Con tantas tareas que hacer, este fin de semana he dormido muy poco. Podría haberme recuperado ayer por la tarde gracias a una buena siesta, pero tuve que llevar a señor Mario a un cumpleaños en un centro de ocio infantil que está a más de 30 kilómetros de mi casa.
Como tenía que esperar tres horas a que saliera del cumpleaños, aproveché la circunstancia para cargar el ordenador en el coche y así trabajar en la cafetería del centro comercial cercano, corrigiendo los textos de un cliente o escribiendo algo de mi cosecha.
Y eso hice, pero era tanto el ruido ambiental, era tanto el sueño y el cansancio, era tanto el dolor de cabeza, que al rato opté por irme a dar un paseo para despejarme. Paradójicamente, para liberarse del cansancio a veces no hay nada mejor que hacer actividad física. No fue así esta vez: después de la caminata de hora y media, estaba exhausto.
De regreso a casa, sin perder detalle del tráfico, a esa hora impetuoso, iba pensando en las tareas que me faltaban por hacer: recoger a Chico de casa de los abuelos, sacar de paseo a la perra, hacer la cena, acostar a los niños y, si me sobraban energías, tramitar los trimestrales del IVA, esa cosa que tanto me aburre.
En el coche le confesé a señor Mario que estaba agotado. Y el niño, cómodamente repantigado en su asiento, me dijo:
–No te quejes, que la vida no es perfecta.
Lo dijo con esas mismas palabras, con el tono de un experimentado teniente coronel que se dirige a un cadete flojo y quejumbroso.
No respondí. Para qué, si tenía razón: la vida no es perfecta.
Creo que precisamente escribimos para eso: para que esta vida sea un puntito menos imperfecta.
Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector literario
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