3 historias corrientes

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A continuación podéis leer 3 historias corrientes. Son un ejemplo de que para hacer literatura no siempre es necesario echar mano de grandes peripecias, circunstancias insólitas ni personajes extravagantes. Hay narraciones en las que aparentemente no pasa nada, en las que la acción es mínima y los hechos son, en apariencia, poco relevantes. En estas narraciones no busquemos lo literario en su fantasía, sino en el poso que deja la historia tras su lectura.

Espero que disfrutéis estos tres relatos que, como decimos, son historias corrientes, cotidianas, esas que nos pueden pasar a todos.

No son tu marido (una historia corriente de Raymond Carver)

Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.

Se sentó en la barra y estudió la carta.

—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado.

Le tendió la nota de un pedido al cocinero.

—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien?

—Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.

Doreen tomó nota.

—¿Alguna posibilidad de… ya sabes? —dijo, y le guiño un ojo.

—No —dijo ella—. No me hables ahora. Tengo trabajo.

Earl se tomó el café y esperó el sandwich. Dos hombres trajeados, con la corbata suelta y el cuello de la camisa abierta, se sentaron a su lado y pidieron café. Cuando Doreen se retiraba con la cafetera, uno de ellos le dijo al otro:

—Mira qué culo. No puedo creerlo.

El otro hombre rió.

—Los he visto mejores —dijo.

—A eso me refiero —dijo su compañero—. Pero a algunos tipos las palomitas les gustan gordas.

—A mi no —dijo el otro.

—Ni a mí —dijo el primero—. Es lo que te estaba diciendo.

Doreen le trajo el sándwich. A su alrededor, había patatas fritas, ensalada de col y una salsa de eneldo.

—¿Algo más? —dijo—. ¿Un vaso de leche?

Earl no dijo nada. Negó con la cabeza mientras ella seguía allí de pie, esperando.

Al rato volvió con la cafetera y sirvió a Earl y a los dos hombres. Luego cogió una copa y se dio la vuelta para servir un helado. Se agachó y, doblada por completo sobre el congelador, se puso a sacar helado con el cacillo. La falda blanca se le subió hacia arriba por las piernas, se le pegó a las caderas. Y dejó al descubierto una faja de color rosa y unos muslos rugosos y grisáceos y un tanto velludos, con una alambicada trama de venillas.

Los dos hombres de la barra, al lado de Earl, intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El otro sonrió regocijado y siguió mirando por encima de su taza a Doreen, que ahora coronaba el helado con jarabe de chocolate. Cuando Doreen se puso a agitar el bote de crema batida, Earl se levantó, dejó el plato a medio comer en la barra y se dirigió hacia la puerta. Oyó que Doreen lo llamaba, pero siguió su camino.

Después de echar una ojeada a los niños fue al otro dormitorio y se quitó la ropa. Se subió las mantas, cerró los ojos y se puso a pensar. La sensación le comenzó en la cara, y luego le descendió hasta el estómago y las piernas. Abrió los ojos y movió la cabeza de acá para allá sobre la almohada. Luego se volvió sobre su lado y se durmió. Por la mañana, después de mandar a los niños al colegio, Doreen entró en el dormitorio y subió la persiana. Earl ya se había despertado.

—Mírate al espejo —dijo Earl.

—¿Qué? —dijo ella—. ¿A qué te refieres?

—Tú mírate al espejo —dijo él.

—¿Y qué es lo que debo ver? —dijo ella. Pero se miró en el espejo del tocador y se apartó el pelo de los hombros.

—¿Y bien? —dijo él.

—¿Y bien, qué? —dijo ella.

—Odio tener que decírtelo —dijo él—, pero creo que deberías ir pensando en seguir una dieta. Lo digo en serio. Sí, en serio. Creo que podrías perder unos kilos. No te enfades.

—¿Qué estás diciendo? —dijo ella.

—Lo que he dicho. Creo que no estaría mal que perdieras unos kilos. Unos cuantos, al menos.

—Nunca me has dicho nada —dijo Doreen. Se levantó el camisón por encima de las caderas y se volvió para mirarse el vientre en el espejo.

—Antes no pensaba que te hiciera falta —dijo Earl. Trataba de elegir cuidadosamente las palabras.

Con el camisón aún recogido sobre las caderas, Doreen dio la espalda al espejo y se miró por encima del hombro. Se alzó una nalga con la palma de la mano y la dejó caer.

Earl cerró los ojos.

—Puede que esté equivocado —dijo.

—Imagino que sí, que podría perder algo de peso. Pero me costará —dijo Doreen.

—Tienes razón, no será fácil —dijo Earl—. Pero te ayudaré.

—Quizás tengas razón —dijo Doreen. Dejó caer el camisón y miró a Earl. Y se quitó el camisón.

Hablaron de dietas. Hablaron de dietas de proteínas, de dietas de “sólo verduras”, de la dieta del zumo de pomelo. Pero decidieron que no tenían el dinero suficiente para los bistecs de la dieta de proteínas. Luego Doreen dijo que tampoco le apetecía atiborrarse de verduras, y que, habida cuenta de que el zumo de pomelo no le entusiasmaba, tampoco veía mucho sentido en una dieta así.

—De acuerdo, olvídalo —dijo él.

—No, no. Tienes razón —dijo ella—. Haré algo.

—¿Qué tal si haces ejercicio? —dijo él.

—Para ejercicio ya tengo bastante con el que hago en el trabajo —dijo ella.

—Pues deja de comer —dijo él—. Unos días, al menos.

—De acuerdo —dijo Doreen—. Lo intentaré. Lo intentaré unos cuantos días. Me has convencido.

—Soy vendedor —dijo Earl.

Calculó el saldo de su cuenta corriente, cogió el coche, fue a un almacén de artículos con descuento y compró una báscula de baño. Observó detenidamente a la dependienta que registraba la venta en la caja.

En casa, hizo que Doreen se desvistiera por completo y se subiera a la báscula. Al ver sus varices, frunció el ceño. Pasó el dedo a lo largo de una que le ascendía por el muslo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Doreen.

—Nada —dijo Earl.

Miró la báscula y escribió una cifra en un papel.

—Muy bien —dijo—. Muy bien.

Al día siguiente pasó casi toda la tarde fuera; tenía una entrevista. El empresario, un hombre corpulento que cojeaba mientras le mostraba los accesorios de fontanería del almacén, le preguntó si podía viajar.

—Por supuesto que puedo —dijo Earl.

El hombre asintió con la cabeza.

Earl sonrió.

Antes de abrir, oyó la televisión dentro de la casa. Cruzó la sala, pero los niños no levantaron la mirada. Doreen, vestida para el trabajo, comía huevos revueltos con bacon en la cocina.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Earl.

Ella siguió masticando, con los carrillos llenos. Pero luego echó lo que tenía en la boca encima de una servilleta.

—No he podido aguantarme —dijo.

—Cafre —dijo Earl—. ¡Sigue, sigue comiendo! ¡Come!

Se metió en el dormitorio, cerró la puerta y se echó sobre la colcha. Seguía oyendo la televisión. Se puso las manos debajo de la cabeza y miró el techo.

Doreen abrió la puerta.

—Voy a intentarlo de nuevo —dijo.

—Muy bien —dijo él.

Dos mañanas después, Doreen lo llamó al cuarto de baño.

—Mira —dijo.

Earl miró la báscula. Abrió el cajón y sacó el papel y volvió a leer el peso mientras sonreía complacido.

—Casi medio kilo —dijo Doreen.

—Algo es algo —dijo Earl, y le dio unas palmaditas en la cadera.

Leía los anuncios por palabras. Visitaba la oficina de empleo del estado. Cada tres o cuatro días cogía el coche e iba a alguna entrevista. Y por las noches contaba las propinas de Doreen. Alisaba sobre la mesa los billetes de a dólar, formaba montoncitos de dólar con los cuartos y las monedas de cinco y diez centavos. Mañana tras mañana, hacía que Doreen se subiera a la báscula.

Al cabo de dos semanas había perdido casi dos kilos.

—Pico —dijo Doreen—. Me muero de hambre durante el día, luego en el trabajo pico cosas. Por eso no pierdo más.

Pero a la semana siguiente había perdido dos kilos y medio. Y una semana después, casi cinco. La ropa le quedaba grande. Tuvo que recurrir al dinero del alquiler para comprarse otro uniforme.

—En el trabajo me dicen cosas —le dijo a Earl.

—¿Qué clase de cosas? — preguntó él.

—Qué estoy pálida, por ejemplo —dijo ella—. Que no parezco yo. Temen que esté perdiendo demasiado peso.

—¿Qué tiene de malo perder peso? —dijo él—. No les hagas ni caso. Diles que se metan en sus cosas. Ellos no son tu marido. Tú no vives con ellos.

—Pero trabajo con ellos —dijo Doreen.

—Cierto —dijo Earl—. Pero no son tu marido.

Cada mañana entraba en el cuarto de baño detrás de ella y esperaba a que se subiera a la báscula. Se arrodillaba junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.

Ahora Doreen pasaba más tiempo en la cama. Volvía a acostarse en cuanto los niños se iban al colegio, y por la tarde descabezaba un sueño antes de salir para el trabajo. Earl ayudaba en las tareas de la casa, veía la televisión y dejaba que su mujer durmiera. Hacía todas las compras, y de cuando en cuando salía a alguna entrevista.

Una noche, después de acostar a los niños, apagó el televisor y salió a tomar unas copas. Cuando el bar hubo cerrado, fue en coche al restaurante de Doreen.

Se sentó en la barra y esperó. Al poco Doreen le vio, y dijo:

—¿Los niños están bien?

Earl asintió con la cabeza.

Se tomó su tiempo para decidir lo que quería. No dejaba de mirar a su mujer, que iba de un lado para otro detrás de la barra. Por fin pidió una hamburguesa con queso. Doreen le entregó la nota al cocinero y fue a atender a otra persona.

Se acercó otra camarera con una cafetera y le llenó la taza.

—¿Cómo se llama tu amiga? —dijo, y movió la cabeza en dirección a su mujer.

—Se llama Doreen —dijo la camarera.

—Pues ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí —dijo.

—No sabría decirle —dijo la camarera.

Comió la hamburguesa y se tomó el café. La gente seguía sentándose y levantándose de la barra. Era Doreen quien atendía a la mayoría, aunque de cuando en cuando la otra camarera venía a anotar algún pedido. Earl observaba a su mujer y escuchaba atentamente. Hubo de dejar su asiento un par de veces para ir al lavabo. Y en ambas se preguntó si se había perdido algún comentario. Al volver la segunda vez, vió que le habían retirado la taza y que alguien ocupaba su sitio. Fue hasta un extremo de la barra y se sentó en un taburete, al lado de un hombre mayor que llevaba una camisa de rayas.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Doreen cuando volvió a verle—, ¿no deberías estar ya en casa?

—Ponme un café —dijo.

El hombre de al lado leía un periódico. Alzó la vista y miró como Doreen servía café a su marido. Y se quedó mirando cómo se alejaba. Luego volvió a su periódico.

Earl sorbió el café y esperó a que el hombre dijera algo. Lo observó por el rabillo del ojo. El hombre había terminado de comer y había apartado hacia un lado el plato. Encendió un cigarrillo, dobló el periódico, se lo puso delante y siguió leyendo.

Doreen volvió y retiró el plato sucio y le sirvió al hombre más café.

—¿Qué le parece la chica? —le preguntó Earl al hombre, haciendo un gesto hacia Doreen, que caminaba hacia el otro extremo de la barra—. ¿No le parece una preciosidad?

El hombre alzó la mirada. Miró a Doreen y luego a Earl, y volvió a su periódico.

—Bien, ¿qué dice? —dijo Earl—. Es una pregunta. ¿Tiene o no buen aspecto? Dígame.

El hombre movió con ruido el periódico.

Cuando vio que Doreen se acercaba desde el otro extremo de la barra, Earl le dio un codazo al hombre en el hombro y dijo:

—Le estoy hablando. Escuche. Mire qué culo. Y ahora fíjese. ¿Me pone por favor un helado de chocolate? —pidió en voz alta a Doreen.

Doreen se paró frente a él y suspiró. Luego se volvió y cogió una copa y el cacillo del helado. Se inclinó sobre el congelador, asomó el cuerpo hacia el interior y se puso a arañar helado con el cacillo. Earl miró al hombre y le dirigió un guiño cuando vio que la falda de Doreen empezaba a ascender por los muslos. Pero el hombre captó la mirada de la otra camarera. Se puso el periódico bajo el brazo y se metió el brazo en el bolsillo.

La otra camarera vino directamente hasta Doreen.

—¿Quién es ese personaje? —dijo.

—¿Quién? —dijo Doreen, con la copa del helado en la mano.

—Ése —dijo la camarera, y señaló a Earl—. ¿Quién es ese tipo?

Earl esbozó su mejor sonrisa. Y la mantuvo. La mantuvo hasta que sintió que la cara se le desencajaba.

Pero la camarera se limitó a observarle, y Doreen empezó a sacudir la cabeza despacio. El hombre dejó unas monedas junto a la taza y se levantó, pero aguardó también a oír la respuesta. Todos ellos tenían los ojos fijos en Earl.

—Es un vendedor. Es mi marido —dijo Doreen al fin, encogiéndose de hombros.

Luego le puso delante el helado de chocolate sin terminar de preparar y se fue a hacerle la cuenta.

La casa de al lado (relato corriente de Tobias Wolff)

Me despierto asustado. Mi mujer está sentada en el borde de la cama, sacudiéndome.

—Ya están otra vez —dice.

Voy a la ventana. Todas sus luces están encendidas, en el piso de arriba y el de abajo, como si tuvieran dinero de sobra. Él se desgañita, ella le contesta algo a gritos, el perro ladra. Hay un breve silencio, luego llora el bebé, pobrecito.

—Será mejor que no te quedes ahí —dice mi mujer—. Te podrían ver.

—Voy a llamar a la policía —le informo, sabiendo que ella no me dejará.

—No llames —dice.

Tiene miedo de que envenenen a nuestro gato si nos quejamos.

En la casa de al lado el hombre todavía vocifera, pero no entiendo lo que dice por encima del perro y el bebé. La mujer se ríe, pero no lo hace de verdad —«¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!»—, y de pronto suelta un grito breve y agudo. Todo queda en silencio.

—Le ha pegado —dice mi mujer—. He tenido una sensación como si me hubiera pegado a mí.

En la casa de al lado el bebé suelta un largo gemido y el perro empieza otra vez. El hombre sale al camino de entrada y cierra la puerta de un portazo.

—Ten cuidado —dice mi mujer. Vuelve a meterse en la cama y se tapa hasta el cuello.

El hombre farfulla para sí mismo y tira de la cremallera de su bragueta. Por fin consigue abrirla y se dirige a nuestra cerca. Es una cerca blanca, más decorativa que otra cosa. No puede impedir que entre alguien. La puse yo mismo y planté madreselvas y buganvillas a lo largo.

Mi mujer pregunta:

—¿Qué está haciendo?

—Chss —hago yo.

El hombre se apoya en la cerca con una mano y con la otra usa las flores como cuarto de baño. Recorre toda nuestra cerca haciendo eso, sin perdonar ninguna. Cuando termina se sacude la Florida, luego se sube la cremallera y vuelve al camino de entrada. Casi resbala en la grava pero se recupera, suelta un taco y entra en la casa, volviendo a cerrar de un portazo.

Cuando me vuelvo mi mujer está echada hacia delante, mirándome. Alza las cejas.

—¿Otra vez?

Asiento con la cabeza.

—Entre él y el perro es asombroso que consigas que crezca algo ahí.

Prefiero hablar de otra cosa. Me deprime pensar en las flores. La mujer de la casa de al lado está gritando.

—Escucha eso —digo.

—Antes me daba pena —dice mi mujer—. Pero ya no. No después de lo del mes pasado.

—Lo mismo que a mí —digo, tratando de acordarme de lo que ocurrió el mes pasado. Tampoco me da pena, pero nunca me la ha dado. Le chilla al bebé y, lo siento, pero no estoy dispuesto a sentir lástima por alguien que trata así a un niño. Grita cosas como: «¡Creí que te había dicho que te quedaras en tu dormitorio!», y el bebé ni siquiera sabe hablar todavía.

En cuanto a su físico, supongo que se podría decir que es guapa. Pero no le durará. No tiene una buena estructura ósea. Hay algo blando en su aspecto, como si nunca hubiera comido más que donuts y batidos. Tiene una piel blanca. El bebé se parece a ella; no es que se esperara que se pareciera a él, moreno y peludo. Incluso con la camisa puesta se puede asegurar que tiene pelo por toda la espalda y en los hombros, espeso y mullido como el de un airedale.

Ahora todos arman ruido a la vez, y además tienen puesto el estéreo a pleno volumen. Una de esas bandas.

—Es por el bebé por el que siento pena —digo.

Mi mujer se lleva las manos a los oídos.

—No lo aguanto ni un minuto más —dice. Se quita las manos—. A lo mejor hay algo en la tele —se sienta—. Vamos a ver quién sale en el programa de Johnny Carson.

Enciendo el televisor. Solía tenerlo en el cuarto de estar de abajo pero lo subí aquí hace unos años cuando mi mujer se puso enferma. Yo mismo la cuidé; preparando las comidas y todo. Llegué a conseguir cambiarle las sábanas sin que ella tuviera que dejar la cama. Siempre tuve intención de volver a llevar el televisor abajo cuando mi mujer se repuso de la enfermedad, pero al final nunca lo hice. Está puesta entre nuestras camas encima de una mesita que hice yo. Johnny Carson le está diciendo algo a Sammy Davis Jr., y Ed McMahon se está partiendo de risa. Siempre es muy alegre. Si uno fuera a hacer un viaje por mar largo de verdad no le vendría mal llevar a Ed McMahon con él.

Mi mujer quiere saber qué otra cosa ponen.

—El Dorado —leo—. «Dinámica historia de aventuras sobre un grupo de ciudadanos en busca de la legendaria ciudad de oro.» Tiene dos estrellas y media.

—¿Ciudadanos de dónde?

—No lo dice.

Al final vemos la película. Un ciego llega a una pequeña ciudad. Dice que ha estado en El Dorado y que dirigirá una expedición allí y repartirá las ganancias. No ve, pero les indicará los puntos de referencia uno por uno mientras cabalgan. Al principio la gente se burla de él, aunque finalmente todos los ciudadanos importantes se reúnen y deciden intentarlo. Inmediatamente les atacan los apaches y algunos quieren dar la vuelta, pero todas las veces que están decididos a hacerlo el hombre les señala otro punto de referencia, así que siguen cabalgando.

En la casa de al lado la mujer está enloquecida. Le dice cosas al hombre que ninguna persona debería decirle a otra. Aquello inquieta a mi mujer. Me mira.

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Levanto la ropa y ella se mete dentro. La cama sólo es cómoda para uno, por lo que dos estamos muy estrechos. Nos tumbamos de lado conmigo detrás. No lo pretendía pero al poco la vieja Florida se me empieza a poner tiesa. Abrazo a mi mujer. Subo las manos hasta las Montañas Rocosas, luego bajo las llanuras en dirección sur.

—Oye —dice ella—. Nada de geografía. Esta noche, no.

—Lo siento —me disculpo.

—¿No puede ser sólo una visita?

—Olvídalo. Ya te he dicho que lo siento.

Los ciudadanos están cruzando un desierto. Acaban de quedarse sin agua y tienen los labios agrietados. Pese a las advertencias del ciego, alguien bebe de un pozo envenenado y muere de modo espantoso. Aquella noche, alrededor de la hoguera, los otros empiezan a pelearse. La mayoría de ellos quiere volver a casa. «Éste no es país para blancos —dice uno—, y en mi opinión, nadie ha estado nunca aquí». Pero el viejo describe un trozo de oro tan grande y tan puro que quema los ojos si lo miras directamente. «Lo sé muy bien», añade. Cuando termina, los ciudadanos se quedan en silencio: uno a uno se apartan y se tumban en sus mantas. Ponen las manos detrás de la cabeza y miran las estrellas. Aúlla un coyote.

Al oír al coyote, recuerdo por qué a mi mujer dejó de darle pena la mujer de la casa de al lado. Era un lunes por la tarde, hará como un mes, justo después de que yo volviera a casa del trabajo. El hombre de la casa de al lado empezó a pegar al perro, y no me refiero a que le diera un golpe o dos. Le estaba dando una paliza y siguió pegándole hasta que el perro ya no podía ni quejarse; se oía la voz quebrada de la pobre criatura. Finalmente paró. Luego, unos minutos después, oí que mi mujer decía «¡Oh!» y fui a la cocina para enterarme de qué pasaba. Mi mujer estaba junto a la ventana que da a la cocina de la casa de al lado. El hombre tenía a su mujer acorralada contra el frigorífico. Había metido la rodilla entre sus piernas y ella tenía la suya entre las piernas de él, y se estaban besando con mucha fuerza. Después de aquello mi mujer apenas pudo hablar durante un par de horas. Más tarde dijo que nunca volvería a desperdiciar su compasión con aquella mujer.

Ahora ahí enfrente hay silencio. Mi mujer se ha dormido, y lo mismo mi brazo, que está debajo de su cabeza. Lo retiro con cuidado y abro y cierro los dedos, pensando en despertarla. Me gusta dormir en mi propia cama y no hay sitio suficiente para los dos. Al final decido que no va a pasar nada por cambiar de sitio por una noche.

Me levanto y cuido las plantas un rato, regándolas y sacando algunas a la ventana y retirando otras. Podo el cóleo, cuyos tallos empiezan a estar muy largos, y pongo los esquejes en un vaso de agua en el alféizar. Están apagadas todas las luces de la casa de al lado excepto la del dormitorio. Pienso en la vida que llevan, y en cómo se prolonga, hasta que parece la vida que querían vivir. Todo el mundo dice siempre que es estupendo que los seres humanos sean tan adaptables, pero no sé. En Estambul un amigo mío vio a un hombre andando por la calle con un piano de cola sobre la espalda. Todos se limitaban a evitarle y seguían su marcha. Es horrible a lo que nos acostumbramos.

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El motivo por el que no veo el resto de la película es que ya sé cómo va a terminar. Los ciudadanos se matarán unos a otros, probablemente a unos tres metros de la legendaria ciudad del oro, y el ciego dará traspiés sin saber que ha conseguido regresar a El Dorado.

Yo podría escribir una película mejor que ésa. Mi película sería sobre un grupo de exploradores, hombres y mujeres, que dejan atrás sus hogares, sus trabajos y sus familias… todo lo que conocen desde siempre. Cruzan el mar y naufragan en la costa de un país que no aparece en los mapas. Uno de ellos se ahoga. A otro le ataca un animal salvaje y se lo come. Pero los demás quieren seguir adelante. Vadean ríos y atraviesan un enorme glaciar en trineos tirados por perros. Les lleva meses. En el glaciar se quedan sin comida y durante un tiempo parece que se van a volver unos contra otros, pero no lo hacen. Finalmente resuelven su problema comiéndose a los perros. Ésa es la parte triste de la película.

Al final vemos a los exploradores durmiendo en un prado lleno de flores blancas. Los capullos están húmedos de rocío y se les pegan al cuerpo; pétalos de aguileñas, clemátides, liatris, gipsófilas, espuelas de caballero, iris y rudas les cubren por completo, volviéndoles tan blancos que no se puede distinguir a unos de otros, a hombres de mujeres, a mujeres de hombres. Sale el sol. Se levantan y alzan los brazos, como árboles blancos en un país donde no ha estado nunca nadie.

Los grifos que manan (una historia corriente de Francisco Rodríguez Criado)

A primera vista el divorcio de mi amigo Josán no fue un suceso traumático. “Marta ha conocido a otro”. Así de sencillo, ni un ápice de amargura en su voz mientras me lo contaba. Ignoro si se lo tomó con tanta calma por determinación o porque en verdad deseaba estar solo, libre de las presiones de una mujer que pudiera coartar sus expectativas. Pero ¿qué libertad?, ¿qué expectativas? Después de la separación se limitó a seguir la rutina de siempre: ocho horas de jornada laboral como vigilante de seguridad, su partida de mus cada jueves, la copa de whisky mientras miraba en el televisor el partido de fútbol…

Josán y yo nos conocemos desde el colegio. Nunca tuvo una vida fácil; más bien todo lo contrario. Quizá eso le enseñó a aceptar el destino en su justa dimensión, que muchas veces es todo menos justa. Su pasividad en temas sentimentales me irritaba (quizá porque en el fondo envidiaba esa paz interior que a mí siempre me faltó con las mujeres).

Así que lo arreglaron todo en cuestión de semanas: ella le devolvió su escasa aportación en el piso que habían comprado a medias, y él, “por ahora”, alquiló un pequeño apartamento en un barrio periférico. Reinaba la armonía. Valga como ejemplo el hecho de que Marta le ayudase en la mudanza.

-Él también nos ha echado una mano…

-¡Él! Dirás más bien que tú les has echado una mano a ellos. ¿Es que no tienes orgullo?

Josán se encogió de hombros. Nunca fue el prototipo de vigilante de seguridad: le faltaba carácter.

En un acto de amistad al que me sentí ingenuamente obligado quise hacerle compañía en aquellos sus primeros días de libertad recobrada. Le visitaba cada tarde, a veces acompañado de algún amigo común. Aunque nadie lo mencionara, temíamos que volviera a recaer en vicios antiguos.

Tal como había prometido la empleada de la agencia inmobiliaria, el apartamento de Josán era pequeño pero confortable: una cocina americana, un salón, un baño pequeño, una habitación grande y una terraza que daba a la iglesia del barrio. Cincuenta metros bien aprovechados.

Respiró tranquilo: todo marchaba estupendamente.

Al parecer Marta le telefoneaba casi todos los días (cargo de conciencia, supongo), aunque sospechosamente aquellas supuestas llamadas nunca coincidían con mis visitas.

Josán, evitando caer en la melancolía, optó por disfrutar el lado positivo: ahora tenía un espacio a su entera disposición del que podía entrar y salir cuando le viniera en gana sin dar explicaciones a nadie. Tampoco se jactaba de su autonomía, se limitaba a vivirla. Una situación (confieso mi maldad) frustrante: hubiese preferido algún gimoteo por su parte, confesiones arrebatadas, algo. Pero no. Estaba dotado de una envidiable capacidad para desvincularse de los lazos afectivos por muy profundos que éstos pudieran haber sido en el pasado.

Como decía, todo le iba bien. Pero al cabo de un mes el grifo de la bañera empezó a dar problemas.

-Lo he desmontado y lo he vuelto a montar. Pero nada, gotea sin parar… Cuando vine a vivir aquí ya perdía agua, pero entonces era un goteo muy distanciado.

Yo miré el grifo, pero desde luego no me arremangué la camisa. Los trabajos manuales nunca fueron mi especialidad.

-Te daré el teléfono de Eugenio. Es un fontanero muy bueno. Y no cobra caro.

Josán me explicó que aquella zona era conocida popularmente como El Calerizo: recibían el agua de un pozo con un alto contenido en cal.

-Los vecinos ya me han puesto sobre aviso: aquí se estropea fácilmente cualquier aparato que esté en contacto con el agua. El lavavajillas, el calentador, los grifos…

-Vaya faena, ¿no?

-Hay una obra pendiente de aprobación por parte del Ayuntamiento para traer agua del pantano principal. Cuestión de tiempo –sonrió sin demasiada convicción-. Tomemos algo. ¿Una cerveza?

Eugenio, después de un par de llamadas por parte de Josán y otras dos por la mía, se dignó acudir. Según me contó mi amigo, tras un vistazo fugaz desmontó los grifos, donde halló una gran acumulación de cal, tal como cabría esperar.

-Había piedras, incluso. Al calentarse el agua, la cal se solidifica -explicó.

Después de limpiarlos Eugenio le recomendó que comprara grifos para toda la casa, él se encargaría de instalarlos. Y se marchó casi sin despedirse.

Josán no tardó en comprar los grifos.

-Tu amigo Eugenio se hace rogar –me dijo mientras cenábamos en su casa-. Hace cuatro días que tengo los grifos. Ya le he telefoneado en dos ocasiones…

-Le llamaré de nuevo. Ya sabes cómo son los fontaneros.

Descolgué el teléfono del salón y marqué un número. Eugenio prometió ir al día siguiente.

Aquel teléfono sonaba a veces. Su madre, su hermano, amigos. Todos querían saber qué tal se encontraba, preguntas lógicas teniendo en cuenta su reciente divorcio. Nada, no había manera de sonsacarle un reproche, un insulto hacia su exmujer. (Creo que todos hubiésemos preferido un divorcio más escénico. Por morbo, por curiosidad, qué sé yo: a ver cómo se desenvolvía ante esos desengaños que todos hemos vivido alguna vez). Pero o no le interesaba el tema o lo evitaba sibilinamente. 

Eugenio, como había prometido, se presentó al día siguiente. Montó los grifos. El de la cocina, los dos del lavadero de la terraza colindante con la cocina, el del lavabo y el del bidé. Trató de poner el de la bañera, pero se dio cuenta de que había una fuga de agua. “Tengo que romper las baldosas”, dijo. Josán asintió con resignación. Y fue en busca de un cincel y un martillo. Eugenio descubrió rápidamente la pared del baño. La avería estaba en el codo, la pieza que une la tubería al grifo. “Está picado.” Bajó al coche y subió inmediatamente con las herramientas necesarias para soldar un codo nuevo.

-Tendrá que llamar a un albañil para que ponga los azulejos –sentenció cuando hubo terminado-. Después llámeme. Volveré para instalar el grifo.

Y una vez más se fue a toda velocidad.

-Como si le hubiesen puesto un petardo en el trasero –se quejaba Josán.

-Bueno, pues ya está, asunto solucionado.

-Sí, menos mal.

Pero sucedió que los azulejos del cuarto de baño, blancos con destellos rosas y grises, ya no se fabricaban. En el almacén de materiales de construcción (estuvo en todos los almacenes de la ciudad) miraban aquella muestra como si fuera una reliquia mesopotámica.

-¡Uf… hace años que no vendemos esos azulejos!–silbaban.

Tuvo que comprar otros, completamente blancos. “Al fin y al cabo, al correr las cortinas del baño no se notará el parche.”

Encontré a un albañil que estaba disponible, un tipo grueso y alto que años atrás había hecho una chapuza en casa de mis padres. Se llamaba Cicuta. Construcciones Cicuta. Siempre pensé que un nombre tan agresivo espantaría a los posibles clientes. Pero ya se sabe que un sector duro como el de la albañilería no está para lirismos. Además, qué le iba a hacer si se apellidaba así… Cicuta no tardó mucho en hacer su trabajo, ni siquiera tuvo que picar la pared, se limitó a poner una capa de silicona para pegar las baldosas sobre el cemento seco. No fue una obra de arte, pero tampoco cobró demasiado.

Aquella tarde estuve en casa de Josán, tomando una cerveza.

-Mañana vendrá Eugenio –dijo con una media sonrisa.

No volví a pasar por su casa hasta varias semanas después. Como Josán no tenía ningún problema importante (aparte los domésticos), mi labor pastoral podría tomarse un descanso.

En aquellos tiempos había una mujer en mi vida. (Siempre hay una mujer). Yo dormía en su casa al menos tres veces por semana. Sábanas de raso, besos ardientes y zumo de naranja por las mañanas. Así pues, inmerso en mis propios asuntos, me olvidé durante un tiempo de mi amigo. Algo que ella acabó por agradecer.

-Me alegro de que ya se haya solucionado el problema de los grifos. Confieso que no echo de menos tus crónicas sobre codos, azulejos, cañerías -se mofaba.

¿De veras me habría obsesionado? Es posible. Lo cual no deja de ser una contradicción, porque yo también pensaba lo mismo de Josán: sus angustias domésticas, obsesivas, como bien había insinuado Ana, nos impedían mantener conversaciones, digamos, profundas, tal como hubiese sido mi deseo. Se había envuelto en una coraza de banalidades difícil de traspasar. Pues al parecer todas aquellas digresiones sobre grifos que yo soportaba en casa de Josán las reproducía fielmente ante la distraída atención de Ana.

-Siento haber sido tan pesado.

-No, está bien.

¿De veras estaba bien? ¿De veras sentía yo haber sido tan plomazo? No estaba muy seguro de ello. Últimamente apenas hablábamos, si acaso alguna vez lo hicimos. (Corrijo: no es que no habláramos; lo hacíamos, pero eran más bien monólogos. Dos monólogos mal sincronizados). Me había acostumbrado a sus bostezos cada vez que yo pronunciaba más de cuatro frases seguidas. Quizá ahora bostezaba con motivos. 

Ana era propietaria de una joyería. No era un negocio envidiable, pero le sacaba cierta rentabilidad. La tienda, aunque pequeña, tenía una clientela distinguida, algo que a ella le halagaba. Por casualidad o por error un día asistió con una amiga a la presentación de un libro y le gustó el autor. Adivinó en él cierta falta de cariño. (Las mujeres siempre adivinan). No le fue muy difícil conquistarlo. Pero al poco descubrió que sus libros no se vendían, que no obtenía un céntimo de ellos. O sea, que no era más que otro aspirante a escritor. Y así fue como pasé de ser una conquista falsamente glamorosa a ser otra joya de su propiedad. Una joya de escaso valor.

-Tal vez deberías cambiar de estilo…

-¿No te gusta?

-No es eso… -y ahí se callaba.

O sea, que no le gustaba mi estilo. Mis relatos. Mis poemas. Todo demasiado mundano. Demasiadas calles oscuras, grafitis y túneles que no llevan a ninguna parte.

-Son historias tristes. Algunas están bien pero…

Sí, algunas estaban bien. Aquellas en las que había cierto humor (un humor que he perdido con el paso de los años).

-Parece que siempre estás justificándote, pidiendo perdón. Me da rabia que no seas más… optimista. Tengo ganas de verte sonreír por dentro.

“Optimista” era un eufemismo. Y “rabia”, otro. Tenía cierto manejo con los eufemismos. Lo de “sonreír por dentro” me despistaba: no sé de qué manual de autoayuda lo habría sacado.

El pesimismo de mis narraciones era un pesimismo vital, autobiográfico. En ellas describía mis malandanzas, los bares que durante mucho tiempo estuve cerrando noche tras noche. Mujeres decadentes, alcohol, conflictos familiares, desencanto. Como hombre cansado de la vida pensaba que podría parecerme, si me lo proponía, a Francisco Umbral, padre de esa urbe literaria (que siempre era Madrid) donde el personaje principal de la novela (que siempre era él) se encamaba con mujeres de mala vida que escuchaban sus improvisadas peroratas sobre literatura: generación del 98, surrealismo, dadaísmo, Valle, Baroja… ¡Y ellas escuchaban! (Por eso leía yo sus novelas, porque ellas escuchaban). Pero Ana, que no era una mujer de mala vida ni cerraba los bares a altas horas de la madrugada, no escuchaba. Ese ambiente no le interesaba, se alejaba demasiado de sus intereses: joyas, perfumes y cuatro horas semanales de gimnasio. Mis experiencias le resultaban lejanas, dramáticas, falsas. Sin embargo, cuando coincidíamos con sus amigos emperifollados no tenía inconveniente en devolverme el papel de novio escritor. Pero yo no era su novio. Y tampoco era escritor.

Así que en aquella pensión que era su casa yo a veces encontraba una caricia, un beso, una reprimenda, un préstamo… Un menú variado que dependía del estado de ánimo de la casera.

-Deberías dejar de escribir y buscar un trabajo estable. Escribir está bien…, pero de algo hay que vivir.

Para Ana, como para la mayoría, había que vivir de algo para poder vivir. A ella no le había ido mal, quizá porque había sabido elegir el camino correcto, esa ruta que seguir a toda costa. Yo era un ser disipado que caminaba en zigzag, sin rumbo definido.

-Tu problema es que no sigues una línea recta.

(Si leyera estos folios que ahora emborrono, se quejaría de mi falta de definición. Diría: “Empiezas escribiendo sobre los grifos de tu amigo y después abandonas el argumento para hablar de ti. ¿Ves?, esto es lo que yo llamo “justificarse”: aprovechar la historia de los demás para contar tu historia”. Yo no respondería. Como no respondía entonces. Para qué. Por aquella época ya había descubierto que sin un editor -el que tenía empezaba a poner pegas a todos los trabajos que le enviaba-, sin lectores, sin talento quizá, la cuestión no era escribir “para” sino escribir “por”. Me olvidé de Umbral, de sus bares y sus mujeres, de su blanca bufanda nihilista. Y en cierta manera me olvidé de la literatura, tal como ella deseaba).

Josán llamó por teléfono para ponerme al corriente:

-Tu amigo Eugenio no volvió por aquí.

-¿En serio? Lo siento. Trataré de localizarlo.

-¿Sabes?, instalé el grifo. No resultó difícil. Pero unos días después descubrí una mancha de humedad en el pasillo. Una mancha que aumentaba de tamaño conforme pasaban los días… ¿Puedes venir?

-Está bien. Iré.

Nada más abrir la puerta me condujo hasta el cuarto de baño, como si yo fuese, en vez de un amigo, el fontanero que habría de solucionar su problema.

-¿Qué te parece? Parece surrealista.

(Surrealista, kafkiano, goyesco… Adjetivar a toda costa. Aunque no se sepa muy bien quién fue Kafka, Goya o el surrealismo).

Miré: un boquete abierto en un rincón del baño que había traspasado el tabique. Visto desde ambos lados (el baño y el pasillo) tuve que reconocer que aquel dibujo grotesco en la pared, símbolo de la rebelde avería, empezaba a ser algo surrealista.

-Un amigo de mi padre se ofreció a echarme una mano. Está jubilado, pero parece ser que había sido fontanero durante años… Pensó que ahí podría estar la fuga –señalaba la mancha de humedad como si fuera un campesino indicando a la policía un cadáver descubierto por casualidad entre la maleza- y no se le ocurrió otra cosa que descubrir –“descubrir”, no lo dije antes, es el verbo que emplean los albañiles en vez de “destruir”, quizá porque descubrir y destruir son a menudo verbos sinónimos. Lo decía Bakunin: hay que destruir el Estado antes de fundar otro-. Pero ahí no hay ninguna tubería… Me estoy volviendo loco.

-No sé qué decirte. Tendrás que llamar a otro fontanero.

-Ya lo he hecho. Pero ninguno quiere venir. Un par de ellos prometieron hacerlo la semana pasada. Esperé durante toda la mañana, pero no se presentaron. Estas obras tan pequeñas no les interesan. ¡Son unos cerdos!

Arremetió vehementemente contra los fontaneros. Ahora que estaba haciendo guardias de noche y llegaba a casa a las ocho de la mañana, tenía que hacer un esfuerzo para no caer dormido mientras trataba de localizar o esperaba (cuando ya lo había localizado) al fontanero de turno. Se le notaba realmente desesperado.

-Si la pérdida de agua se ha desplazado desde la bañera hasta la pared del pasillo, no te extrañe que también haya inundado el techo del piso de abajo.

Su bufido de desesperación me llevó a la convicción de que debería haberme ahorrado aquel comentario.

-Sería ya lo último –murmuró.

Yo me preguntaba por qué se agobiaba tanto, al fin y al cabo todo era cuestión de encontrar a un profesional competente que rematase aquel trabajo; más tarde me enteré de que le aterraba que fuese una avería grave, tras el divorcio su saldo bancario se había resentido notablemente. Ya había pedido un préstamo a su madre. Y otro al banco.

-Yo no sé mucho de estas cosas… pero es posible que el codo que montó Eugenio se haya torcido. O el del otro grifo, quién sabe. Podemos descubrir los azulejos, si quieres –yo hablaba como un pseudoespecialista. Un Bakunin amateur de la albañilería.

-No, mejor no. Llamaré mañana a alguien.

-Está bien.

Aquella noche dormí con Ana. Y, como si presintiera algo, preguntó:

-¿Qué tal le va a Josán?

-No sé –respondí-. Hace tiempo que no lo veo.

Trabajaba en la recepción de un hotel de segunda, de doce de la noche a ocho de la mañana, los domingos libres. Un trabajo que me permitía leer y escribir. Todo lo que tenía que hacer era entregar las llaves de las habitaciones y despertar cada mañana a los clientes que lo solicitaran. Por segunda vez en menos de quince días me quedé dormido. Los dos empleados de RENFE, que ocupaban las habitaciones 203 y 204, se quejaron al jefe: por mi culpa ellos también se habían quedado dormidos. Me despidieron. Volvía a estar en la calle.

A partir de aquel momento buscaba con la inseguridad de un bebé indefenso aquellas sábanas de raso, necesitaba esconderme bajo ellas: del mundo, de los trabajos mal remunerados, de mi sobrio estilo narrativo. Pero aquellas sábanas se escapaban de mis manos, cada vez me costaba más sujetarme a ellas. Tarde o temprano, lo sabía bien, aquel raso dejaría de ser mío para pertenecer a otras manos más firmes. A veces las imaginaba: pulcras, acicaladas, las uñas bien recortadas; imaginaba incluso un anillo de matrimonio, algo que siempre da solera a una cama que pretende ser moderna. Sin darme cuenta me sentí invasor de un territorio que histórica y culturalmente no había sido nunca mío.

Por fin llegaron los fontaneros. Josán los trató como hijos pródigos. A uno de ellos lo conocía: era el dueño de uno de los pisos en alquiler que había visto antes de decantarse por el apartamento.

El hombre bromeaba mientras quitaba el grifo:

-Si hubiera alquilado el mío, no hubiera tenido problemas de este tipo.

Josán sonrió.

Al poner el grifo se dio cuenta de que la rosca que lo conectaba a la toma de agua estaba mellada.

Josán le explicó que aquel grifo había sido montado una y otra vez.

-Me temo que ha de comprar otro.

-¿Otro? ¿Es que no venden esta pieza suelta?

-No. Y es una pena, porque el grifo está nuevo.

-Sí. Y me costó caro, es un grifo muy bueno.

-Estas cosas pasan. Cuando haya comprado otro, llámenos.

Aquella misma tarde fue a un par de ferreterías. No vendían la pieza. Decidió pasar por la tienda donde lo había comprado. Tampoco allí vendían la tuerca. Josán bufó. El hombre se apiadó y decidió darle otro grifo nuevo, idéntico, pese a que la venta se había realizado hacía más de un mes. Josán se sintió en deuda con él.

A Carlos y Fernando, a quienes llamó al día siguiente, les sorprendió también la generosidad del dependiente.

-Puedes darte con un canto en los dientes. Ni siquiera nos lo hubieran cambiado a nosotros, que somos clientes habituales.

Diez minutos después habían acabado. Josán pagó satisfecho y les dio las gracias. Como si se hubiera quitado un gran peso de encima, se tumbó en el sofá, donde se quedó dormido. Cuando despertó fue al baño a orinar y vio que el grifo seguía manando, ahora más que nunca. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar. Alguien se estaba riendo de él.

-¿Y qué hiciste entonces? –pregunté.

-Les llamé de nuevo. Vinieron enseguida. Hay que reconocer que son gente muy formal. ¿Sabes qué dijeron? Que tenían que descubrir nuevamente la pared.

-Increíble.

-Sí. Alguien me ha echado un maleficio.

Eso mismo estaba pensando yo cuando me escuché decir:

-Tonterías.

-Menos mal que hallaron rápidamente la avería: la tubería de agua caliente perdía agua por dos puntos.

-¿Y has tenido que cambiar la tubería?

-No. Ha sido suficiente con soldarla.

-Menos mal. Ya tienes entonces el grifo en funcionamiento, ¿no?

-Pues no, mañana va a venir un albañil, amigo de los fontaneros. En cuanto ponga los azulejos, he de llamar a los fontaneros para que pongan el grifo otra vez.

Ni las obras de El Escorial, pensé. Entonces le conté cómo un pequeño asunto puede traer de cabeza a una persona cabal. Le expliqué a grandes rasgos el cuento de Maupassant: El collar.

-Una mujer pierde un collar que le han prestado y tiene que comprar otro (muy caro) para devolvérselo a la dueña sin que se entere de la pérdida. Todo el cuento gira en torno al collar.

-Qué cosas –dijo-. ¿Cómo dices que se llama ese escritor francés?

-Mo-pa-sán.

-No sé… no me suena su nombre. ¿Sale en la tele?

Vivía con dos estudiantes de informática en un piso de alquiler. La primera vez que entré en él me asusté: una abultada alfombra de polvo recorría todo el pasillo. Era una casa grande y bien iluminada que en su momento tuvo que haber sido un buen lugar. Ahora no era más que una covacha, vieja, sucia, hostil. Pero muy barata, todo sea dicho.

Mi relación con mis compañeros de piso era casi inexistente, en parte porque apenas nos veíamos. No compartía demasiado sus ideas, si es que tenían ideas. Pero prefería llevarme bien con ellos: no ponían reparos en echarme una mano cuando mi ordenador se estropeaba, algo muy habitual.

A mis padres tampoco les gustaron. Ni el piso ni ellos. Después de la última discusión comprendí (si acaso no lo sabía ya) que yo tampoco les gustaba. Poco a poco perdimos el contacto. No puedo criticarles, entiendo su decepción: hubiesen deseado que yo fuese de otra manera. En eso coincido con ellos.

Cicuta envió a uno de sus empleados. Josán me contó que fue incapaz de reprimir cierta turbación al abrir la puerta: el hombre era canijo, con poco pelo, contrahecho, la cabeza ladeada hacia la izquierda.

-No por nada. Fue solo un gesto de sorpresa –se excusaba-. Espero que él no lo notara… Pero tenías que haberle visto, el pobre hombre tenía completamente desviada la columna vertebral. Parecía como de película. No mediría más de metro y medio y…

-¿Puso los azulejos? –le corté. No quería que se explayara con más detalles.

-Sí, pero déjame que te cuente: el tipo era un poco caradura. Trabajaba lento, muy lento… Al final tomó confianza y me buscaba por la casa para pedirme algo. Pero en verdad lo que quería era charlar. Y de qué manera… Me contó toda su vida. Casado, un hijo, varios años trabajando en Ibiza… ¡Pero sabes cuánto me ha cobrado! 60 euros. ¡60 euros por una hora y media de trabajo! Más tres cervezas que se tomó. Estaba encantado. Y eso que no le puse pincho.

-Ya sabes cómo son estas cosas.

-Sí…

-Hablemos de lo importante –atajé, harto de enredar con el hilo telefónico mientras escuchaba su perorata-. ¿Ya está…?

-Sí. Sí y no. Al día siguiente llamé a los fontaneros. Y mientras ponían el grifo se cayó uno de los baldosines. Estoy gafado.

-No vamos a discutir lo que es obvio.

-Telefoneé al albañil. Mañana vendrá. Espero que no cobre nada.

-No creo, ya verás.                

Yo tenía razón: el albañil le puso aquel baldosín en apenas un cuarto de hora. No le cobró nada.

-Venía con su hijo, un niño pequeño –me contaría días después-. Sin ninguna traba física. ¡Se comió dos donuts de chocolate, y su padre se bebió otras dos cervezas! Y en eso en quince minutos –se reía Josán, ahora feliz-. Oye, te invito a cenar. Para celebrarlo.

Quise negarme, pero no pude. ¡Cómo no celebrar que le habían arreglado una pequeña avería doméstica! Sería toda una traición por mi parte.

Aquella noche se esmeró: preparó sopa de pescado y estofado de ternera. Y después nos tumbamos en la terraza para fumar unos canutos.

-¿Te imaginas que el grifo esté perdiendo agua, ahora mismo, inundando gota a gota la casa? Quizá tengamos que llamar a los bomberos –dije.

-¡Calla, no digas tonterías!

A continuación, encendió un canuto y empezó a lanzar anillos de humo hacia las estrellas.

-¿Te encuentras bien?

-Mo-pa-sán –decía mi amigo una y otra vez, como si aquello fuera un chiste. En cualquier caso acabó por contagiarme el buen humor. Mientras aprendiera a reír por dentro, no estaba de más hacerlo por fuera.

-Mo-pa-sán, jajaja.

-Mo-pa-sán, jajaja.

Agotadas las fuerzas, caímos rendidos al sueño como dos niños pequeños.

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Estoy esperando a señor Mario a las puertas de su colegio. En cuanto salga, correrá…
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