Me acuerdo de cierto sábado por la tarde –yo tendría veinte años–, cuando aún vivía en casa de mis padres. Habíamos terminado de comer y, como ninguno de mis amigos podía quedar, me dispuse a tomar un café en El Gran Café, que quedaba muy cerca de nuestra vivienda. (Por aquella época todo lo importante quedaba muy cerca de la casa de mis padres).
Esa tarde me sentía terriblemente aburrido, así que, antes de nada, me daría una vuelta en mi Renault 5, un coche viejo y duro como la kryptonita, sin grandes comodidades, enemigo del lujo y del confort, y aun así para mí un aliado fiel y entrañable.
Siempre me ha gustado conducir, me relaja mucho, así que me subí al coche y, tras rodear el paseo de Cánovas, me dejé llevar escuchando música, sin pensar nada, tan solo disfrutando el momento. Cuando quise darme cuenta ya había tomado la cuesta de la gasolinera Temis. Ya puestos, ¿por qué no darme un paseo hasta Trujillo y luego regresar? Y eso hice aquella tarde sin plan.
Pero cuando estaba en Trujillo me dio pereza volver a casa, y seguí devorando kilómetros, sin prisa pero sin pausa. Estaba tan embobado escuchando a Manhattan Transfer a todo volumen, que ni siquiera me percaté, al atravesar Jaraicejo, de que conducía unos cuantos kilómetros por encima de la velocidad permitida. Sí lo hizo la patrulla de la guardia civil, que me impuso una multa dolorosa. No había piedad para los conductores de entonces: los garantes del orden hacían que detuvieras el vehículo y luego depositaban en tu mano aquel castigo en forma de papel. Era una sanción doble: te quitaban el dinero y el honor).
El ensueño de aquella tarde placentera se vino abajo con la dichosa multa. Cabreado por culpa del sablazo pero inasequible al desaliento, seguí conduciendo. Decidí tomarme el café que aún estaba pendiente en Madrid, una ciudad para mí desconocida. (Solo había estado en ella en un par de ocasiones, durante muy poco tiempo, y ambas en familia).
Esto no es una novela de carreteras ni nada parecido. (Debería haber escrito road movie, que queda más americano). Olvidaos, pues, de disfrutar una narración con muchas peripecias, a lo Jack Kerouac. Simplemente, diré la verdad: llegué hasta Madrid, donde la inercia me llevó casualmente hasta Leganitos (la calle en la que yo viviría años después), me bajé del vehículo y me tomé en un local muy majo el dichoso y necesario café, que me devolvió la gloria perdida. Recuerdo que luego di un breve paseo por la Gran Vía (también tenemos una Gran Vía en Cáceres, pero todo el mundo estará de acuerdo en que no es lo mismo) y entré en una de esas tiendas que tienen de todo, tal vez fuera un Seven Eleven, donde compré un botellín de agua y un par de casetes, uno de Queen y otro de Nacha Pop, que podría escuchar por el camino.
Tras media hora de paseo capitalino, subí a mi viejo coche, dispuesto a hacerme otros 300 kilómetros. Cuando las huellas de la gran ciudad se fueron desdibujando del espejo retrovisor, eché cuentas del largo trayecto que me faltaba por recorrer. Habían sido demasiados gastos para tomar un café: la gasolina, la multa, las cintas… Por no hablar del gasto emocional tras el sermón de aquellos dos guardias civiles… Pero qué más daba: no iba a ser ni de lejos la peor jugada de mi vida.
Tres horas después ya estaba guardando el coche en mi garaje.
Me he acordado hoy de esta anécdota cuando conducía por la M-40 para recoger a Chico del colegio. Hacía tanto calor, estaba tan aburrido, sin nadie con quien quedar luego para tomar algo… que sentí la tentación de continuar carretera adelante. Es decir, en vez de girar hacia Pozuelo de Alarcón para recoger al niño (ya iría Madre Coraje a por él) y luego regresar al norte de Madrid, donde vivimos, podría seguir hasta la A-5 en dirección a mi ciudad natal. No tengo ahora un Renault 5, sino un coche más grande y cómodo. Podría estar bien seguir, seguir, seguir hasta Cáceres, seguir sin descanso, seguir En el camino, pasar por la vieja carretera de la N-V y cruzar Jaraicejo a paso de tortuga, demostrando que no siempre el hombre tropieza dos veces con la misma piedra. Regresar a casa de mis padres y saludarles como si no hubiera pasado nada, como si no me hubiera ausentado de casa toda la tarde y el inicio de la noche.
Mi madre estaría haciendo la cena y mi padre –estoy seguro– me preguntaría dónde había estado. Lo hacían a diario, mi padre y mi madre, preguntarme dónde había estado, pero yo siempre he sido un irreductible cheroqui y nunca les daba ese dato, porque compartir esa información sería como perder mi independencia, y a mí nunca me ha gustado que nadie me marque el paso.
Pero esta vez, cuando mi padre me preguntara dónde había estado, que “no te hemos visto el pelo”, le respondería. Esta vez sí. Le diría:
–He estado en Madrid, padre. En las tres últimas décadas he estado en Madrid. En Madrid y en otros sitios. Ha sido un viaje duro. Me casé con una mujer buena, he tenido cinco o seis perros y muchos trabajos, he escrito algunos libros, he sufrido varias enfermedades, he tenido un precioso hijo con el síndrome de Down y otro que es más listo que tú y que yo juntos. Me han multado por ir demasiado rápido, pero luego me he tomado un café que me ha devuelto las ganas de vivir despacio. He vivido muchas experiencias que no le deseo a nadie y por momentos he sido el hombre más feliz del mundo. He sido y no he sido, he estado y no he estado, he sufrido y he reído, he muerto y renacido en varias ocasiones. Tres décadas dan para mucho, padre, pero ya estoy aquí, de vuelta en casa. Dispuesto a ver qué hacemos hoy contra los culés.
Mi padre me escucharía sin decir nada, atraído por los destellos verdes de la televisión: estaba a punto de comenzar el Real Madrid-Barcelona.
A ver qué cómo se comportaba hoy nuestro equipo. A ver cómo andaban de fino Buyo en la portería, Sanchís, Esteban y Tendillo en la defensa, los chicos de la Quinta del Buitre, Schuster, el cazagoles de Hugo Sánchez…
No era aquel un mal equipo. Y –ahora me doy cuenta de ello– tampoco era la mía una mala vida…
Francisco Rodríguez Criado, escritor, corrector de estilo, profesor de talleres literarios y creador del blog Narrativa Breve. Ha publicado novelas, libros de relatos, obras de teatro y ensayos novelados. Sus minificciones han sido incluidas en algunas de las mejores antologías de relatos y microrrelatos españolas: El cuarto género narrativo. Antología del microrrelato español (1906-2011). Ed. Irene Andrés-Suárez (Cátedra, Madrid, 2012),Velas al viento. Ed. Fernando Valls (Los cuadernos del vigía, Granada, 2010), La quinta dimensión (Universidad de Extremadura, Mérida, 2009), Soplando vidrio y otros estudios sobre el microrrelato español. Ed. Fernando Valls (Páginas de Espuma, Madrid, 2008), Histerias breves (El problema de Yorick, Albacete, 2006), Relatos relámpago (ERE, Mérida, 2006), etcétera. Es autor de El Diario Down, donde narra en primera persona sus experiencias como padre de un bebé con el Síndrome de Down. Los zapatos de Knut Hamsun (De la Luna Libros, 2018) y Hombres, hombrinos, macacos y macaquinos (2020) son sus últimos libro de relatos.

Francisco
Rodríguez Criado
Escritor y corrector de estilo profesional

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