Grace Kelly nunca me perdonará

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Así que hoy me ha dado por recordar aquella época en la que yo estudiaba en el colegio San Antonio de Padua, y uno de los profesores –ahora no recuerdo cuál de ellos– nos pidió que escribiéramos una redacción sobre cómo habíamos recibido la noticia del fallecimiento de Grace Kelly, la afamada princesa de Mónaco, ocurrido unos días antes. Era una clara exhortación a escribir sobre nuestros sentimientos con la percha de un suceso actual, un impacto mediático que, por inesperado, estaba en boca de todo el mundo. Y, para dirigir nuestra intencionalidad, el profesor nos mostró una imagen del rey viudo, Raniero III de Mónaco, durante el funeral.

Yo tenía catorce años y poco sabía de la princesa, más allá de algún titular que había leído en las revistas de cotilleo mientras esperaba mi turno en la peluquería. Y eso fue más o menos lo que expuse en mi escrito: que me resultaba un personaje ajeno y que no había sentido tristeza por su muerte, y tampoco la sentía ahora pese a la foto del entierro.

La jornada comenzó a complicarse cuando, al cabo de media hora, el profesor nos pidió que leyéramos en alto, para toda la clase, el texto que habíamos escrito. Con el paso de los minutos, la desazón inicial devino angustia al comprobar que a todos mis compañeros les había parecido una gran pérdida la muerte de Grace Kelly. Sus escritos, muy sentimentales y edulcorados, estaban cargados de palabras como “tristeza”, “dolor”, “desgracia”, “fatalidad”, “drama”, “terrible”, etc.

“¡Tierra, trágame!”, pensé. ¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué mi madre había tenido un hijo tan terrenal como yo, alguien insensible que es incapaz de llorar la muerte de una hermosa princesa prematuramente fallecida en un accidente de tráfico? ¿Por qué mi madre no podría haber tenido otro tipo de hijo, un hijo bueno y cariñoso, un hijo con buenos sentimientos que diera lo mejor de sí en las redacciones del colegio? ¿Un hijo, por ejemplo, como cualquiera de mis compañeros, capaz de escribir desde el dolor en recuerdo de alguien a quien no se habían arrimado nunca, alguien que vivía en un palacio inaccesible a 1.200 kilómetros de distancia? Y ante tanta acusación a veces mi mente elaboraba algún farragoso amago de defensa. ¿Pero por qué tendría que llorarla yo, si nunca he estado en sus brazos, si nunca he visto el reflejo de mi rostro enamorado en sus seductores ojos azules, si ni siquiera he visto sus películas? Yo que entonces, cinematográficamente hablando, pasaba por mi etapa de neorrealismo italiano, donde no había ni princesas, ni casinos ni castillos, sino solo gente desharrapada, sucia y pobre tratando de renacer en ciudades devastadas por la guerra.

Y, mientras yo seguía retorciéndome en el potro de tortura, el profesor no cejaba en su empeño de convocar a los alumnos para que leyeran su obra de arte. Conseguí relajarme un poco cuando caí en la cuenta de que pronto sonaría la campana y podríamos salir por fin a jugar al fútbol en el patio. Pero la suerte se puso nuevamente en mi contra cuando escuché decir: “Y, por último, que nos lea Rodríguez Criado lo que ha escrito”.

Qué terrible momento, atado a aquel alegato de la indiferencia que yo había parido. Qué terrible situación, con aquel papelucho errático en mis manos temblorosas, redactado una hora antes, un siglo antes, una vida antes, cuando yo aún no era consciente de mi ruindad. Quise defenderme. Quise pedir piedad. Quise buscar una salida. Exclamar muy dolido: “¡¿Y por qué habría de sentir algo especial por una princesa a la que no he visto jamás!? Además, la princesa que a mí me interesa está en Cáceres, tiene mi edad, y está bien viva, con todas sus facultades físicas y psicológicas intactas, como demuestra el hecho de que cuando paso a su lado ni me mira! ¡A la Kelly que la llore su marido! ¡Que la lloren sus hijos! ¡Que la lloren aquellos que necesitan vivir vidas ajenas! ¡Yo tan solo soy un vulgar preadolescente que quiere jugar al fútbol!

No dije nada de esto. Me limité a leer aquellas líneas de la infamia que había redactado antes de que imaginara ni remotamente lo que se me vendría encima.

Y eso hice: leer. Desnudar mis miserias –tan bien escondidas hasta ese momento– ante el resto de la clase. Demostrar que yo no estaba hecho del noble material de mis compañeros.

¿Qué ocurrió? ¿Me defenestró el profesor por mi falta de empatía? ¿Se erigió en juez del sanedrín? No. En vez de interpretar un papel catequético, el profesor pulsó la tecla literaria y alabó (sí, alabó) que yo hubiera sido honesto al confesar que no había experimentado ningún sentimiento especial ante la muerte de tan hermosa mujer, icono del glamur y la elegancia. “No todo el mundo tiene que pensar igual”, añadió. (Sí, ahora que caigo, debió de ser don Ángel el profesor, él que también tenía cierto aliento heterodoxo).

No es que don Ángel dijera: “¡Bien hecho, chaval, explota tu veta literaria, porque tienes madera de escritor y algún día serás mejor que William Faulkner y Truman Capote juntos!”. Nada de eso. Sus palabras, empáticas y auxiliadoras, venían a decir: “Tranquilo. Todos tenemos nuestras debilidades, y la tuya es la sinceridad descarnada».

Eso fue lo que yo interpreté justo antes de que sonara la campana y todos corriéramos a partirnos las piernas en la cancha de fútbol.

En cualquier caso, aquella experiencia pseudoliteraria, aunque tortuosa, me sirvió para corroborar dos cosas: que yo escribía diferente, y que era un alma insensible.

Pero esto último ya hace tiempo que lo sabéis.

Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo

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