fragancias, listos para echarse sobre él. La juventud y la belleza le parecían muy peligrosas. Peligro mortal. Puede que hubiera bebido demasiado mezcal en el almuerzo (también cerveza). Detrás del verde y el rojo de la naturaleza, el aburrido negro parecía estar bien instalado como la parte de atrás de un espejo.

Mosby no se sentía muy bien: sus dientes, apretados, hacían que los músculos sobresalieran en sus hermosas y bronceadas mejillas de anciano. Tenía unos bonitos ojos azules, luminosos, directos, inteligentes, incrédulos; el pelo todavía espeso, con raya al medio; y unos fuertes surcos verticales entre las cejas, debajo de la nariz y en la parte de atrás del cuello. Había llegado el momento de introducir algo de humor en las memorias. Hasta ahora había sido: una familia fundamentalista en Missouri; un padre constructor de éxito; los primeros años de escuela; la universidad del estado; la beca Rhodes; las amistades intelectuales; lo que aprendí del profesor Collingwood; el Imperio y la rigurosidad mental de Gran Bretaña; mi poco ortodoxa interpretación de John Locke; mi trabajo para William Randolph Hearst en España; la personalidad del general Franco; las amistades radicales en Nueva York; el servicio en tiempo de guerra con la OSS; la limitada visión de Franklin D. Roosevelt; el retorno a Comte, Proudhon y Marx; una vez más De Tocqueville. Nada de esto era muy gracioso. Y sin embargo miles de estudiantes y de no estudiantes dirían: «Mosby tenía un gran sentido del humor». O le contarían a sus hijos: «Ay, aquel Mosby de la OSS», o: «Willis Mosby, que estaba conmigo en Toledo cuando cayó el Alcázar, casi nos morimos de risa». «Nunca olvidaré los comentarios de Mosby sobre Harold Laski», o: «Hizo reír al Tribunal Supremo al completo». «Sobre los juicios de purga rusos.» «Sobre Hitler.» De manera que ya iba siendo hora de que hiciera algo. Él lo había pensado un poco. Diría, cuando le enviaran el hielo desde el bar del hotel (se alojaba en una casita debajo del edificio principal, prácticamente cubierta de flores; envidiaba un poco las montañas sin problemas de la Sierra Madre) y cuando se hubiera enfriado el mezcal —caliente sabía a rayos— escribiría que, en 1947, cuando vivía en París, conoció a muchas personas raras. Conoció al conde de la Mine-Crevée, que alojó a Gary Davis, el ciudadano del mundo, cuando el ciudadano del mundo prendió fuego en público a su pasaporte. Conoció al señor Julian Huxley en la UNESCO. Habló de teoría social con el señor Lévi-Strauss pero no fue invitado a cenar: comieron en el Musée de l’Homme. Sartre se negó a conocerlo; creía que todos los estadounidenses, menos los negros, eran agentes secretos. Mosby, por su parte, sospechaba que todos los rusos en el extranjero trabajaban para la KGB. Mosby hablaba bien francés; tenía mucha fluidez en español y era bastante bueno en alemán. Pero los franceses no son capaces de ver la originalidad en los extranjeros. Esa es la maldición de una civilización antigua. Es un planeta más pesado. Sus mejores mentes deben duplicar su potencia para superar el campo gravitatorio de la tradición. Solo unos pocos podrán volar. Volar y alejarse de Descartes. Volar y alejarse de los anacronismos políticos de la izquierda, el centro y la derecha que persisten desde 1789. Mosby consideraba a los franceses sumamente banales. Por su parte, los franceses lo encontraban a él demasiado estricto. Con ropas de buen corte, elegante y seco, y una piel cuidada y occidental, los ojos claros y la nariz firme, una boca hermosa y viriles arrugas. Un type sec.

Ambas partes —es decir, Mosby y los franceses— tenían unas actitudes muy fijadas. Ambas, como reconocía últimamente él, se equivocaban bastante. Era posible que fueran equidistantes de la verdad, pero desde luego se encontraban en sectores distintos del error. Los franceses salían preparados porque sus errores eran colectivos. Los míos, pensaba Mosby, eran por lo menos peculiares. Los franceses estaban furiosos por el hundimiento en 1940 de La France Pourrie, su falta de voluntad militar, la amplia colaboración, las deportaciones en masa a las que no se opusieron (los daneses, e incluso los búlgaros, se resistieron a las deportaciones de los judíos) y, por último, por la humillación de ser liberados por los aliados. Mosby, en la OSS, tenía información que corroboraba esas afirmaciones. También dentro del Departamento de Estado tenía colegas de la universidad: antiguos alumnos y viejos conocidos. Había esperado que después de la guerra lo nombraran para un alto cargo, para el cual, como director del contraespionaje en Latinoamérica, tenía las calificaciones ideales. Pero Dean Acheson en persona lo miraba mal. Y tampoco lo aprobaba Dulles. Mosby, que era un fanático de las ideas, desagradaba a la nobleza institucional. Había dicho que el Foreign Service estaba lleno de desechos de la estructura de poder. A jóvenes caballeros de buenas universidades del este que no lograban triunfar como abogados en Wall Street se les permitía interpretar los supuestos intereses de su clase en la burocracia del Departamento de Estado. En los consulados extranjeros podían ser groseros con los desplazados y dar rienda suelta a su antisemitismo de club de campo que se estaba extinguiendo hasta en los clubes de campo. Además, Mosby había simpatizado con la posición de Burnham sobre el proteccionismo, al declarar, durante la guerra, que los nazis estaban ganando porque habían hecho antes su revolución administrativa. Ninguna combinación de los aliados podía conquistar, con su industrialismo obsoleto, a una nación que había alcanzado una nueva fase de la historia y que lograba el poder de lo inevitable, etcétera. Y entonces Mosby, manteniendo su postura en Washington, en medio de los vendedores de alcohol de élite, afirmó de manera absoluta que por muy horribles que hubieran sido los campos de concentración al menos mostraban la racionalidad de las ideas políticas alemanas. Los norteamericanos no tenían esas ideas. No sabían lo que estaban haciendo. No existía ningún designio. Los británicos no eran mucho mejores. Como declaraba él en su estilo seco, con frases afirmativas y contundentes, el bombardeo de Hamburgo era prueba del vacío idiota y de la falta de plan de los líderes occidentales. Por último, declaró que cuando Acheson se sonaba la nariz había gusanos en su pañuelo.

Entre los franceses derrotados, Mosby admitía que tenía un espíritu amargado. (Sus bromas no eran demasiado malas.) Y por supuesto bebía mucho. Trabajaba en Marx y Tocqueville, y bebía. No iba a detenerse por conflicto mental. El conde de la Mine-Crevée (improvisación del propio Mosby sobre un nombre noble y antiguo) lo mantenía con alcohol PX y le cambiaba el dinero en el mercado negro. Él describía sus inclinaciones y era muy entretenido.

Ahora Mosby quería decir, al estilo de sir Harold Nicolson o Santayana o Bertrand Russell, escritores por cuyas memorias sentía una gran admiración, que el París de 1947, como la mitad del arca de Noé, estaba esperando a que llegara el segundo ejemplar de cada especie. Había uno de todo. Algo por el estilo. Especialmente los norteamericanos. La ciudad era muy amarga, oscura; el Sena tenía el aspecto y el olor de una medicina. En una fiesta norteamericana, un antiguo estudiante de francés de Minnesota, que ahora dirigía una empresa turbia, una agencia que se especializaba en el soborno, las investigaciones secretas y privadas y la búsqueda de chicas para los VIP, dijo algo muy emotivo sobre la Ciudad del Hombre, sobre el significado de Europa para los norteamericanos y el fracaso de los norteamericanos para preservar la escala humana, sin dejar de trabajar con el Hombre como medida. Y todas las demás coletillas que podía sacar de La forja de la mente moderna o las conferencias sobre la historia intelectual de Europa de Randall. «Me sentí tentado —quería decir Mosby (llegó el hielo en una cubitera con pinzas; los nativos ya no llevaban los calzones de color blanco sucio del pasado)—, tentado a… —se frotó la frente, que se proyectaba como la parte trasera de un vagón de observación—… a decirle que antes era pacifista y vegetariano, seguidor de Gandhi en la Universidad de Minnesota, y que ahora conducía un hermoso Bendey para ir al Tour d’Argent a comer pato a la naranja. Tentado de decirle: “Sí, pero venimos aquí al otro lado del Atlántico para regodearnos un poco con el pasado. Para recordar lo que dijo una vez Ezra Pound. Que haríamos otra Venecia, simplemente porque sí, qué demonios, en los pantanos de Jersey en el momento que quisiéramos. Jugando. Para distraernos con la época de colosal maestría que estaba por llegar. Reproducir lo que fuera por diversión. Unos babuinos entrenados para remar nos llevarían en góndolas a debates de astrofísica. Donde ahora la gente quema basura, y engorda cerdos y tira los aparatos viejos, desembarcaremos para oír un concierto”.»

Mosby el pensador, como muchos otros hombres ocupados, nunca tenía tiempo para la música. La poesía no era lo suyo. Los miembros del Congreso, los funcionarios del gabinete, los hombres de organización, los planificadores del Pentágono, los dirigentes de partidos o los presidentes, no tenían esos intereses. No podían ser lo que eran y leer a Eliot, u oír a Vivaldi o Cimarosa. Pero ellos planificaban para que otros pudieran disfrutar de esas cosas y beneficiarse de su poder. Quizá Mosby tenía más cosas en común con los dirigentes políticos y los jefes y presidentes juntos. Al menos, ellos ocupaban sus pensamientos más a menudo que Cimarosa y Eliot. Ahora reflexionaba con odio sobre sus errores, su superficialidad. Los sermoneaba sobre Locke para dejarlos en evidencia. A excepción de la voluntad del pueblo, expresada de forma nada ambigua, no había poder legítimo. El único demócrata absoluto de Estados Unidos (quizá del mundo, entre tantos miles de millones de mentes y almas) era Willis Mosby. A pesar de su estilo de conversación (o, más precisamente, de examen), lacónico, seco e intolerante, su lacia dignidad personal, sus huesos aristocráticos. Los oscuras y largas narices que apuntaban a las aflicciones que requerían la fuerza que podía verse en sus mandíbulas. Y, por último, los claros y doloridos ojos.

Es un animal de lo más peculiar, ingenioso, hambriento, ambicioso y desconsolado el que, al llamarse a sí mismo Hombre, piensa que puede escapar de lo que realmente es. Y no es cuestión de su definición, en el último análisis, sino de su ser. Que diga lo que quiera.

Los reinos son de barro; nuestra tierra es de barro y es la misma.

Alimenta a la bestia igual que al Hombre;

La nobleza de la vida es que se haga así.

«Así» quiere decir con amor. O cualquier otra opción sublime. (De todos modos Mosby se sabía bien a Shakespeare. Había una diferencia entre él y el presidente. Y del vicepresidente decía: «Yo no confiaría en él para que me fabricara una píldora. ¡Y eso que antes era farmacéutico!».)

Con los labios serenos sorbió el mezcal, y el criado con la chillona camisa naranja enriquecida con botones de metal le recordó que el coche llegaba a las cuatro en punto para llevarlo a Mida a visitar las ruinas.

—Yo sí que soy una ruina —bromeó Mosby.

El corpulento indio, sonriendo de medio lado —nada más que eso—, se retiró con una silenciosa inclinación. Puede que yo estuviera buscando algo, pensó Mosby. Quería que él me dijera que yo no era una ruina. Pero ¿cómo podía hacerlo? Para él yo soy una ruina.

Puede también que Mosby no tuviera mucho tacto. Sin embargo, él creía que sí tenía ojo para ciertos tipos de comedia. Y tenía que encontrar un modo de aliviar el rigor de aquel relato de sus batallas mentales. Además, realmente era capaz de recordar que en París en aquella época la gente, unos detrás de otros, se revelaban desde un punto de vista cómico. Por aquel entonces era así como él veía las cosas. Rue Jacob, Rue Bonaparte, Rue du Bac, Rue de Verneuil, Hotel de l’Université: todos llenos de gente graciosa.

Empezó por imaginar un nombre: Lustgarten. Sí, ahí estaba el hombre que buscaba. Himen Lustgarten, un marxista, o antiguo marxista, de Nueva Jersey. De Newark, me parece. Había sido vendedor de zapatos, y pertenecía a unos cuantos grupos heréticos, fanáticos y bolcheviques. Había sido leninista, trotskista, después seguidor de Hugo Oehler, posteriormente de Thomas Stamm, y por último de un italiano llamado Salemme que renunció a la política para hacerse pintor, pintor abstracto. Lustgarten también abandonó la política. Ahora quería tener éxito en los negocios: ser rico. Creía que las noches que había pasado estudiándose Das Kapital y El Estado y la revolución de Lenin le darían los conocimientos necesarios sobre los tratos comerciales. Nos alojábamos en el mismo hotel. Al principio yo no me imaginaba lo que estaban haciendo él y su mujer. Por fin lo entendí. El mercado negro. En aquella época no era algo reprensible. La Europa de la posguerra era así. Refugiados, aventureros, soldados. Incluso el conde de la Mine-Crevée. Europa seguía temblando por los golpes que había recibido. Nuevos gobiernos, inciertos y débiles. No había motivos por los que respetar su autoridad. Los soldados norteamericanos eran los reyes. Tenían fabulosos planes de negocio. Se robaban máquinas, fábricas enteras, y los tesoros se enviaban a casa. Un coronel norteamericano que se dedicaba al negocio de la madera empezó a aserrar la Selva Negra y a enviarla a Wisconsin. Y, por supuesto, los nazis escondían su botín en los campos de concentración. Joyas hundidas en los lagos de Austria. Obras de arte ocultas. Oro extraído de los dientes en los campos de concentración, fundido en lingotes y martilleado en forma de ladrillo en las paredes de las casas. Fortunas increíblemente enormes que hacer, y Lustgarten tenía intención de ser el propietario de una de ellas. Desgraciadamente, era un incompetente.

Se podía ver a primera vista que no era capaz de hacer ningún daño. A pesar de las atrevidas asociaciones revolucionarias, y de la fiereza de su doctrina antes de llevarla a la práctica. De la voluntad teórica de acabar con sus enemigos. Pero Lustgarten ni siquiera era capaz de enfrentarse con la gente prepotente en un pissoir. Era extremadamente dócil, corpulento, de tez morena, amable, con una sonrisa de labios de mora, una boca de aspecto de rana y curvada que producía unas arrugas como agallas entre los oídos y la propia sonrisa. Y quizá, pensó Mosby, me acuerdo de él en México por su aspecto tolteca, mixteca, zapoteca, rechoncho y de pelo negro, con la punta de la nariz hacia abajo y los negros agujeros que se ensanchaban ampliamente cuando su amable sonrisa era bien acogida. Y un poco harto de lo traicionero y espantoso de la vida pero, respetuosamente tenaz, seguro de que iba a obtener su parte. Su estilo era la eficiencia: acción, determinación, pero también una malsana incompetencia que se adivinaba por debajo. Un error desafortunado. Pero él era tenaz.

Su conversación me divertía, en las comidas. Él estaba orgulloso de sus actividades revolucionarias, que habían consistido sobre todo en darle a la manivela de la máquina de las copias. Boletines internos. Miles de páginas de examen recóndito de los mejores aspectos de la doctrina para los miembros del partido. Si la clase obrera norteamericana debía prestar ayuda material al gobierno leal de España, que estaba controlado por los estalinistas y otros enemigos y traidores. Había que luchar contra Franco, pero había que luchar también contra Stalin. Por supuesto, no había ayuda material que dar. Pero si la hubiera habido, ¿se habría dado? Este problema puramente teórico causaba divisiones y expulsiones. Yo siempre me mantuve informado acerca de estas curiosas agonías del secretarianismo; escribió Mosby. El único esfuerzo de los republicanos españoles para comprar armas en Estados Unidos fue frustrado por ese amigo de la libertad, Franklin Delano Roosevelt, quien permitió que cargaran un barco, el Mar Cantábrico, pero envió a la guardia costera a perseguirlo para que volviera a puerto. Fue, creo, ese genio de la diplomacia, el señor Cordell Hull, el responsable directo, pero la decisión, por supuesto, fue aprobada por FDR, al que Huey Long llamaba de broma Franklin de la ¡No! Pero quizá el más refinado de estos debates internos a la izquierda de la izquierda, cuyos documentos de prueba fueron publicados por un tal Jimmy Higgins, y el devoto trabajador del partido señor Lustgarten, tuvo que ver con la guerra en Finlandia. En este caso, el doloroso punto de la doctrina que había que resolver era si un Estado de los trabajadores como la Unión Soviética, aunque fuera un Estado de los trabajadores degenerado, un producto de la reacción termidor que siguió a la gloriosa revolución del proletariado de 1917, podía llevar adelante una guerra imperialista. Porque solo la burguesía podía ser imperialista. Técnicamente, el estalinismo no podía equivaler a imperialismo. Por definición. Pero, entonces, ¿qué tenía que decirle el Partido Revolucionario a los finlandeses? ¿Debían oponer resistencia a Rusia o no? Los rusos eran monstruos pero expropiarían a los terratenientes de la Guardia Blanca de Mannerheim, y avanzarían, aunque esto fuera doloroso, en la dirección histórica correcta. Esto yo lo disfruté mucho, como observador parcial. ¿Quiénes eran, después de todo, los norteamericanos? En el fondo eran unos pragmáticos. Aquello era demasiado rebuscado para Lustgarten. Después de la guerra decidió hacerse un hombre rico (y no fue muy difícil). Agarró sus ahorros y, creo que eso lo dijo su mujer, los de su madre, y se fue al extranjero para hacer fortuna.

En un año lo había perdido todo. Lo engañaron. Fue un socio alemán, sobre todo. Pero también lo pillaron las autoridades belgas haciendo contrabando.

Cuando Mosby lo conoció (aquí Mosby hablaba de sí mismo en tercera persona como había hecho Henry Adams en La educación de Henry Adams), cuando Mosby lo conoció, Lustgarten trabajaba para el ejército estadounidense, empleado por el Registro de Tumbas. Tenía algo que ver con conseguir las cruces. O con la supervisión de la hierba. Ese empleo oficial le proporcionó a Lustgarten bastantes privilegios. Estaba reconstruyendo sus cimientos financieros con la venta ilegal de cigarrillos. También trataba con cupones del gas que el gobierno francés, deseoso de obtener dólares, te daba si cambiabas tu dinero al tipo de cambio legal. Los cupones del gas se vendían en el mercado negro. Los Lustgarten, marido y mujer, persuadieron una vez a Mosby para que lo hiciera. Para ellos, metió los dólares en el banco, no fue con el conde de la Mine-Crevée. La ocasión parecía importante. Mosby supuso que Lustgarten tenía que ir inmediatamente a Múnich. Allí se había dedicado al negocio de los aparatos dentales con un dentista alemán que ahora negaba que hubieran sido socios jamás.

Hubo muchas consultas entre Lustgarten (con su trenca de conspirador internacional, que le sentaba mal; la cabeza, el cuello y los hombros echados hacia atrás en una curva que recordaba a una rana) y su mujer, una joven con blusa de encaje y falda de terciopelo negro, una cinta de terciopelo atada en el redondeado y sano cuello. Lustgarten, en el suelo circular del banco, explicaba mientras se separaban. Y sudaba sangre; era muy razonable con Trudy, le explicaba cada detalle meticulosamente. Acababa con la paciencia del pobre Lustgarten. Sus manos gesticulaban débilmente. Porque ella preguntaba cosas femeninas o planteaba objeciones que a él le provocaban agonías de racionalidad paciente. Lo único que pasaba es que para empezar no había nada racional en ello. Es decir, él no tenía derecho legalmente a asociarse con el alemán. Todos esos acuerdos tenían que contar con una licencia del gobierno militar. Era una asociación del mercado negro y cuando empezó a dar beneficios el alemán echó fuera a Lustgarten. Con lo que se suele llamar impunidad. Porque Alemania en su conjunto había descubierto los límites de todos los sistemas civilizados de castigo en comparación con las posibilidades limitadas del crimen. El banco de París, donde estaban teniendo lugar estas explicaciones entre Lustgarten y Trudy, tenía un interior de una especie de pórfido rojo. Como carne cruda. Un color que la Francia burguesa parecía haber dotado con las ideas de potencia, entereza y grandeza. También en Les Invalides, el sarcófago de Napoleón era de piedra roja pulida, una gran cuna pulida e imponente que contenía el pequeño cadáver verde. (Para lo del color contamos con el testimonio del señor Rideau, el gran historiador bonapartista.) En cuanto a Bonaparte cuando estaba vivo, en opinión de Mosby, que compartía con Auguste Comte, había sido un anacronismo. La Revolución fue históricamente necesaria. Socialmente estaba justificada. Política y económicamente, constituía un paso adelante hacia la democracia industrial. Pero el drama napoleónico en sí pertenecía a una categoría arcaica de ambiciones personales, de ideas feudales de la guerra. Era más viejo que el feudalismo. Más viejo que Roma. El comandante al frente de sus ejércitos: no había nada racional en ello. La sociedad, que cada vez era más racional en su organización, no lo necesitaba. Pero evidentemente la humanidad lo deseaba. La guerra es un placer lujurioso. Una vez que se da la primera premisa del hedonismo hay que aceptar el resto. Los cimientos racionales de la modernidad son astutamente aceptados por el hombre como plataforma de lanzamiento de ideas mucho más irracionales.

Mosby, mientras, escribía estas reflexiones en un color azul verdoso de tinta que podría haber sido extraído del paisaje. Igual que el licor que bebía había sido extraído de las verdes espinas del mezcal, las extremidades agudas y carnosas de color verde oscuro de la planta que cubría aquellos campos.

Los dólares, los francos, las raciones de gas, el banco como una mina de carne de buey en el que invertía W. C. Fields, y el decadente pero persistente y oscuro Lustgarten entrando en su cochecito aparcado en una húmeda calle de París. Por aquel entonces, había pocos coches en París. Había mucho sitio para aparcar. Y las calles eran tan amarillas, grises, arrugadas y tristes… Pero incluso entonces los franceses le decían ferozmente al mundo que ellos tenían el savoir-vivre, el gai savoir. Especialmente a los norteamericanos, a los que perseguía su ética protestante. Dios mío: siéntate, bebe vino, prueba el queso, rompe el pan, oye la música, conoce el amor, deja de correr y aprende la sabiduría antigua de la vida de Europa. En cualquier caso, Lustgarten se abrochó el abrigo, se echó hacia abajo el gran sombrero y se acomodó en el asiento. Las pequeñas manos marrones agarraron el volante del Simca Huit, y dijo adiós sonriendo pero desanimado.

—Bon voyage, Lustgarten.

La nariz zapoteca, los dientes como blancas semillas de granada. Con un suspiro del motor se puso en marcha para la devastada Alemania.

La reconstrucción es una gran cosa. Uno echa abajo una sociedad, disminuye la población, y vuelve a empezar de nuevo. Nuevas fortunas. Es posible que Lustgarten sintiera, como judío, que tenía derecho a enriquecerse en el boom alemán. Que todos los judíos tenían derechos naturales más allá del Rin. Era una tierra enriquecida por las cenizas judías. Y uno nunca podía estar seguro, al sentarse en un sofá, de que no estuviera relleno o tapizado con pelo judío. Tampoco deseaba utilizar el jabón alemán. Según Trudy le contó a Mosby, se lavaba las manos con Lifebuoy del PX.

Trudy, graduada de la escuela de profesores de Montclair, en Nueva Jersey, sabía francés, estudiaba redacción y había esperado trabajar con alguien como Nadia Boulanger, pero se vio obligada a conformarse con menos. Desde el banco, mientras Lustgarten se alejaba en una especie de condenado y potencialmente triste atrevimiento en la calle empapada por la lluvia, Trudy invitó a Mosby a la sala Pleyel, a escuchar a un pianista checo tocar a Schonberg. Aquel hombre, con su calvicie muscular, trabajaba muy duro sobre las teclas. Solo transmitía la dificultad de su empresa: el trabajo de la cultura, los problemas que representaba preservar el arte en la trágica Europa, el ejercicio devoto. Trudy tenía un rostro agradable para ir a conciertos. Su olor era agradable. Brillaba. En la parte izquierda de su rostro un ojo deambulaba. Mosby, el del corazón de piedra, que se reía de la carne y hueso, veía aquellos pequeños detalles humanos con sus cortos inventarios de lo bueno y de lo malo. El pobre checo con su chaqueta de botones perdidos y los músculos de su frente que se alejaban en protesta contra la tabula rasa: el cráneo pelado.

En esas ocasiones, Mosby era capaz de abstraerse. Cerrar el piano. Seguir pensando sobre Comte. ¡Apartaos, viejos sacerdotes y soldados feudales! ¡Marchaos con la teología y la metafísica! Y en la Época Positiva, la mujer iluminada empezaría a desempeñar su papel, vigilante, evitando que los administradores de la nueva sociedad abusaran de su poder. Por encima del trabajo, el bien supremo.

Bordando los árboles, las aves de México, mirando a Mosby, y al colibrí, tan hermoso en su lujuria, vibrando diminuto, y al lagarto que en el suelo bebía calor con su estómago. El bendecir a las pequeñas criaturas se supone que es muy bueno.

Sí, aquel Lustgarten era un hombre divertido. En Alemania lo engañaron, su socio se quedó con él, y él, impaciente porque no progresaba con el Registro de Tumbas, decidió importar un Cadillac. Entre los nuevos millonarios de posguerra de Europa había una gran demanda de Cadillacs. El gobierno francés, que se movía lentamente, aún no había tomado medidas contra esas importaciones para una reventa rápida. En 1947 no había ningún impuesto que evitara ese tipo de transacción. Lustgarten dio instrucciones a su familia en Newark para que le enviaran un Cadillac nuevo. Algo así como cuatro mil dólares fueron sacados de algún sitio por su hermano, su madre y el hermano de su madre, con este fin. El coche fue enviado. El cliente esperaba. Ya se había dado un primer pago. Se esperaba un doble beneficio. Sin embargo, en el día en que se descargó el coche en Le Havre entró en vigor una nueva norma. El Cadillac no pudo venderse. Lustgarten se tuvo que quedar con él. Ni siquiera se podía permitir comprar gasolina. Un día vieron a los Lustgarten salir del hotel, en el coche. La señora Lustgarten se fue a vivir con unos amigos músicos. Mosby le ofreció a Lustgarten el uso de su lavabo para lavarse y afeitarse. El pobre Lustgarten, cansado, derrotado, deprimido y asustado por fin por su propia profundidad, se frotaba los bigotes, por las mañanas, con un ruido modesto de grillo, mientras suspiraba. Todo aquel dinero: los ahorros de su madre, la pensión de su hermano. No era extraño que sus párpados se hubieran vuelto azules. Y su sonrisa era como un saco de perfume de una solterona, como la última fragancia gastada hacía tiempo en un ajuar que no se llegó a utilizar. Pero los largos labios de batracio seguían sonriendo.

Mosby se daba cuenta de que debía sentir compasión por él. Pero al pasar por las noches por delante de aquel coche cerrado con llave y reluciente y ver dentro acurrucado a Lustgarten, dormido, cubierto por dos abrigos, en aquel asiento majestuoso, como Jonás dentro del Leviatán, Mosby no podía decir honestamente que lo que experimentaba fuera simpatía. Más bien se le ocurría que aquel vendedor de zapatos, en una Norteamérica apegada a las doctrinas extranjeras, que no podía renunciar a Europa en el Nuevo Mundo, se encontraba ahora, en París, durmiendo dentro del Cadillac, recubierto por este hermoso Fisher Body de Detroit. En su país era exótico y en Europa era un yanqui. Su tiempo había pasado. Esto lo reconocía él mismo. Pero en general creía que era demasiado temprano para él. Que él era un pionero. Por ejemplo, decía, en una voz que crujía con tímida autoafirmación, que los franceses estaban empezando solo ahora a ser marxistas. Él ya había pasado por allí hacía años. ¿Qué sabía esta gente? Y si no, que le preguntaran a él por los ingenieros Shakhty. O por el centralismo democrático de Lenin. O los juicios de Moscú. O el «fascismo social». Eran unos ignorantes. La revolución había sido totalmente traicionada, y ahora estos europeos descubrían de pronto a Marx y a Lenin. «¡Eureka!», decía en voz alta. Si detrás de todo ello estaba la guerra fría. Porque, si Norteamérica perdía, los intelectuales franceses se estaban preparando para colaborar con Rusia. Y si Norteamérica ganaba todavía seguían libres y serían unos radicales desafiantes bajo la protección de Norteamérica.

—Suena usted como un patriota —dijo Mosby.

—Bueno, de algún modo lo soy —dijo Lustgarten—. Pero estoy empezando a ser objetivo. A veces me digo a mí mismo: «Si estuvieras fuera del mundo, si tú, Lustgarten, no existieras como hombre, ¿cuál sería tu opinión sobre esto o aquello?».

—Una verdad incorpórea.

—Me imagino que eso es lo que es.

 —¿Y qué va a hacer con el Cadillac? —dijo Mosby.

—Lo voy a enviar a España. Lo podemos vender en Barcelona.

 —Pero hay que llevarlo allí.

—Sí, por Andorra. Todo está preparado. Klonsky lo va a conducir.

Klonsky era un belga polaco que vivía en el hotel. Era uno de los socios de Lustgarten, deshonesto de nacimiento, en opinión de Mosby. Pero llamativo, con los ojos arrugados como aceitunas griegas, y nariz y boca de gato. Llevaba siempre unas botas rusas.

Pero tan pronto como Klonsky salió de camino a Andorra, Lustgarten recibió una oferta maravillosa por el coche. Un capitalista de Utrecht lo quería inmediatamente y estaba dispuesto a ocuparse de todos los problemas de impuestos. Tenía todos los contactos necesarios y una cantidad de dinero ilimitada. Lustgarten telegrafió a Klonsky en Andorra que se detuviera. Salió corriendo en el tren de noche, recuperó el Cadillac y empezó el camino de vuelta inmediatamente. No había tiempo que perder. Pero, después de haber estado despierto toda la noche en el rapide, Lustgarten estaba soñoliento y, en la calidez de los Pirineos, se durmió al volante. Tuvo suerte, según dijo después, porque el coche descendió por una ladera y posiblemente no habría dado con la pared de piedra que lo frenó. Solo estaba a un pie o dos de la muerte cuando lo despertó el choque. El coche quedó destrozado. No estaba asegurado.

Todavía seguía sonriendo levemente, Lustgarten, con su cabestrillo y su bastón, se acercó a la mesa que ocupaba Mosby en el café del bulevar Saint-Germain. Se sentó. Se quitó el sombrero de un pelo asombrosamente negro y pidió permiso para colocar el pie herido en una silla.

 —¿Es esta una conversación privada? —preguntó.

Mosby había estado charlando con Alfred Ruskin, un poeta norteamericano. Ruskin, aunque le faltaban algunos de los dientes de delante, hablaba muy claro y rápido. Era un hombre encantador. Un teórico empedernido. Había estado diciendo, por ejemplo, que Francia había matado a sus poetas colaboracionistas. Norteamérica, que no tenía ningún poeta que desperdiciar, metió a Ezra Pound en Saint Elizabeth’s. Después continuó diciendo, apenas reconociendo la presencia de Lustgarten, que Norteamérica no había tenido historia, que no era una sociedad histórica. Las pruebas las sacaba de Hegel. Según Hegel, la historia era la historia de las guerras y las revoluciones. Estados Unidos solo había tenido una revolución y muy pocas guerras. Por tanto, históricamente estaba vacío. Prácticamente era el vacío completo.

Ruskin había hecho uso de los servicios que tenía Mosby en el hotel, porque era demasiado delicado para utilizar su propia letrina en los callejones argelinos de la Rive Gauche. Cuando salía del baño siempre tenía algo que decir.

—He descubierto el principal defecto de Kierkegaard.

 O:

 —Pascal le tenía terror al vacío universal, pero Valéry dice que la diferencia entre el espacio vacío y el espacio en una botella solo es cuantitativa, y no hay nada intrínsecamente aterrador en la cantidad. ¿Cuál es su opinión?

 —No vivimos dentro de botellas —fue la respuesta de Mosby.

Lustgarten dijo, cuando Ruskin se marchó:

—¿Quién es ese tipo? Le ha sacado el café.

—Ruskin —dijo Mosby.

—¿Ese es Ruskin?

—Sí, ¿por qué?

 —Creo que mi mujer salía con Ruskin cuando yo estaba en el hospital.

 —Oh, yo no creería esos rumores —dijo Mosby—. Habrán tomado juntos una taza de café, quizá un aperitivo.

  —Cuando un hombre tiene mala suerte —dijo Lustgarten—, es muy rara la mujer que no le hace la vida imposible además.

 —Lo siento —respondió Mosby.

Y entonces, como recordaba Mosby en Oaxaca, cambiando de sitio para huir del sol —porque ya estaba muy rojo, y su rostro, sus huesos y sus ojos parecían curiosamente sedientos—, Lustgarten dijo:

—Ha sido una experiencia terrible

—Sin ninguna duda, Lustgarten. Debe de haber sido terrorífico.

 —Lo que se estrelló fue mi última apuesta. Tenía que ver con la familia. Mala suerte en el sentido de que yo no morí en el intento. Por lo menos el seguro habría cubierto la pérdida de mi hermano pequeño. Y de mi madre y mi tío.

Mosby no tenía ningún deseo de ver llorar a un hombre. No le interesaba experimentar esos momentos de sufrimiento. Aquellas emociones sin control eran horribles. Aunque quizá la violencia de esta abominación le podría haber enseñado algo sobre su propia constitución moral. Quizá Lustgarten no quería que trabajara su rostro. O quizá trataba de dominar su agitación, al ver en el silencio austero, aunque no poco amable, de Mosby que esto no le iba. Mosby era seguidor de Séneca. Por lo menos admiraba la masculinidad española: el «varonil» de Lorca. El «clavel varonil», tan masculino, la dureza clásica y clara del control honorable.

—Me imagino que vendió el coche como chatarra.

—Klonsky se ocupó de todo. Mire, Mosby. Ya he acabado con eso. He estado leyendo y pensando en el hospital. Yo vine a Europa para hacer fortuna. Como la fiebre del oro. Realmente no sé lo que me entró. Trudy y yo estábamos sin hacer nada durante la guerra. Yo era demasiado viejo para alistarme. Y los dos teníamos ganas de acción. Ella en la música. O en la vida. Algo excitante. Ya sabe, los sueños de pasar un momento mejor en la escuela del profesorado Montclair. Yo quería hacerlo por ella. Mantenerme al ritmo del mundo, o algo así. Pero en realidad, y de eso me di cuenta en el hospital, yo tenía razón al principio. Yo soy un socialista. Un idealista natural. Al leer sobre Atlee me volví a sentir en casa. Quedó claro que sigo siendo un animal político.

       Mosby tenía ganas de decir: «No, Lustgarten. Está usted hecho para mecer a pequeños bebés morenos. Es usted un hombre ideal para llevar a alguien a cuestas como un caballito. Es usted un dulce judío de la vieja escuela, un papá». Pero no dijo nada.

       —Y también leí sobre Tito —prosiguió Lustgarten—. Quizá la alternativa de Tito sea la única auténtica. Quizá todavía existe esperanza para el socialismo en algún lugar entre el Partido Laborista y el tipo de liderazgo yugoslavo. Siento que es mi deber investigar esto —le dijo Lustgarten a Mosby—. Estoy pensando en ir a Belgrado.

       —¿Cómo?

       —En realidad, ahí es donde podría intervenir usted —dijo Lustgarten—. Si fuera usted tan amable… No es usted simplemente un estudioso. Usted escribió un libro sobre Platón, al menos eso me han dicho.

       —Sobre Las Leyes.

       —Y otros libros. Pero además usted conoce el movimiento. A mucha gente. Tiene mas contactos que una centralita.

       Aquel era el lenguaje de los años cuarenta.

       —¿Conoce usted a alguien en el New Leader?

       —No es mi tipo de periódico —respondió Mosby—. En realidad, soy conservador desde el punto de vista político. No soy exactamente lo que usted llamaría un maldito liberal sino más bien un conservador acérrimo. Yo estreché la mano de Franco, ya sabe.

       —¿De verdad?

       —Esta misma mano estrechó la mano del Caudillo. ¿Le gustaría tocarla usted mismo?

       —¿Y por qué querría hacerlo?

       —Adelante —dijo Mosby—. Puede que signifique algo. Estreche la mano que estrechó la mano.

       Entonces, de manera muy extraña, Lustgarten extendió unos dedos gruesos y morenos. Parecía un poco cansado y un poco enfermo. Sonriendo, dijo:

       —Ahora por fin entro en contacto con la política auténtica. Pero le hablaba en serio sobre lo del New Leader. Probablemente conozca usted Bonn. Necesito credenciales para ir a Yugoslavia.

       —¿Ha escrito usted alguna vez para los periódicos?

       —Para el Militant.

       —¿Y qué escribió?

       El culpable Lustgarten no sabía mentir. Era cruel por parte de Mosby divertirse de ese modo.

       —Por alguna parte tengo un libro de recortes —dijo Lustgarten.

       Pero no fue necesario escribirle al New Leader. Dos días después, al encontrarse a Lustgarten en el bulevar, cerca del carnicero, vio que ya se había quitado el cabestrillo y apenas necesitaba el bastón. Le dijo:

       —Me voy a Yugoslavia. Me han invitado.

       —¿Quién?

       —Tito. El gobierno. Le están pidiendo a las personas interesadas que vayan como invitados para visitar el país y ver cómo están construyendo el socialismo. Oh, ya sé —dijo rápidamente, adelantándose a la objeción doctrinal típica—: uno no puede construir el socialismo en un solo país, pero ya no es la misma situación. Y realmente creo que Tito es capaz de redimir el marxismo transformando de hecho la dictadura del proletariado. Esto me transporta a mi primer amor: el movimiento radical. Nunca estuve hecho para ser un empresario.

       —Probablemente no.

       —Siento un poco de esperanza —dijo Lustgarten tímidamente—. Y además, ya llega la primavera.

       Llevaba puesto el pesado sombrero de color de alce, y muchos otros signos de un invierno interminable. Era un candidato para la resurrección. Una oportunidad para que la gracia de la vida se revelara. Pero quizá, pensó Mosby, un hombre como Lustgarten nunca existiría en una forma adecuada, excepto quizá con ayuda sobrenatural.

       —Además —dijo Lustgarten de manera conmovedora—, esto le dará a Trudy tiempo para reflexionar.

       —¿Así están las cosas entre ustedes dos? Lo siento.

       —Ojalá pudiera llevarla conmigo, pero no puedo colarles eso a los yugoslavos. Es una especie de trato VIP. Supongo que lo que desean es convencer a los radicales extranjeros. Habrá seminarios sobre dialéctica y cosas así. A mí me encanta. Pero no es lo que le va a Trudy.

       Con mano firme, Mosby en su patio agarró el hielo con las piezas y se sirvió más mezcal aderezado con gusano de maguey (un gusano de delicado sabor). Aquellas notas sobre Lustgarten le agradaban. Era fundamental, en este punto de sus memorias, que revelara nuevas profundidades. Los capítulos anteriores habían sido pesados. Se dijeron muchas cosas poco convencionales sobre el estado de la teoría política. La debilidad de la doctrina conservadora, la escasez de alternativas conservadoras en Norteamérica, de resistencia al liberalismo predominante. Como persona que había tratado personalmente de crear un entorno más riguroso para los intelectuales descuidados, de obligarlos a hacer sus deberes, de endurecer las categorías de pensamiento político, Mosby era consciente de que tanto a la derecha como a la izquierda los resultados eran infructuosos. Absurdamente, los burros con educación universitaria de Norteamérica habían deseado un movimiento de izquierdas auténtico y basado en el modelo europeo. Seguían soñando con él. Pero no eran menos absurdos los idiotas de derechas. No se puede hacer que crezca una rosa en una mina de carbón. Los propios alumnos de derechas de Mosby lo habían decepcionado. Eran solo un grupo de actores de televisión. Tipos malos para los programas de entrevistas de Susskind. Habían transformado los modos de elegancia ácida del maestro, de estrechez lógica, puntillosa con los hechos, y laceración sin piedad en el debate en una especie de vacío estilo a lo Noel Coward. El original, el auténtico enfoque de Mosby le aportó a Mosby nada más que odio, hizo que lo despidieran. La Universidad de Princeton le ofreció una cantidad de dinero para que se retirara siete años antes. Ciento cuarenta mil dólares. Porque su modo de discurso era tan desagradable para la comunidad académica, a Mosby no lo invitaron a ningún programa de televisión. Él era como la guerrilla Mosby de la guerra civil. Cuando entraba él, morían todos. Con el mayor cuidado, Mosby había estudiado las memorias de Santayana, Malraux, Sartre, lord Russell y otros. Desgraciadamente, ninguna era maravillosa de una forma constante o seria. Esos hombres cuyas vidas se habían dedicado al pensamiento, que habían tratado con grandeza de gobernar el desorden de la vida pública, de ponerla bajo alguna especie de autoridad intelectual, de hacer que las ideas salvaran a la humanidad o de ofrecerle ayuda mental para sa1.varse, de pronto se volvían unos idiotas consumados. Solo querían matar a todo el mundo. Por ejemplo, Sartre les pedía a los rusos que arrojaran bombas A en las bases norteamericanas en el Pacífico porque al parecer ahora Norteamérica era monstruosa. Y exhortaba a los negros a asesinar a los blancos. ¡Un filósofo de la moral! O Russell, el pacifista de la Primera Guerra Mundial, que instaba a Occidente a aniquilar a Rusia después de la Segunda Guerra Mundial. Y, a veces, en sus memorias (quizá estaba ya loco) era extrañamente ilógico. Cuando le dispararon a un zepelín sobre Londres, se vieron caer los cuerpos de los alemanes, y los brutales hombres de la calle aplaudieron con entusiasmo brutal, Russell lloró, y si no hubiera habido una hermosa mujer que lo consolara en la cama aquella noche, aquella brutalidad de la humanidad lo habría destrozado por completo. Lo que se omitía era el hecho de que aquellos mismos alemanes que cayeron del zepelín habían venido a bombardear la ciudad. Iban a hacer explotar a aquellos brutos de la calle, a los amantes. Esto lo comprendía Mosby.

       Era de esperar con todo interés (y aquello era el mezcal que trataba de invadir su lenguaje) que Mosby eludiera el destino común de los intelectuales. La desviación de Lustgarten podría ayudar. Se podía corregir el orgullo con la risa.

       Aún le quedaban veinte minutos antes de que el chófer viniera a llevar al grupo a las ruinas de Mitla. Mosby tenía tiempo para continuar. Para decir que en septiembre el Lustgarten que reapareció tenía aspecto temeroso. Había perdido por lo menos veinticinco kilos. Estaba quemado por el sol, arrugado, con un traje sucio y manchado, y los ojos enrojecidos. Le contó que había tenido diarrea todo el verano.

       —¿Con qué alimentaban a sus VIP extranjeros?

       Y Lustgarten, tímido pero con amargura (el delgado rostro y los ojos inflamados materializándose en una región espiritual muy distinta de ninguna que Mosby hubiera podido asociar anteriormente con Lustgarten), le dijo:

       —Era solo un engaño. Trabajos forzados. Yo no comprendí el trato. Creí que nos invitaban, como le conté. Pero resultó que éramos voluntarios extranjeros para la construcción. Una brigada de trabajo. Y allá arriba en las montañas. Ni siquiera vi la costa dálmata. Apenas un refugio para la noche. Dormíamos en el suelo y comíamos mierda frita con aceite rancio.

       —¿Y por qué no escapó? —preguntó Mosby.

       —¿Cómo? ¿Dónde?

       —De vuelta a Belgrado. Por lo menos a la embajada norteamericana.

       —¿Y cómo podía hacerlo? Yo era un invitado. Vine con los gastos pagados. Eran ellos los que tenían el billete de vuelta.

       —¿Y no tenía dinero?

       —¿Está de broma? Sin un centavo. En Macedonia. Cerca de Skopje. Picado por los bichos, muerto de hambre, y yendo toda la noche a la letrina. Todo el día trabajando en las carreteras, con los ojos llenos de pus, además.

       —¿No había servicio médico de urgencia?

       —Puede que tuvieran el de emergencia, pero nada más. Mosby consideró que era mejor no mencionar a Trudy. Ella se había divorciado de Lustgarten. Él lo sentía mucho, por supuesto.

       Mosby sacudió la cabeza.

       Lustgarten se marchó, con una especie de dignidad de mascarada. Él mismo parecía divertido por sus aventuras con el capitalismo y el socialismo.

       ¿Y aquello era el fin? No, todavía no. Había un colofón: aquello tenía bastante buena forma.

       Lustgarten y Mosby se volvieron a encontrar. Cinco años más tarde. Mosby entra en un ascensor en Nueva York. Rápidamente a la planta cuarenta y siete. Al comedor ejecutivo de la Fundación Rangeley. En el ascensor hay solo otro pasajero. Y resulta ser Lustgarten. Sonriendo. Vuelve a ser el mismo, una vez más.

       —¡Lustgarten!

       —¡Willis Mosby!

       —¿Cómo está usted, Lustgarten?

       —Muy bien. Las cosas son completamente distintas. Soy feliz. Tengo éxito. Me casé. Tengo hijos.

       —¿En Nueva York?

       —No volvería a vivir en Estados Unidos. Es horroroso.

       Inhumano. Estoy solo de visita.

       Sin un parpadeo en su brillantez, sin una arruga en su energía, suave y controlada, y mientras el ascensor que nos contenía solo a los dos seguía subiendo. Era el mismo Lustgarten. Palabras fuertes, insuficiencia vocal, la nariz zapoteca, y bajo todo ello la sonrisa de rana, las amables branquias.

       —¿Y adónde va ahora?

       —Voy a la revista Fortune —dijo Lustgarten—. Quiero venderles una historia.

       Estaba en el ascensor equivocado. Aquel no iba a Fortune. Se lo dije. Es posible que yo tampoco hubiera cambiado. Una voz que durante años había informado a la gente de sus errores dijo:

       —Tendrá usted que volver a bajar. Es el otro grupo de ascensores.

       En la planta cuarenta y siete salimos juntos.

       —¿Dónde vive usted ahora?

       —En Argel —dijo Lustgarten—. Tenemos una lavandería.

       —¿Tenemos?

       —Klonsky y yo. ¿Recuerda usted a Klonsky?

       Habían legitimado su relación. Ahora lavaban chilabas. Él se había casado con la hermana de Klonsky. Yo podía imaginármela perfectamente. La misma cara de Klonsky: una cara de gato, una cabeza ferozmente envuelta en un pelo llamativo, unos ojos picasianos a distintos niveles, y unos dientes afilados. Si los peces que dormían en los acantilados tenían pesadillas, serían de esos dientes. También los niños eran jóvenes Klonsky. Lustgarten llevaba las fotografías en la cartera de cuero de África del Norte. En su sonrisa, Mosby reconoció aquel orgullo de su éxito que era la droga de Lustgarten, su paraíso artificial.

       —Creí —dijo Lustgarten— que a Fortune le gustaría un artículo sobre cómo nos va en África del Norte.

       Volvimos a estrecharnos la mano. La mía era la mano que había estrechado la mano de Franco, la suya la que se había dormido al volante de un Cadillac. El iluminado ascensor se abrió para él. Entró. Se cerró.

       Posteriormente, por supuesto, los argelinos expulsaron a los franceses y a los judíos. Y supongo que Lustgarten-Papá-Judío tuvo que fugarse a otro sitio. Era un papá apasionado. Cómo quería a aquellos niños. Para Platón, tener hijos supone el nivel más bajo de creatividad.

       Y sin embargo, pensó Mosby, bajo la influencia del mezcal, mis padres me engendraron como un comité de dos personas. Lo embargó un sentimiento de lejanía y, aunque se dio cuenta de que el coche de Mitla ya había llegado, y lo esperaba brillante, anotó lo siguiente mientras miraba las montañas al atardecer:

Hasta que tuvo algunos años

la gente se ocupó de él, le enfrió la sopa, le cantó, lo confortó,

le puso los largos calcetines, lo llevó arriba dormido.

Él recuerda a la orilla del lago verde

el solemne ombligo de su padre,

unos pezones como ojos de perro en medio del pelo,

el muslo de la madre con una glicina de venas azules.

Cuando se retiraron a morir,

él se ocupó de sus propios asuntos,

no demasiado modesto, no demasiado bien.

Pero aquí se encuentra, fumando en México,

estudiando las marrones montañas

cuyos gruesos senos se enrollan

encima de los cráneos de familias enteras.

      Lo acompañaban dos mujeres rurales galesas. Una de ellas era muy anciana, desgarbada. La Wellington de las damas viajeras. O como C. Aubrey Smith, el actor que solía ir al mando de regimientos en las películas sobre la India. Una gran nariz, una mandíbula desencajada, el labio doblado y un bigote considerable. La otra era más joven. Tenía una pequeña papada, pero sus mejillas eran redondeadas y los oscuros ojos, inteligentes. Una pareja muy satisfactoria. La palabra era: decente. Rasgos ingleses. Como muchos norteamericanos, Mosby deseaba tener esos rasgos él mismo. Sí, le gustaban las damas galesas. Aunque el guía no era adecuado. Se esforzaba demasiado. Sus gruesas mejillas tenían el color rojo de la cerámica, y conducía demasiado rápido.

La primera parada fue en Tule. Se apearon para inspeccionar el célebre árbol de la iglesia de Tule. Este monumento de la vegetación, intrincada y densamente enrevesado, un ciprés verde, de más de dos mil años de edad, con las raíces metidas en el fondo de un antiguo lago, más antiguo que la religión de aquel pequeño trozo blanco y brillante, aquella encantadora iglesia campesina. En el cómodo suelo dormía un perro. Sin ningún respeto, pero inconsciente. La anciana, silenciosamente intrépida, se colocó un pañuelo en la cabeza y entró en la iglesia. La rígida genuflexión valía realmente la pena. Debía de ser cristiana. Mosby miró a las profundidades del árbol. ¡Aquello era un mundo por sí mismo! Podía contener comunidades enteras. Literalmente. Si recordaba bien lo que había leído de Gerald Heard, se supone que había un árbol primigenio ocupado por los primeros ancestros, toda la horda humana alojada en unos organismos tan atractivos, moteados, cómodos y totalmente hermosos. Los hechos no parecían venir a apoyar este dorado mito de un paraíso que nos incluyera a todos. Probablemente el hombre primitivo correteaba por el suelo, horriblemente violento y matando a todo lo que se le ponía por delante. Sin embargo, este sueño de gentileza, esta aspiración a la paz arbórea, no era un pequeño logro para los descendientes de tantos asesinos. Para su religión, este árbol iría muy bien, pensó Mosby. Él no necesitaba ninguna iglesia.

Le dio pena irse. Él podría haber vivido allí arriba. Por supuesto, en la cima. Si no, los excrementos caerían sobre su cabeza. Pero las damas galesas ya estaban en el coche, y el autoritario guía empezó a hacer sonar el claxon. Hacía calor para esperar.

La carretera hacia Mida estaba vacía. El calor hacía que el paisaje se difuminara de manera hermosa. El conductor sabía de geología, de arqueología. Era bastante feo, a pesar de la información. La Planicie de Agua, las Cavernas, el Periodo Triásico. ¡No me informe más! No caben en mi alma más detalles. ¡No soy capaz de usar lo que ya tengo! Y entonces apareció Mitla. La carretera continuaba para Tehuantepec hacia la derecha. Hacia la izquierda llegarían a la Ciudad de las Almas. La vieja señora Parsons (Elsie Clews Parsons, como le dijo a Mosby su sistema de almacenamiento mental) había estudiado allí etnografía, había estudiado a los indios en aquellas calles de adobe ardiente y basuras de frutas. En la sombra había un olor penetrante a orines. Un cerdo luchando por desembarazarse de la cuerda que lo ataba. Era una cerda. Por detrás, Mosby, que era muy observador, ya había descubierto la rosada abertura femenina. La sucia tierra que alimentaba igual a las bestias que a los hombres.

       Pero allí había unos templos fascinantes, casi intactos. Aquel lugar no lo habían destruido los sacerdotes españoles. Todos los demás los habían arrasado, construyendo iglesias en los mismos lugares, utilizando incluso las mismas piedras.

       Había un mercado para turistas. Rústicos vestidos de algodón, bordados indios, colgados debajo de toldos blancos como la harina, porque el polvo se posaba encima de la cerámica de la región, saxofones negros, bandejas negras de arcilla glaseada.

       Siguiendo a las viajeras británicas y al guía, Mosby volvía a tener una de sus complejas fantasías. Se le ocurrió que estaba muerto. Había muerto. Sin embargo, seguía vivo. Su destino era vivir hasta el final como Mosby. En su fantasía, esto lo consideró como su purgatorio. Y ¿cuándo se había producido la muerte? En un choque, hacía años. Por aquel entonces le pareció que casi no había sucedido. Los coches quedaron destrozados. Mosby resultó muerto. Pero otro Mosby consiguió salir del coche. Un soldado le preguntó: «¿Está usted bien?». Sí, estaba bien. Se fue caminando de aquel sitio. Pero todavía le quedaba mucho por hacer, paso a paso, momento a momento. Y ahora oyó cómo parloteaba un loro. Y unos niños mendigaban y unas mujeres le hablaban, y a él se le estaban cubriendo los zapatos de polvo. Había estado trabajando en sus memorias y había estado escribiendo unos recuerdos divertidos de un hombre gracioso: Lustgarten. A la manera de sir Harold Nicolson. Mucho menos pulido, admitámoslo, pero de acuerdo con determinado protocolo, el lenguaje de la diplomacia, de la ironía mandarina. Sin embargo, había omitido algunos hechos. Por ejemplo, era Mosby el que había arreglado que vieran a Trudy con Alfred Ruskin. Porque, cuando Lustgarten estaba cruzando el Rin, era Mosby el que yacía en la cama con Trudy. A diferencia de la hermosa amiga de lord Russell, ella no estaba confortando a Mosby por los desastres a que tenía que enfrentarse (con su compromiso intelectual). Sin embargo, no era Mosby el que le había aconsejado que abandonara a Lustgarten. No tenía intención de entrometerse. Pero, sin darse cuenta, le transmitió a Trudy su visión de Lustgarten como hombre gracioso. Y ella no podía ser la esposa de un hombre tan gracioso. Pero sí que lo era en efecto, ¡era un hombre gracioso! Era, como Napoleón a los ojos de Comte, un anacronismo. Era torpe y sin embargo deseaba ser un coloso, una especie de Napoleón, hacer millones, conquistar Europa, aprovechar la caída de Hitler para hacer una fortuna colosal. Estaba mal imaginado, no era original, eran viejas ideas, y muy ineficaces. Lustgarten no tenía que haber sucedido. Por eso era gracioso. También Trudy era graciosa, sin embargo. Qué barriga tan amplia tenía. Como a veces las personas nacen de una impregnación gemela, el organismo que lleva al hermano o hermana que no se ha desarrollado en forma de vestigio (a veces no es mas que un órgano extra, un ojo rudimentario enterrado en la pierna, o un hígado o los principios de una oreja en algún lugar de la espalda), a menudo Mosby pensaba que Trudy tenía una hermana pequeña dentro de ella. Y para él era una payasa. Esto no significaba que la despreciara. Al contrario, le gustaba. El ojo parecía vagar en un hemisferio. Tampoco sabía cómo usar el perfume. Sus inanes composiciones eran tontas.

En aquella época, Mosby se había dedicado a reírse de la gente.

 —¿Por qué?

 —Porque lo necesitaba.

 —¿Por qué?

 —¡Porque sí!

El guía explicaba que los edificios se levantaban sin argamasa. Los cálculos matemáticos de aquellos sacerdotes habían sido perfectos. La precisión de la piedra era absoluta. Después de siglos no se encontraba ni un hueco, no se podía insertar ni siquiera la hoja de una navaja en ningún sitio. Aquellas masas geométricas estaban equilibradas por su propio peso. Aquí es donde vivían los sacerdotes. Los muros habían sido pintados. El tinte lo habían sacado de la cochinita o piojo del cactus. Aquí estaban los altares. Los espectadores se colocaban donde están ustedes ahora. Los sacerdotes utilizaban cuchillos de obsidiana. Los hermosos jóvenes tocaban las flautas. Entonces se rompían las flautas. El cuchillo ensangrentado se limpiaba en la cabeza del verdugo. Debía de tener el cabello lleno de enredos. Y aquí están las tumbas de los nobles. Hay unas escaleras que conducen abajo. Los zapotecas practicaron más tarde este tipo de sacrificio, bajo la influencia azteca.

       Qué agradable era aquella vieja galesa. Era hermosa. No necesitaba ayuda para entrar y salir de aquellos pozos.

Por supuesto, uno no puede hacer de sí mismo una persona agradable y deseable. No puede meterse en ello sin tener en cuenta las cosas que tiene que hacer. Cosas interactivas. Comprensiones imperativas, obligaciones monstruosas del deber que te deforman. Con esas necesidades los hombres se vuelven feos. Este era director de espionaje. Aquel era un asesino. Para aligerar la densa textura de sus memorias, Mosby había imaginado a un Lustgarten cuyo destino era esta comedia. Un Lustgarten que no tenía que haber sucedido. Pero él mismo, Mosby, que también era una creación, un producto terminado, allí de pie, bajo el sol, encima de aquellos grandes bloques de piedra, en las escaleras que bajaban al pozo, él estaba completo. Se había completado a sí mismo de esta forma pensativa, nada risueña, de piedra y hierro, sin sentido.

Después de haber dispuesto de todas las cosas humanas, debería haberse encontrado con Dios.

¿Ocurriría esto?

Pero, después de haber dispuesto de todo, ¿qué Dios había que encontrar?

Ahora los llevaban abajo, dentro de la tumba. Había una pesada puerta de hierro. Las piedras eran enormes. La cámara estaba cerrada. Se sintió oprimido. Tuvo miedo. Había mucha humedad. En los muros elaboradamente grabados en zigzag había unos tenues esbozos de luz fluorescente. Unas cajas planas de limo molido trataban de absorber la humedad. Su corazón se sintió paralizado. Sus pulmones no funcionaban. ¡Dios! ¡No puedo respirar! ¡Que me encierren aquí! ¡Morir aquí! ¡Si sucediera! No como si hubiera sucedido un accidente, que terminaba, pero no del todo, con la existencia. Muerto-muerto. Se inclinó y buscó la luz del día. Sí, seguía allí. Allí estaba la luz. Todavía estaba allí la gracia de la vida. O, si no era la gracia, al menos era aire. Continúa mientras puedas.

—Tengo que salir —le dijo al guía—. Señoras, no puedo respirar.

LA NIEVE DE CHELM, cuento infantil de Isaac Bashevis Singer

Chelm era una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos. Una noche alguien espió a la luna, que se reflejaba en un barril de agua. La gente de Chelm imaginó que había caído allí. Sellaron el barril para que la luna no se escapara. Cuando a la mañana destaparon el barril y comprobaron que la luna ya no estaba allí, los aldeanos concluyeron que había sido robada. Llamaron a la policía, y, cuando el ladrón no pudo ser hallado, los tontos de Chelm lloraron y gimieron.

De todos los tontos de Chelm, los más famosos eran los siete ancianos. Como eran los tontos más rematados y más viejos, gobernaban en Chelm. De tanto pensar, tenían las barbas blancas y las frentes muy anchas.

Una vez, durante toda una noche de Hannukkah, la nieve no cesó de caer. Cubrió todo Chelm como un manto de plata. La luna brilló, las estrellas titilaron, y la nieve relució como perlas y diamantes.

Esa noche los siete ancianos estaban sentados y reflexionando, mientras arrugaban sus frentes. La aldea necesitaba dinero, y no sabían cómo obtenerlo. De repente, el más anciano de ellos, Groham el Gran Tonto, exclamó:

–¡La nieve es plata!

–¡Veo perlas en la nieve! –gritó otro.

–¡Y yo veo diamantes! –agregó un tercero.

Para los ancianos de Chelm estaba claro que había caído un tesoro del cielo.

Pero pronto comenzaron a preocuparse. A la gente de Chelm le gustaba caminar, y ciertamente terminarían por pisotear el tesoro. ¿Qué se podía hacer? El tonto Tudras tuvo una idea.

–Enviemos un mensajero que golpee en todas las ventanas y comunique a todos que deben permanecer en sus casas hasta que se hayan recogido la plata, las perlas y los diamantes.

Durante un rato los ancianos quedaron satisfechos. Se restregaron las manos y aprobaron la astuta idea. Pero entonces Lekisch el memo hizo notar con aflicción:

–El mensajero mismo pisoteará el tesoro.

Los ancianos comprendieron que Lekisch tenía razón, y otra vez arrugaron las frentes en un esfuerzo por solucionar el problema.

–¡Ya lo tengo! –exclamó Shmerel el Buey.

–Dinos, dinos –rogaron los ancianos.

–El mensajero no debe ir a pie. Debe ser transportado sobre una mesa, para que sus pies no toquen la preciosa nieve.

Todos quedaron encantados con la solución de Shmerel el Buey, y los ancianos, batiendo palmas, admiraron su sabiduría.

Isaac Bashevis SInger
Isaac Bashevis Singer

Los ancianos enviaron inmediatamente a alguien a la cocina a buscar a Gimpel, el chico de los recados, y lo pusieron sobre una mesa. Y ahora ¿quién habría de transportar la mesa? Fue una suerte que en la cocina estuvieran Treitle el cocinero, Berel el pelador de patatas, Yukel el mezclador de ensaladas, y Yontel, que cuidaba a la cabra de la comunidad. Se les ordenó a los cuatro que llevaran la mesa en la que Gimpel se había puesto de pie. Cada uno sostuvo una pata. Arriba estaba Gimpel con un martillo de madera, para golpear en las ventanas de los aldeanos. Entonces salieron.

En cada ventana Gimpel golpeaba y decía:

–Nadie debe salir de casa esta noche. Ha caído un tesoro del cielo y está prohibido pisarlo.

La gente de Chelm obedeció a los ancianos y permaneció en sus casas durante toda la noche. Entretanto los propios ancianos se sentaron, tratando de imaginar cómo harían mejor uso del tesoro, una vez que lo recogieran.

El tonto Tudras propuso que lo vendieran y compraran una gansa que pusiera huevos de oro. Así la comunidad tendría unos ingresos fijos. Lekisch el memo tuvo otra idea. ¿Por qué no comprar anteojos que hicieran parecer más grandes todas las cosas a los habitantes de Chelm? Las casas, las calles y las tiendas parecerían más grandes, y desde luego, si Chelm parecía más grande, pues entonces sería más grande. Ya no sería una aldea, sino una gran ciudad.

Surgieron otras ideas igualmente ingeniosas. Pero mientras los ancianos sopesaban sus diversos planes, llegó la mañana y brilló el sol. Miraron por la ventana y, caramba, vieron que la nieve había sido pisoteada. Las pesadas botas de los porteadores de la mesa habían destruido el tesoro.

Los ancianos de Chelm se acariciaron sus blancas barbas y admitieron que habían cometido un error. ¿Quizás, razonaron, otras cuatro personas debían haber llevado a los cuatro hombres que llevaron la mesa en la que estaba Gimpel, el chico de los recados?

Tras largas deliberaciones los ancianos decidieron que, si durante el próximo Hannukkah llegaba a caer otro tesoro del cielo, eso era exactamente lo que habrían de hacer.

Aunque los aldeanos se quedaron sin tesoro, estaban llenos de esperanzas para el año siguiente y elogiaron a los ancianos, con quienes sabían que se podía contar para encontrar una solución, por muy difícil que fuera el problema.

Cuento yiddish de Isaac Peretz: El sastre

Víspera de Iom kipur en la sinagoga de Berdichev, al anochecer.

Los ancianos concluyeron de enunciar su plegaria y regresaron a sus sitios. El rabino Leivi Itsjoc estaba de pie ante el atril. Tenía que entonar el Kol Nidre.

Todas las miradas estaban fijas en su espalda. Reinaba un silencio profundo en toda la sala; como la calma que precede a la tempestad. El público estaba pendiente de la voz del rabino. Probablemente comenzaría, como solía hacerlo, con un exordio. Haría una discusión previa con Dios; mano a mano.

El rabino callaba. Envuelto en el camisón y el talit, seguía en pie delante del pupitre, y guardaba silencio.

¿Qué significaba aquello?

¿Estarían cerrados todavía los portones de entrada de las plegarias? ¿A esa hora? ¿No podía llamar el rabino? Don Leivi Itsjoc permanecía inmóvil, con la cabeza inclinada hacia un costado, como si escuchara. ¿Estaría tratando de oír el ruido de los cerrojos?

De pronto se dio vuelta y llamó:

–¡Shames!

El sacristán de la sinagoga acudió corriendo.

–¿Llegó Berel, el sastre? –le preguntó el rabino.

El público quedó estupefacto.

–No sé… –tartamudeó Shames.

Comenzó a buscarlo con la mirada entre la concurrencia. El rabino hizo lo mismo.

–¡No! –dijo finalmente–. Se quedó en su casa.

–Vete a buscarlo. Dile que lo llamo yo, el rabino.

El sacristán salió. Berel vivía cerca, en la misma callejuela de la sinagoga. Al poco rato llegó, sin camisón ni talit, vestido con su capote de todos los días, la cara estirada, los ojos entre enojados y asustados. El sastre se aproximó al rabino.

–Usted me llamó, rabino; vine a verlo a usted–dijo, subrayando las últimas palabras.

Don Leivi Itsjoc sonrió.

–Dime, Berele, ¿a qué se debe que se hable tanto de ti allá arriba? Por todo el dominio celeste resuena constantemente tu nombre. ¿Qué has hecho?

–¡Ajá!–exclamó el sastre con acento triunfal.

–¿Tienes alguna queja?

–¡Es claro que sí! –repuso Berel.

–¿Contra quién?

–¡Contra Dios!

El público se movió agitado pronto a lanzarse contra el sastre para destrozarlo. Don Leivi Itsjoc dejó ver una sonrisa más amplia.

–¿Por qué no me cuentas, Berel, lo que sucede?

–¡Cómo no, rabino! Se lo voy a contar. Le voy a presentar mi caso. ¿Puedo hablar?

–Habla.

–Me pasé todo el verano sin trabajar, sin recibir ni un solo encargo, de nadie, ni de los judíos de la ciudad, ni de los campesinos. Era desesperante…

–Bah… – dijo, incrédulo, el rabino–. Los hijos de Israel son campesinos. Te hubiera confiado…

–No, eso no, rabino. Yo no pido ni recibo favores de ningún hombre. Tengo tanto derecho al favor de Dios como cualquiera. Lo único que hice fue enviar a mi hija a otra ciudad, a servir. Yo me quedé en casa, esperando la decisión de Dios.

«Poco antes de la Fiesta de las Cabañas, se abrió de pronto la puerta. ¡Por fin! Un cliente. En efecto; era un enviado del terrateniente que me mandaba llamar para revestir una pelliza».

«¡Muy bien! Dios provee de alimento a sus criaturas. Me trasladé al palacio, donde me llevaron a una salita y me dieron el género y las pieles».

«¡Hubiera visto qué pieles, rabino, qué pieles, rabino, qué zorros! ¡De Zorrolandia!

Era la hora del Kol Nidre, y el rabino lo apremió.

–Bueno, cosiste la pelliza; cumpliste honestamente tu encargo. ¿Luego, qué pasó?

–Casi nada es lo que pasó: sobraron tres pieles.

–¿Te las llevaste?

–No tan fácilmente, rabino. En el portón del palacio hay un guardián receloso que revisa a todos los que salen. Hay que sacarse hasta las botas. Y si a uno le encuentran algo… El terrateniente tiene perros, y tiene látigos…

–Pues bien, ¿qué hiciste?

–Yo no soy un cualquiera. ¡Soy Berel, el sastre! Me fui a la cocina, rabino, y pedí que me dieran un pan, para llevármelo.

–¿Pan de goi, Berel?

–¡No era para comerlo, rabino, Dios me libre! Me dieron un pan enorme. Volví al cuarto de costura, abrí el pan, le saqué la miga, la amasé con las manos, hasta que se empapó de sudor, y tiré la masa al perro que estaba en el cuarto. A los perros les gusta el sudor de los hombres. Luego metí las tres pieles dentro del pan ahuecado, y salí.

«Al llegar al portón me detuvo el guardián.»

–¿Qué llevas ahí, judío, bajo el brazo?»

–Un pan –dije, y se lo mostré

«Me dejó pasar, y en cuanto me alejé un poco, apreté el paso, tomando, no por el camino, sino a campo traviesa, por los matorrales. Caminaba alegremente, casi bailando. ¡Qué pieles! Me alcanzaría para una cidra, una rama de palmera…».

«De pronto Sentí que me temblaba la tierra bajo los pies. Inmediatamente reconocí el temblor. Detrás de mi venía corriendo un caballo. ¡Me perseguían! Se me cortó la leche que había mamado después de nacer. Habrán contado las pieles, pensé. Como primera medida, arrojé el pan entre las malezas, y dejé una señal para reconocer el sitio. Luego me detuve, aguardando a que llegara el jinete. Al rato:

«–¡Berco! –gritaron–. ¡Eh, Berco!

«Era el cosaco del terrateniente. Le conocía la voz. Por dentro temblaba, rabino, se lo aseguro. El alma se me había ido a los tobillos. Pero Berel no se acobarda así nomás. Me di vuelta, poniendo cara de inocente».

«Fue un susto sin motivo. Me había olvidado de coserle el colgador a la pelliza. El cosaco me hizo subir al caballo y me llevó de vuelta al palacio. Dando gracias a Dios por mi salvación, cosí el colgador, y partí de nuevo. Llegué al lugar donde había dejado la señal: ¡Ni huellas del pan!».

«No era época de cosecha. Por aquel campo no pasaba nunca un alma. Ningún pájaro del mundo podría levantar ese peso. Ccomprendí enseguida quién había sido…

–¿Quién? –preguntó don Leivi Itsjoc

–¡Él! –replicó el sastre, señalando con el dedo hacia arriba–. ¡Dios! Fue cosa de él, rabino. ¿Y sabe por qué? El gran señor no quiere que yo, su siervo, Berel el sastre, hurte los sobrantes…

–Es claro –repuso don Leivi Itsjoc amablemente–, dice la ley…

–¡La ley, la ley! Bien sabe Dios que la costumbre cambia las leyes. Y yo no inventé eso de los sobrantes. ¡Es una costumbre que viene de muy antiguo! Además –prosiguió argumentando el sastre–, si Dios es un señor tan grande y tan altivo, y no quiere que Berel el sastre, el más humilde de sus siervos, hurte sobrantes, ¡que le dé trabajo, como hacen todos los señores! ¡Pero él no quiere darme ni una cosa ni la otra! Por lo tanto, no quiero rendirle culto. He hecho un voto: ¡No le sirvo más!

Los asistentes a la sinagoga dejaron oír un sordo bramido. Varios brazos se alzaron en dirección al sastre. El rabino los detuvo.

–¡Silencio!

El público se aquietó.

–¿Y luego, Berel? –preguntó el rabino suavemente.

–¡Nada! –replicó Berel–. Volví a casa y no me lavé; comí sin lavarme. Mi mujer quiso abrirme la boca, ¡le descargué un sopapo! Me acosté sin pronunciar las oraciones. Los labios quisieron moverse para decirlas, pero los apreté con los dientes. A la mañana siguiente no dije las bendiciones, ni recé, ni me puse el taled ni las filacterias. Grité a mi mujer: «¡Dame de comer!». Salió corriendo de casa y se fue a la aldea, a la casa de su padre, el arrendatario de la posada. Me quedé sin esposa. ¡Mejor! Ella es una mujer débil. Es preferible que no intervenga en esto. Yo seguí con lo mío. No instalé la cabaña. No traje la cidra. Nada de ramas de palmera. Los días de fiesta no dije la bendición del vino. En Simjat Torá hice lo que Mardoqueo después del decreto, me puse una bolsa en la cabeza.

«En la época de las slijes me sentí un poco triste, abatido. El shames llamó a la puerta y a mí me llamaba el corazón. Pero yo soy Berel el sastre. Soy un hombre de palabra. Me tapé la cabeza. ¡Aguanté! ¡No fui! Llegó la fiesta de Año Nuevo, ¡yo no me moví! Cuando soplaron el cuerno, me tapé los oídos con algodón. Sufro. Siento repugnancia de mí mismo. Ando sucio. Tengo un espejito en la pared: le di la vuelta. No quiero verme la cara. Todo el mundo fue a la procesión».

El sastre se interrumpió, hizo una pausa y volvió a decir impetuosamente:

–¡Pero yo tengo razón, rabino! ¡Y no voy a ceder sin alguna compensación!

Don Leivi Itsjoc quedó un instante pensativo.

–¿Y qué es lo que quieres, Berel? –pregunto luego–: ¿Sustento?

Berel se ofendió.

–¡Sustento de mezquindad! ¡Sustento me hubiera dado antes! Por otra parte, todo el mundo tiene derecho al sustento. El pájaro del aire, el gusano de la tierra… El sustento es lo corriente. ¡Ahora quiero algo más!

–Di, Berele, ¿qué quieres?

Berel hizo una pausa.

–En Iom Kipur –dijo luego– quedan perdonados los pecados cometidos por el hombre contra Dios, ¿verdad, rabino?

–Verdad.

–¿Y los pecados cometidos por el hombre contra el hombre?

–No.

Berel se irguió como un poste, y dijo con voz alta y firme:

–Pues bien; yo, Berel el sastre, no me rendiré, no volveré al servicio del señor hasta que Dios no perdone este año, por mí, esos pecados también. ¿Tengo razón, rabino?

–Tienes razón –respondió don Leivi Itsjoc–, y no cedas. Tendrán que aceptar tus condiciones.

El rabino se volvió hacia el pupitre, miró hacia arriba, inclinó la cabeza un costado, escuchó un instante, y luego informó:

–¡Lo conseguiste, Berel! Vete a buscar el camisón y el talit.

Isaac Peretz

La conversión de los judíos (relato de Philip Roth)

—Te las pintas solo para ser el primero en abrir esa bocaza —dijo Itzie—. ¿Por qué te pasas el tiempo abriendo esa bocaza?

—No fui yo quien sacó el tema —dijo Ozzie—. De veras que no.

—¿Y a ti qué te viene ni te va Jesucristo, ya que estamos?

—Yo no saqué el tema de Jesucristo. Fue él. Ni siquiera sé de qué estaba hablando. Jesús es una figura histórica, decía una y otra vez. Jesús es una figura histórica.

Ozzie imitaba la monumental voz del rabino Binder.

—Jesús fue una persona de carne y hueso, que vivió igual que nosotros vivimos ahora —prosiguió Ozzie—. Eso fue lo que dijo Binder…

—¿Ah, sí? ¿Y qué? ¿Qué más te da a ti que existiera o dejara de existir? ¡Ahí tienes lo que consigues abriendo esa bocaza!

Itzie Lieberman era partidario de mantener la boca cerrada, sobre todo cuando se trataba de contestar a las preguntas de Ozzie Freedman. La señora Freedman ya había tenido que ir dos veces a ver al rabino Binder, por las preguntas de Ozzie, y ese miércoles a las cuatro y media de la tarde sería la tercera vez. Itzie prefería que su madre no tuviese motivo para salir de la cocina: lo suyo eran las sutilezas de tapadillo, como gestos, expresiones de la cara, gruñidos y otros ruidos de corral, menos delicados.

—Era una persona de carne y hueso, Jesús, pero ni por el forro era Dios, y nosotros no creemos que lo fuera.

Lentamente, Ozzie le iba explicando a Itzie que la tarde anterior había faltado a la Escuela Hebrea, la postura del rabino Binder.

—Los católicos —dijo Itzie, poniendo toda su buena voluntad— creen en Jesucristo, creen que es Dios.

Itzie Lieberman utilizaba «católicos» en toda la extensión de la palabra, incluyendo a los protestantes.

Ozzie acogió la observación de Itzie con un levísimo meneo de la cabeza, como si hubiera sido una nota a pie de página; y prosiguió:

—Su madre fue María, y su padre seguramente se llamaba José. Pero el Nuevo Testamento dice que su verdadero padre fue Dios.

—¿Su verdadero padre?

—Sí —dijo Ozzie—, ahí está lo gordo: se supone que su padre es Dios.

—Qué chorrada.

—Eso es lo que dice el rabino Binder, que es imposible…

—Pues claro que es imposible. Todo eso es una pura chorrada. Para tener un hijo hay que echar un polvo —teologizó Itzie—. María tuvo que echar un polvo.

—Eso es lo que dice Binder: «El único modo de que una mujer conciba un hijo es teniendo contacto carnal con un hombre».

—¿Dijo eso, Ozz?

Por el momento, dio la impresión de que Itzie había dejado de lado la cuestión teológica.

—¿Dijo eso, contacto carnal?

Una sonrisa despreciativa se formó en la mitad inferior del rostro de Itzie, como una especie de bigote encarnado.

—Y vosotros ¿qué hicisteis, Ozz, os echasteis a reír, o algo así?

—Yo levanté la mano.

—¿Ah, sí? ¿Para decir qué?

—Entonces fue cuando hice la pregunta.

A Itzie se le iluminó la cara.

—¿Sobre qué le preguntaste, sobre el contacto carnal?

—No, le pregunté sobre Dios, que cómo era que podía crear el mundo en seis días, y a todos los animales y los peces y la luz en seis días… Sobre todo, la luz, eso es lo que siempre me impresiona más, que fuera capaz de hacer la luz. Hacer a los peces y a los animales, pase…

—No sólo pasa, está muy bien.

La valoración de Itzie era sincera y carecía de imaginación: como si Dios hubiera echado la bola fuera del campo al primer intento.

—Pero lo de hacer la luz… Bueno, cuando lo piensas, es muchísimo —dijo Ozzie—. Total, que le pregunté a Binder cómo era que si de verdad pudo hacer todo eso en seis días, y si pudo sacarse de la manga esos seis días, así, por las buenas, ¿por qué luego no podía hacer que una mujer tuviese un hijo sin contacto carnal?

—¿Le dijiste “contacto carnal” a Binder, Ozz?

—Sí.

—¿Allí mismo, en clase?

—Sí.

Itzie se dio una palmada en la sien.

—Quiero decir, bromas aparte —dijo Ozzie—, eso no sería nada. Después de lo otro, eso no sería nada.

Itzie reflexionó un momento.

—¿Qué dijo Binder?

—Se puso de nuevo a explicarnos que Jesús era una figura histórica y que vivió igual que tú y que yo, pero que no era Dios. O sea que yo le dije que sí, que eso estaba claro. Lo que yo quería saber era otra cosa.

Lo que Ozzie quería saber siempre era otra cosa. La primera vez quiso saber cómo era que el rabino Binder llamaba «Pueblo Elegido» a los judíos, siendo así que la Declaración de la Independencia proclamaba que todos los hombres fueron creados iguales. El rabino Binder trató de hacerle ver la diferencia entre la igualdad política y la legitimidad espiritual, pero lo que Ozzie quería saber, poniendo en ello toda su vehemencia, era otra cosa. Ésa fue la primera vez que su madre tuvo que ir.

Luego ocurrió el accidente de aviación. Cincuenta y ocho personas perecieron en un accidente de aviación, en La Guardia. Repasando la lista de fallecidos que venía en el periódico, su madre había descubierto entre ellos ocho nombres judíos (a su abuela le salían nueve, pero era porque contaba Miller como judío): por esas ocho personas fue por lo que dijo que el accidente había sido «una tragedia». Durante el coloquio del miércoles siguiente, Ozzie llamó la atención del rabino Binder sobre el hecho de que «algunos de sus parientes» siempre estuvieran fijándose en los nombres judíos. El rabino Binder estaba ya explicando la unidad cultural y otros detalles cuando Ozzie se levantó de su asiento y dijo que lo que él quería saber era otra cosa. El rabino Binder le ordenó que se sentara y fue entonces cuando Ozzie gritó que a él lo que le habría gustado era que los cincuenta y ocho hubieran sido judíos. Ésa fue la segunda vez que su madre tuvo que ir.

—Y él dale que te pego con que Jesús es una figura histórica, o sea que le seguí preguntando. En serio, Itz, lo que él pretendía era hacerme quedar como un tonto.

—¿Y al final qué hizo?

—Al final se puso a gritarme que lo hacía aposta, lo de ser un bobo y un listillo, y que mi madre fuera a verlo, y que era la última vez. Y que nunca iba a hacer el bar mitzvah si en su mano estaba impedirlo. Luego, Itz, luego se pone a hablar con esa voz como de estatua, cavernosa, muy lentamente, y me dice que más me vale pensármelo bien antes de decir nada del Señor. Me dijo que me fuera a su despacho a pensarlo —Ozzie inclinó el cuerpo hacia Itzie—. Y, mira, lo estuve pensando una hora entera, y ahora estoy convencido de que sí, de que Dios pudo hacerlo.

Ozzie había pensado confesarle el pecado a su madre tan pronto como ella volviera del trabajo a casa. Pero era un viernes por la noche del mes de noviembre, ya había oscurecido y cuando la señora Freedman entró por la puerta arrojó el abrigo, le dio un beso en la cara a Ozzie y se acercó a la mesa de la cocina a encender las tres velas amarillas, dos por el Sabbat y una por el padre de Ozzie.

Cuando encendía las velas, su madre se iba acercando los brazos lentamente, arrastrándolos por el aire, como para persuadir a quienes aún no estuviesen totalmente persuadidos. Y los ojos se le ponían vidriosos por efecto de las lágrimas. Ozzie recordaba que con su padre aún vivo también se le ponían los ojos así, luego cabía deducir que el hecho no tenía nada que ver con la muerte. Con lo que tenía que ver era con el encendido de las velas.

Cuando estaba acercando la llama de la cerilla a la mecha apagada de un velón de sabbat, dio en sonar el teléfono, y Ozzie, que estaba a dos palmos del aparato, levantó el auricular y se lo llevó al pecho, para amortiguar el sonido. Cuando su madre estaba encendiendo las velas no debía producirse ningún ruido, en opinión de Ozzie; hasta la respiración había que controlar, si ello era posible. Ozzie mantuvo el auricular contra el pecho y se quedó mirando mientras su madre arrastraba hacia sí lo que quiera que estuviese arrastrando, y se dio cuenta de que a él también se le ponían vidriosos los ojos. Su madre era una pingüino redonda, cansada, con el pelo gris, cuya piel, también gris, empezaba a experimentar el tirón de la gravedad y el peso de su propia historia. Ni siquiera cuando se ponía de tiros largos llegaba a parecer una persona elegida por Dios. Pero cuando encendía las velas sí parecía algo todavía mejor que eso: una mujer a quien en ese momento le constaba que Dios podía hacerlo todo.

Transcurridos unos misteriosos minutos, dio por concluida su tarea. Ozzie colgó el teléfono y se acercó a la mesa de la cocina, donde su madre empezaba a poner la mesa para la cena de cuatro platos del sabbat. Le dijo que tendría que ir a ver al rabino Binder el miércoles a las cuatro y media, y luego le explicó por qué. Por primera vez en todos los años de su vida en común, su madre le cruzó la cara a Ozzie de un bofetón.

Ozzie se pasó llorando toda la parte de la cena que ocuparon el picadillo de hígado y la sopa de pollo; para lo demás no le llegó el apetito.

El miércoles, en la mayor de las tres aulas que había en el sótano de la sinagoga, el rabino Marvin Binder —un hombre de treinta años, alto, apuesto, ancho de hombros, con un pelo muy espeso, muy fibroso y muy negro—, se sacó el reloj del bolsillo y pudo ver que eran las cuatro en punto. Al fondo del aula, Yakov Blotnik, el viejo conserje de setenta y un años, pulía despaciosamente la amplia ventana, murmurando para sí mismo, ajeno a que fuesen las cuatro o las seis de la tarde, del lunes o del miércoles. Para casi todos los alumnos, los murmullos de Yakov Blotnik, junto con su barba castaña y rizosa, su nariz de guadaña y los dos gatos negros que siempre iban pisándole los talones, lo convertían en objeto de admiración, extranjero, reliquia, que unas veces les daba miedo y otras trataban con muy poco respeto. A Ozzie, el murmullo siempre le había parecido una oración curiosa y monótona; lo que la hacía curiosa era que el viejo Blotnik llevaba con esos mismos murmullos desde hacía muchos años, lo cual hacía sospechar a Ozzie que se había aprendido de memoria las plegarias y se había olvidado de Dios.

—Es hora del coloquio —dijo el rabino Binder. Tenéis libertad plena para hablar del tema judío que queráis: religión, familia, política, deportes…

Hubo silencio. Era una tarde ventosa y nublada de noviembre y no parecía posible que alguna vez hubiera existido o pudiera existir una cosa llamada béisbol. De modo que esa semana nadie dijo nada de Hank Greenberg, héroe del pasado, lo cual limitó considerablemente el coloquio.

Y el maltrato psicológico que Ozzie Freedman acababa de recibir del rabino Binder había impuesto sus limitaciones. Cuando le tocó a Ozzie leer en voz alta el libro hebreo, el rabino le preguntó enfurruñado que por qué no leía más deprisa. No progresaba nada. Ozzie dijo que sí podía leer más deprisa, pero que si lo hacía no iba a entender lo que estaba leyendo, con toda seguridad. No obstante, cuando el rabino insistió en lo mismo Ozzie lo intentó, dando muestras de un gran talento, pero se detuvo en mitad de un párrafo muy largo y afirmó que no entendía una sola palabra de lo que estaba leyendo, y retomó su ritmo cansino. Entonces vino el maltrato psicológico.

De manera que cuando llegó el coloquio ninguno de los alumnos se sentía precisamente libre. La invitación del rabino sólo obtuvo una respuesta: el murmullo del viejo y débil Blotnik.

—¿No hay ningún tema que queráis tratar? —volvió a preguntar el rabino Binder, mirando su reloj—. ¿Preguntas, comentarios?

Se oyó un leve gañido procedente de la tercera fila. El rabino solicitó a Ozzie que se pusiera en pie y permitiera participar de sus ideas a los demás alumnos.

Ozzie se puso en pie.

—Se me ha olvidado —dijo, y volvió a sentarse.

El rabino Binder avanzó un puesto en dirección a Ozzie y se apoyó en el borde del pupitre. Era el pupitre de Itzie, y el cuerpo del rabino, a distancia de puñalada de su rostro, hizo que el chico se pusiera en situación de alerta sedente.

—Ponte de nuevo en pie, Oscar —dijo el rabino Binder con toda calma—, y trata de poner orden en tus ideas.

Ozzie se puso en pie. Todos sus compañeros se volvieron en sus asientos para mirar, y él se rascó la frente de modo poco convincente.

—No encuentro nada en que poner orden —comunicó, y volvió a dejarse caer.

—¡Levántate!

El rabino adelantó su posición del pupitre de Itzie a otro situado directamente delante de Ozzie. Cuando tuvo de espaldas al rabino, Itzie le hizo burla situando su pulgar, con los demás dedos bien abiertos, en la punta de la nariz, y ello despertó un pequeño revuelo en el aula. El rabino Binder estaba tan concentrado en bajarle los humos a Ozzie de una vez para siempre que no estaba para fijarse en risitas.

—Ponte en pie, Oscar. ¿De qué trata tu pregunta?

Ozzie se sacó una palabra de la manga. La que más a mano encontró:

—Religión.

—Ah, ¿ahora sí te acuerdas?

—Sí.

—¿Cuál es la pregunta?

Sintiéndose atrapado, Ozzie soltó lo primero que se le vino a la cabeza:

—¿Qué razón hay para que Dios no pueda hacer todo lo que quiera hacer?

Mientras el rabino Binder preparaba su respuesta, una respuesta definitiva, a un metro de él, detrás, Itzie alzó un dedo de la mano izquierda, señaló significativamente la espalda del rabino e hizo que la casa se viniera abajo.

Binder se dio la vuelta rápidamente, para ver qué pasaba, y, en medio de la conmoción, Ozzie le gritó a sus espaldas lo que podía haberle gritado a la cara. Fue un sonido alto y monótono, con el timbre de algo que llevaba por lo menos seis días almacenado.

—¡Usted qué sabe! ¡Usted no sabe absolutamente nada de Dios!

El rabino se volvió de nuevo hacia Ozzie.

—¿Qué?

—Usted no sabe… Usted no…

—¡Pide perdón, Oscar, pide perdón!

Era una amenaza.

—Usted no sabe…

La mano del rabino Binder sacudió la mejilla de Ozzie. Puede que su única intención fuera cerrarle la boca, pero Ozzie se agachó un poco, y la palmada fue a darle de lleno en la nariz.

De la nariz de Ozzie brotó un breve chorro de sangre roja, que fue a parar a la pechera de su camisa.

Al momento se impuso la confusión. Ozzie chilló «¡Hijoputa, hijoputa!», y se lanzó a la puerta del aula. El rabino Binder dio un paso atrás, como si la sangre hubiera empezado a fluirle violentamente en dirección contraria, y luego proyectó el cuerpo hacia delante, sin ninguna gracia, y salió disparado por la puerta, en pos de Ozzie. Todos los alumnos siguieron su enorme espalda azul, y antes de que el viejo Blotnik tuviera tiempo de apartar los ojos de su ventana, el aula quedó vacía, y todo el mundo subía a toda velocidad los tres tramos de escalera que llevaban al tejado.

Si cupiese comparar la luz del día con la vida humana; el amanecer con el nacimiento; el anochecer —la caída por el borde— con la muerte; en tal caso, cuando Ozzie Freedman se escurría por la trampilla del techo de la sinagoga, coceando como un potranco contra las manos extendidas del rabino Binder, en ese momento mismo, el día tenía cincuenta años. Por regla general, los cincuenta o cincuenta y cinco reflejan con precisión la edad de las sonochadas de noviembre, porque en dicho mes, durante dichas horas, la percepción que tenemos de la luz deja de hacerse visual para trocarse en auditiva: la luz se pone a emitir ruidos secos mientras se va. De hecho, cuando Ozzie cerró la trampilla en la cara del rabino Binder, el penetrante ruido del pestillo habría podido, por un momento, confundirse con el sonido del gris más oscuro que acababa de latir con fuerza por todo el cielo.

Ozzie se arrodilló con todo su peso encima de la trampilla: estaba seguro de que en cualquier momento el rabino Binder conseguiría abrirla a fuerza de empujar con el hombro, haciendo astillas la madera y catapultándolo a él hacia el cielo. Pero la puerta no se movió, y de debajo sólo le llegaba un ruido de pasos, fuerte al principio, atenuado luego, como cuando van alejándose los truenos.

Una pregunta le pasó por la cabeza: «¿Esto puede estar pasándome a mí?». Para un chico de trece años que acababa de llamar hijoputa a su máxima autoridad religiosa, por dos veces, no era que la pregunta no viniese a cuento. De hecho, se la iba planteando en un tono cada vez más alto: «¿A mí, a mí?», hasta que se dio cuenta de que ya no estaba de rodillas, sino corriendo hacia el borde del tejado, con los ojos llorándole y la garganta gritándole y los brazos volándole en todas direcciones, como si no le pertenecieran.

—¿Puede ser a mí? Es a MÍ MÍ MÍ MÍ. Tiene que ser a mí… pero ¿es a mí?

Es la pregunta que debe de hacerse un ladrón cuando fractura su primera ventana, y, según dicen, también la duda que se plantean los novios ante el altar.

En los cinco brutales segundos que tardó el cuerpo de Ozzie en llevarlo hasta el borde del tejado, la capacidad de autoanálisis empezó a volvérsele un tanto borrosa. Mirando a la calle, quedó confundido en cuanto a la pregunta subyacente: ¿fui yo, soy-yo-quien-ha-llamado-hijoputa-a-Binder? O ¿soy-yo-quien-anda-revoloteando-por-el-tejado? No obstante, lo que vio abajo lo concertó todo, porque en toda acción hay un momento en que ser uno mismo o cualquier otra persona se convierte en cuestión académica. El ladrón se mete el dinero en los bolsillos y sale pitando por la ventana. El novio firma por dos en el libro de registro del hotel. Y el chico del tejado se encuentra con una calle llena de gente mirándolo con la boca abierta, el cuello torcido hacia atrás, los rostros levantados, como si fuera el techo del planetario Hayden. De pronto, no hay duda: eres tú.

—¡Oscar! ¡Oscar Freedman!

Una voz se alzó en el centro de la muchedumbre, una voz que, si hubiera podido verse, habría tenido el aspecto de algo escrito en un pergamino.

—¡Oscar Freedman! ¡Baja de ahí inmediatamente!

El rabino Binder lo señalaba con el brazo alzado y rígido; y al final de ese brazo un dedo lo apuntaba amenazadoramente. Era la actitud de un dictador, pero no de un dictador cualquiera —sus ojos lo decían todo—, sino de un dictador a quien su ayuda de cámara acaba de escupirle en plena cara.

Ozzie no contestó. Sólo miró al rabino Binder durante un pestañeo. Lo que hicieron sus ojos, en cambio, fue ponerse a encajar unas con otras las piezas del mundo de ahí abajo, a distinguir entre personas y sitios, amigos y enemigos, participantes y espectadores. En pequeños agrupamientos angulosos, como en estrella, sus amigos permanecían en torno al rabino Binder, que seguía señalándolo. La punta superior de una estrella no integrada por ángeles, sino por cinco adolescentes, era Itzie. Qué mundo aquel, con las estrellas abajo, con el rabino Binder abajo… Ozzie, que un momento antes había sido incapaz de controlar su propio cuerpo, empezó a percibir el significado de la palabra control: percibió Paz y percibió Poder.

—Oscar Freedman, voy a contar hasta tres.

Pocos dictadores conceden tres a sus súbditos para que hagan algo; pero, como de costumbre, eso era lo único que parecía el rabino Binder: un dictador.

—¿Estás preparado, Oscar?

Oscar asintió con la cabeza, aunque no habría bajado por nada del mundo —ni del inferior ni del celestial en que acababa de entrar—, así le diera un millón de dólares el rabino Binder.

—Pues muy bien —dijo el rabino Binder.

Se pasó la mano por la negra cabellera de Sansón, como si ése hubiera sido el gesto requerido para cantar el primer número. Luego, trazando con la otra mano un círculo en la pequeña porción de cielo que lo rodeaba, habló:

—¡Uno!

No hubo trueno. Al contrario: en ese momento, como si «uno» hubiera sido la indicación que esperaba para intervenir, apareció en la escalinata de la sinagoga la persona menos atronadora del mundo. Más que salir por la puerta de la sinagoga, se asomó, inclinándose hacia la naciente oscuridad. Se agarró al pomo de la puerta con una mano y miró al tejado.

—Oy!

La vieja sesera de Yakov Blotnik andaba un poco renqueante, como con muletas, y el hombre no pudo llegar a ninguna conclusión muy exacta con respecto a qué podía estar haciendo aquel chico en el tejado, pero sí comprendió que no era nada bueno, es decir: que no era nada bueno para los judíos. Porque Yakov Blotnik tenía la vida seccionada en dos mitades muy simples: las cosas que eran buenas para los judíos y las cosas que no eran buenas para los judíos.

Se dio un golpecito en la chupada mejilla con la mano libre.

—Oy, Gut!

Y luego, con toda la rapidez que le era posible, bajó la cabeza y se quedó mirando a los que estaban en la calle. Ahí estaba el rabino Binder (como quien participa en una subasta con sólo tres dólares en el bolsillo, acababa de lanzar un trémulo «¡Dos!»); estaban los chicos de la escuela; y eso era todo. Por el momento, la cosa no era demasiado mala para los judíos. Pero el chico tenía que bajar inmediatamente, antes de que lo viera alguien. Problema: ¿cómo bajar al chico del tejado?

Todo el que ha tenido alguna vez un gato y el gato se le ha subido al tejado sabe cómo bajarlo. Hay que llamar a los bomberos. O primero hay que llamar a la centralita y pedir que nos pongan con el parque de bomberos. A continuación viene el chirrido de los frenos y el ruido de las campanas y los gritos dando órdenes. Y el gato deja de estar en el tejado. Pues eso mismo hay que hacer cuando es un chico el que se ha subido al tejado.

Es decir: hay que hacer lo mismo cuando se es Yakov Blotnik y se ha sido dueño de un gato que se subió al tejado.

Cuando llegaron las máquinas —cuatro, nada menos—, el rabino Binder ya le había contado cuatro veces hasta tres a Ozzie. El coche de bomberos grande tomó la curva a buena velocidad y uno de los bomberos se bajó en marcha y se precipitó con la cabeza por delante hacia la boca de riego amarilla situada delante de la sinagoga. Utilizando una llave enorme, se puso a desenroscar la toma principal. El rabino Binder se le acercó corriendo y le tiró del hombro.

—¡No hay ningún fuego!

El bombero farfulló algo por encima del hombro y, acaloradamente, siguió desenroscando.

—¡Oiga, que no hay fuego, que no hay fuego! —gritaba Binder.

Cuando el bombero volvió a farfullar algo, el rabino le agarró la cara con ambas manos y lo hizo mirar al tejado.

Desde el punto de vista de Ozzie, fue como si el rabino hubiera intentado descorcharle la cabeza al bombero, para separársela del cuerpo. Se le escapó la risa viendo la estampa que componían: era un retrato familiar: el rabino con su solideo negro, el bombero con su gorro rojo y la boca de fuego con la cabeza descubierta, mirándolos a ambos desde su baja estatura, como el hermano pequeño. Ozzie, desde el borde del tejado, hizo un saludo con la mano, dirigido a aquel cuadro, mofándose de ellos; al hacerlo, se le resbaló el pie derecho hacia delante. El rabino Binder se cubrió los ojos con las manos.

Los bomberos trabajan deprisa. Aún no había recuperado Ozzie el equilibrio cuando ya habían desplegado delante de la sinagoga, sobre el verde césped, una red grande, redonda, amarilla. Los bomberos que la sujetaban se quedaron mirando a Ozzie con sus rostros sin expresión, pero adustos.

Uno de los bomberos volvió la cabeza en dirección al rabino Binder.

—¿Qué le pasa a ese chico? ¿Está chiflado?

El rabino Binder se despegó las manos de los ojos, lenta, dolorosamente, como esparadrapo. Luego comprobó: nada en la acera, ningún boquete en la red.

—¿Va a tirarse, o qué? —gritó el bombero.

Con una voz nada estatuaria, el rabino Binder contestó al fin:

—Sí, sí, creo que sí… Con eso ha amenazado.

¿Amenazado? Hombre, el motivo de que Ozzie estuviera en el tejado, lo recordaba muy bien, era escapar; ni por un momento se le había pasado por la cabeza tirarse. Echó a correr en plan huida; y, la verdad, si estaba en el tejado era porque lo habían ido acorralando en esa dirección, no porque él hubiera querido.

—¿Cómo se llama, el chico?

—Freedman —contestó el rabino—. Oscar Freedman.

El bombero miró a Ozzie.

—Y tú ¿qué dices, Oscar? ¿Vas a saltar, o qué?

Ozzie no contestó. Francamente, la cuestión acababa de planteársele.

—Mira, Oscar, si vas a saltar, salta. Si no vas a saltar, no saltes. Pero no nos hagas perder el tiempo.

Ozzie miró al bombero y luego al rabino Binder. Quería verlo taparse los ojos otra vez.

—Voy a saltar.

Y a continuación echó una carrerita por el borde del tejado hasta llegar a la esquina, donde no había red debajo, y empezó a darse palmadas en los costados, a la altura de los bolsillos, subiendo y bajando las manos en el aire. Empezó a gritar como una especie de motor: «Uiiiiiiiii, uiiiiiiiii», asomando medio cuerpo por el borde. Los bomberos fueron corriendo a cubrir el suelo con la red. El rabino Binder farfulló unas cuantas palabras dirigidas a Alguien y se tapó los ojos. Todo ocurría muy deprisa, como a saltos, como en una película muda. La gente, que había acudido con los coches de bomberos, lanzó un prolongado grito, ooooooh, aaaaaah, como de estar mirando fuegos artificiales. Con la excitación, nadie hacía demasiado caso de la gente, excepción hecha, claro está, de Yakov Blotnik, que seguía aferrado al pomo de la puerta, como colgando de él, contando cabezas. «Fier und tsvansik… finf und tsvansik… Oy, Gut!». No fue así cuando el gato.

El rabino Binder echó un vistazo por entre los dedos, para comprobar de nuevo la acera y la red. Vacías ambas. Pero ahí estaba Ozzie, corriendo hacia la esquina opuesta. Los bomberos corrían con él, pero no conseguían situarse debajo. En cuanto quisiera, Ozzie podría tirarse del tejado y estrellarse contra la acera, y a los bomberos, cuando llegasen, la red no iba a servirles más que para cubrir los restos.

—Uiiiiiiiii, uiiiiiiiii…

—¡Eh, Oscar! —gritó el bombero a quien aún quedaba aliento—. ¿A qué estamos jugando?

—Uiiiiiiiii, uiiiiiiiii…

—¡Oscar!

Pero ya había arrancado hacia la esquina opuesta, moviendo las alas con mucho empeño. El rabino Binder no podía aguantar más: los coches de bomberos surgidos como por ensalmo, el joven suicida aullador, la red. Cayó de hinojos, agotado, y con las manos unidas en el pecho, como una pequeña cúpula, suplicó:

—Oscar, para ya. Oscar, no saltes. Baja, por favor… No saltes, por favor.

Y más allá de la multitud, una voz única, una voz joven, le gritó una palabra única al muchacho del tejado:

—¡Salta!

Era Itzie. Ozzie dejó de aletear por un momento.

—¡Adelante, Ozz, salta!

Itzie rompió la estrella cuya punta ocupaba y, valientemente, llevado por una inspiración no de graciosillo, sino de verdadero discípulo, se apartó de los demás.

—¡Salta, Ozz, salta!

Aún de hinojos, aún con las manos entrelazadas, el rabino Binder torció el cuerpo hacia atrás. Miró a Itzie y luego, sufriendo muchísimo, a Ozzie.

—¡OSCAR, NO SALTES! ¡POR FAVOR, NO SALTES!… Por favor, por favor…

—¡Salta!

Esta vez no era Itzie, sino otra punta de la estrella. Cuando llegó la señora Freedman a su cita de las cuatro y media con el rabino Binder, todo aquel cielo bocabajo le estaba pidiendo a Ozzie, a voz en cuello, que saltara, y el rabino Binder había dejado de pedirle que no lo hiciera: derramaba sus lágrimas en la pequeña cúpula de sus manos.

Como cabía haber supuesto de antemano, a la señora Freedman no se le ocurrió nada que explicase la presencia de su hijo en el techo. De modo que lo preguntó.

—Ozzie, mi niño, ¿qué estás haciendo? ¿Qué ocurre, mi niño?

Ozzie cesó en su uiiiiiiiii y redujo su aleteo a una velocidad de crucero, como hacen los buenos pájaros con viento suave; pero no contestó. Su figura se recortaba contra el cielo nuboso y oscureciente —los ruidos secos de la luz se habían hecho más rápidos, como si hubieran puesto una marcha más corta—, y el chico aleteaba con suavidad, sin apartar la vista de aquel bultito de mujer que era su madre.

—¿Qué estás haciendo, Ozzie?

Se volvió hacia el rabino Binder y se le acercó tanto que sólo un hilillo de crepúsculo separaba el estómago de la mujer de los hombros de él.

—¿Qué está haciendo mi niño?

El rabino Binder la miró boquiabierto, pero también se mantuvo en silencio. Lo único que se movía era la cúpula de sus manos, de atrás hacia delante, como un pulso débil.

—¡Rabino, hágalo bajar! ¡Va a matarse! ¡Es mi único hijo, hágalo usted bajar!

—No puedo —dijo el rabino Binder—, no puedo.

Y volvió su hermosa cabeza en dirección a la multitud de muchachitos que tenía detrás.

—Son ellos. Óigalos a ellos.

Y fue entonces cuando la señora Freedman percibió por primera vez la presencia de aquella multitud, y sus gritos.

—Su hijo lo está haciendo por ellos. A mí no va a escucharme. Son ellos.

El rabino Binder hablaba como si estuviera en trance.

—¿Por ellos?

—Sí.

—¿Por qué por ellos?

—Quieren que…

La señora Freedman alzó los dos brazos como si fuera a dirigir la orquesta del cielo.

—¡Lo está haciendo por ellos!

Y luego, en un gesto más antiguo que las pirámides, más antiguo que los profetas y los diluvios, se palmeó los costados con ambas manos, dejándolas caer.

—¡Me ha salido mártir! ¡Mire! —levantó la cabeza hacia el tejado; Ozzie seguía aleteando suavemente—¡. ¡Mi mártir!

—¡Oscar, baja, por favor! —gruñó el rabino Binder.

En un tono de voz sorprendentemente controlado, la señora Freedman se dirigió al chico del tejado:

—Baja, Ozzie, baja. No hagas el mártir, mi niño.

Como en una letanía, el rabino Binder repitió sus palabras:

—No hagas el mártir, mi niño, no hagas el mártir.

—¡Adelante, Ozz, hazte un Martin! —era Itzie.

Y el coro de voces, en su totalidad, se unió a la solicitud de martirio, fuera ello lo que fuese.

—¡Hazte un Martin, hazte un Martin!

Por alguna razón, cuando está uno en lo alto de un tejado, cuanto más oscuro se hace, menos se oye. Lo único que entendía Ozzie era que dos grupos querían cosas distintas: sus amigos exponían con gracia y musicalidad lo que querían; su madre y el rabino canturreaban en tono equilibrado lo que no querían. En la voz del rabino no se detectaban lágrimas, ahora, y en la de su madre tampoco.

La enorme red miraba a Ozzie como un ojo ciego.

El cielo, grande y nublado, presionaba hacia abajo. Visto desde la posición de Ozzie, parecía una lámina de cartón corrugado. De pronto, viendo ese cielo insolidario, Ozzie percibió en toda su rareza lo que aquella gente, lo que sus amigos, estaban pidiéndole: querían que saltase, que se matara; lo estaban cantando en ese mismo momento, y se sentían felices. Y había algo aún más raro: el rabino Binder estaba de rodillas, temblando. Si en este momento cabía preguntarse algo, ya no era «¿Está pasándome a mí?», sino «¿Está pasándonos a nosotros?».

Resultaba que lo de estar en el tejado era una cosa seria. Si saltaba, ¿dejarían de cantar para ponerse a bailar? ¿Sí? ¿Qué se detendría por el hecho de saltar? Ozzie deseó con todas sus ganas poder abrir el cielo, hundir las manos en su interior y extraer el sol; y el sol, como una moneda, traería estampado por una cara SALTA y por la otra NO SALTES.

Las rodillas de Ozzie se balanceaban y se encorvaban como disponiéndose para una zambullida. Los brazos se le tensaron, se le retesaron, se le quedaron helados, desde los hombros a las yemas de los dedos. Tuvo la impresión de que cada parte de su cuerpo iba a votar a favor o en contra de que se matara; y cada una de ellas lo haría con independencia del propio Ozzie.

La luz bajó una muesca más, y la nueva oscuridad, como una mordaza, mandó callar a los amigos que cantaban esto y a la madre y el rabino que cantaban aquello.

Ozzie interrumpió el recuento de votos y, en un tono de voz curiosamente alto, como quien habla sin tener preparada la garganta, habló:

—Mamá.

—Sí, Oscar.

—Mamá, ponte de rodillas, como el rabino Binder.

—Oscar…

—Ponte de rodillas —dijo el chico—, o me tiro.

Ozzie oyó un gimoteo, luego un crujido rápido, y cuando miró hacia abajo, en el lugar que antes ocupaba su madre vio la parte de arriba de una cabeza y un círculo de falda alrededor, debajo. Su madre se había puesto de rodillas al lado del rabino Binder.

Ozzie volvió a hablar.

—Todo el mundo de rodillas.

Le llegó el ruido de todo el mundo al arrodillarse.

Ozzie miró en torno. Indicó con una mano la entrada de la sinagoga.

—¡Que se arrodille él también!

Hubo un ruido, pero no de arrodillarse, sino de ropa rozando un cuerpo. Ozzie oyó al rabino Binder decir en un áspero susurro: «… se va a matar, si no», y cuando volvió a mirar ahí estaba Yakov Blotnik, desprendido ya del pomo de la puerta y, por primera vez en su vida, puesto de rodillas, como hacen los gentiles cuando rezan.

En cuanto a los bomberos… Bueno, pues no resulta tan difícil como parece lo de sujetar una red estando de rodillas.

Ozzie volvió a mirar en derredor; y a continuación se dirigió al rabino Binder.

—Rabino.

—Sí, Oscar.

—Rabino Binder, ¿cree usted en Dios?

—Sí.

—¿Cree usted que Dios todo lo puede?

Ozzie asomó la cabeza a la oscuridad.

—¿Todo? —repitió.

—Oscar, yo creo…

—Dígame que lo cree, que cree que Dios todo lo puede.

Hubo un segundo de vacilación. Luego:

—Dios todo lo puede.

—Dígame que Dios puede hacer un niño sin contacto carnal.

—Sí puede.

—¡Dígalo!

—Dios —reconoció el rabino Binder— puede hacer un niño sin contacto carnal.

—Dímelo tú, mamá.

—Dios puede hacer un niño sin contacto carnal —dijo su madre.

—Haz que me lo diga él.

No cabía duda de a quién se refería.

Al cabo de unos pocos segundos, Ozzie oyó una voz cómica y vieja diciéndole algo relativo a Dios a la creciente oscuridad.

A continuación se lo hizo decir a todo el mundo. Y luego les hizo decir que creían en Jesucristo, primero uno por uno, luego todos a la vez.

Terminada la catequesis, empezó la noche. Desde la calle dio la impresión auditiva de que el chico del tejado acababa de lanzar un suspiro.

—¿Ozzie? —osó hablar una voz de mujer—. ¿Vas a bajar ya?

No hubo respuesta, pero la mujer quedó esperando, y cuando por fin se oyó una voz, fue en tono débil y lloriqueante, más cansada que la de un anciano que viene de tocar las campanas.

—Mamá, lo comprendes, no debes pegarme. Él tampoco debe pegarme. No debéis pegarme por cosas de Dios, mamá. Nunca hay que pegar a nadie por cosas de Dios.

—Ozzie, haz el favor de bajar.

—Promételo, prométeme que nunca vas a pegarle a nadie por cosas de Dios.

Sólo se lo había pedido a su madre, pero, por alguna razón, todos los genuflexos de la calle prometieron que nunca pegarían a nadie por cosas de Dios.

Se hizo de nuevo el silencio.

—Ahora ya puedo bajar, mamá —dijo por fin el chico del tejado. Miró en ambas direcciones, como si fuera a cruzar la calle.

—Ahora bajo.

Y lo hizo, en pleno centro de la red amarilla que resplandecía al borde de la noche, igual que un halo demasiado grande.

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