El hombre que caminaba | Relato corto de Francisco Rodríguez Criado

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Este relato, «El hombre que caminaba», está incluido en mi primer libro, Sopa de pescado (Editora Regional de Extremadura, Mérida, 2001). Es uno de los primeros textos narrativos que escribí. Se trata de una de esas no-historias de no-personajes que no van hacia ninguna parte que tanto me gustaban… y me gustan. 🙂

Siete minutos
  • Criado, Francisco Rodríguez (Autor)

El HOMBRE QUE CAMINABA (cuento de Francisco Rodríguez Criado)

Bajó del camión sin despedirse del aquel tipo risueño y satisfecho que regresaba a casa tras otra dura jornada laboral. Ni siquiera le dio las gracias por haberle invitado a subir al vehículo mientras caminaba por el arcén de la autopista. Tampoco él le había pedido nada. Amable, le había preguntado: “¿Adónde te diriges, compañero?” al tiempo que le ofrecía un cigarrillo. El hombre que antes caminaba aceptó el cigarrillo. Miraba por la ventanilla. No habló durante todo el viaje.

Ahora volvía a estar solo.

Caminaba.

Caminó hasta que, casualmente, dio con una ciudad. Dirigió una mirada vacía al cartel de “Bienvenido a…”. Hacía calor, mucho calor. Cansado y hambriento, avanzó hacia el centro urbano. A la salida de la catequesis, una niña gordita con trenzas rubias le observaba con recelo. Se aferró a una mano de su madre. “Mira, mami…”, le dijo al oído. Todo parecía seguir igual.

Caminaba.

Bajó por la calle de Las Flores y torció a la derecha. A la altura del Café Berlín, ojeó vagamente hacia ambos lados. Cruzó. A lo lejos se divisaba el parque Otelo, envuelto en la algarabía del atardecer. Su estómago tamborileó ante un puesto de perritos calientes. Hurgó en sus bolsillos… echaba de menos el rancho. Un individuo robusto y barbudo, con barriga de cerveza negra y ojos de gato, pasó a su lado exhalando un inconfundible olor a vino barato. “Oye, mola tu cicatriz”, le escuchó decir. Esquivó al barril de cebada que se le venía encima. Se giró hacia atrás, justo para ver al borracho tambalearse como una peonza y entrar en un pequeño local rebosante de humo de tabaco y malas mujeres, donde el placer se pintaba los labios y se acicalaba en sábanas limpias cada hora.

Caminaba.

Descansó sobre un palmo de terreno verde al que los jardineros del Ayuntamiento lavaban y cortaban el pelo a diario. Se quitó la camisa.

Los niños, alborotados, deslizaban sus cuerpos menudos por un tobogán. Las cuidadoras, sentadas en los bancos de piedra, exhibían esas carnes frescas que, con algo de suerte, encontrarían acogida en el mercado militar del amor. Una chica joven, con gafas de bibliotecaria y perfume a rosas recién cortadas, sonrió al escuchar el claxon de una motocicleta que la llevaría al Lago de los Cisnes, ese lugar donde las parejas dejaban volar su imaginación y sus prendas. Decenas de neumáticos dañaban impunemente el asfalto con falsas caricias. Un tipo con bigote canoso que portaba una cartera esposada a su muñeca se dirigía con paso veloz hacia La Avenida Mercantil. Don Dinero, fumando un cigarro puro, le esperaba vanidoso en la oficina de un monstruoso edificio.

Todo el mundo iba hacia alguna parte. Las esposas corrían hacia los brazos de sus amantes, los ejecutivos huían al bar, los ciudadanos con el disfraz de turistas se fugaban de la ciudad para vivir “excitantes aventuras” que habrían de pagar en cómodos plazos, los aparcacoches se emboscaban en buenos modales que sugerían propinas, los perros perseguían gatos que a su vez perseguían ratas que a su vez perseguían insectos…

El hombre que caminaba pensó que aquel no era un mal sitio para vivir.

Pero, por desgracia, tenía una cita con nadie en ninguna parte quién sabe cuándo y no había tiempo que perder.

Se puso su camisa a rayas y se echó a caminar.

Francisco Rodríguez Criado

Francisco

Rodríguez Criado

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