Guy de Maupassant es seguramente el mejor cuentista francés del siglo XIX. No en vano, muchos se refieren a él como “el Chéjov francés”.
Y hablando de Antón Chéjov, no he podido evitar el recuerdo de uno de sus cuentos, “El talento”, mientras leía este de Maupassant, “Una velada”. En ambos se aborda el glamur y la fascinación que provocan los artistas en determinadas personas, muchas veces sin motivos justificados. Ambos abordan por momentos la vida de un pintor, si bien la narración de Maupassant es más irónica y humorística –y no por ello exenta de dramatismo– que la de su compañero ruso.
En cualquier caso, son dos grandes relatos de dos grandes autores que escriben sobre un mismo tema.
Creo que os van a gustar ambas historias.
Relato de Guy de Maupassant: Una velada
Al señor Saval, notario de Vernon, le gustaba la música con pasión. Siendo joven, aunque ya calvo, siempre afeitado cuidadosamente, un poco grueso, como conviene a su categoría, con quevedos de oro en lugar de las antiguas gafas, activo, galante y alegre, en Vernon pasaba por ser un artista. Tocaba el piano y el violín, daba veladas musicales en las que se interpretaba las óperas nuevas.
Tenía incluso lo que se llama un hilo de voz, sólo un hilo, un hilillo; pero lo manejaba con tanto gusto que los «¡Bravo! ¡Exquisito! ¡Sorprendente! ¡Admirable!» brotaban de todas las bocas cuanto terminaba de murmurar la última nota.
Tenía un abono con un editor de música de París, el cual le enviaba las novedades, y él, de cuando en cuando, enviaba a la alta sociedad de la población tarjetitas redactadas de la siguiente forma:
“Ruego a usted tenga a bien asistir el lunes por la noche a la primera audición en Vernon de Saïs, que tendrá lugar en casa del señor Saval, notario”. Algunos oficiales, dotados de buena voz, hacían el coro. Dos o tres damas de la localidad cantaban también. El notario hacía de director de orquesta con tanta seguridad, que el músico mayor del 190 regimiento de infantería, cierto día, en el Café de l’Europe había dicho de él:
—El señor Sayal es un maestro. Es una lástima que no haya seguido la carrera del arte.
Cuando citaban su nombre en un salón, siempre había alguien que decía:
—No es un aficionado, es un artista, un verdadero artista.
Y dos o tres personas repetían, con una profunda convicción:
—Sí, sí, un verdadero artista —recalcando mucho el “verdadero”.
Siempre que se interpretaba una nueva obra en un importante teatro de París, el señor Saval hacía el viaje hasta la Capital.
Un año, siguiendo su costumbre, quiso ir a escuchar Enrique VIII. Tomó, pues, el expreso que llega a París a las cuatro y media, decidido a regresar en el tren de las doce y treinta y cinco de la noche para no tener que pasar una noche en el hotel. Llevaba puesto su traje de etiqueta, frac negro y corbata blanca, que disimulaba bajo su abrigo con el cuello levantado.
En cuanto pisó la calle de Amsterdam, se sintió contento. Se decía: “Decididamente, el ambiente de París es único. Tiene un no sé qué de excitante, de embriagador, que te produce unas ganas locas de saltar y de hacer otra cosa muy distinta. En cuanto llego, tengo de pronto la impresión de que acabo de beberme una botella de champaña. ¡Qué vida se podría hacer en esta ciudad, entre artistas! ¡Dichosos los elegidos, los grandes hombres que gozan de fama en una ciudad como ésta! ¡Qué existencia la suya”.

Y hacía proyectos: habría querido conocer a algunos de aquellos hombres célebres, para hablar de ellos en Vernon y pasar de cuando en cuando una velada con ellos cuando fuera a París.
De pronto tuvo una idea. Había oído hablar de los pequeños cafés de los bulevares exteriores, donde se reunían pintores ya conocidos, escritores y hasta músicos, y comenzó a subir hacia Montmartre a paso lento.
Tenía dos horas por delante. Quería darse una vuelta para ver algo. Pasó ante las cervecerías frecuentadas por los últimos bohemios, mirando a los rostros, tratando de adivinar quiénes eran los artistas. Al fin, entró en la Ret–Mort, atraído por el nombre.
Cinco o seis mujeres acodadas sobre las mesas de mármol hablaban de sus asuntos amorosos, de las disputas de Lude con Hortense, de la astucia de Octave. Eran maduras, demasiado gordas o demasiado flacas, se las veía fatigadas, desgastadas. Se las adivinaba casi calvas; y bebían bocks de cerveza como hombres.
El señor Saval se sentó alejado de ellas, y esperó, pues faltaba poco para la hora del ajenjo.
Pronto vino a sentarse junto a él un joven alto. La patrona le llamó “señor Romantin”. Al notario le dio un vuelco el corazón. ¿Sería ese Romantin que acababa de obtener una primera medalla en el último salón?
El joven llamó al camarero con un gesto.
—Me vas a traer la cena en seguida, y luego llevarás a mi nuevo estudio, bulevar de Clichy, quince, treinta botellas de cerveza y el jamón que encargué esta mañana. Vamos a celebrar la nueva casa.
El señor Saval, inmediatamente, pidió de cenar. Luego se quitó el abrigo, dejando ver su frac y su corbata blanca.
Su vecino no parecía fijarse en él. Había cogido un periódico y lo estaba leyendo. El señor Saval le miraba de reojo, ardiendo en deseos de hablarle.
Entraron dos jóvenes, vestidos con chaquetas de terciopelo rojo, y con barbas en punta a lo Enrique III. Se sentaron enfrente de Romantin.
El primero dijo:
—¿Es para esta noche?
Romantin le estrechó la mano:
—Eso parece, amigo, y estará todo el mundo. Irán Bonnat, Guillemet, Gervex, Béraud, Hébert, Duez, Clairin, Jean–Paul Laurens; ¡una fiesta estupenda! ¡Y con mujeres, ya verás! Todas las actrices sin excepción, todas las que no tengan nada que hacer esta noche, naturalmente.
El dueño del establecimiento se había acercado:
—¿Inaugura usted a menudo estudio?
El pintor respondió:
—Tiene razón. Cada tres meses, al vencer el plazo para pagar.
El señor Saval no se pudo contener más y, con voz vacilante:
—Le ruego me excuse si le molesto, caballero —dijo—, pero he oído su apellido y me gustaría saber si es usted el señor Romantin, cuya obra he admirado tanto en el último salón.
El artista respondió:
—El mismo, en persona, caballero.
El notario, entonces, le hizo un elogio muy hábil, demostrando que era un hombre culto.
El pintor, encantado, respondió con cortesías. Charlaron.
Romantin volvió a la inauguración, que seguramente sería una fiesta magnífica.
El señor Sayal le interrogó a propósito de todas las personas que iba a recibir, y añadió:
—Para un forastero sería una suerte extraordinaria encontrar a tantas celebridades reunidas en la casa de un artista de su valía.
Romantin, conquistado, contestó:
—Si le agrada, venga.
El señor Sayal aceptó con entusiasmo, pensando: “Me dará tiempo a ver el Enrique Octavo”.
Habían acabado los dos de cenar. El notario se empeñó en pagar las dos notas, pues quería corresponder a la atención del artista. Pagó también las consumiciones de los jóvenes vestidos de terciopelo rojo; al fin, salió con su pintor.
Se detuvieron ante una casa muy larga y de escasa altura, cuyo primer piso parecía un invernadero interminable. Seis estudios se alineaban en fila, en la fachada del bulevar.
Romantin entró delante, subió la escalera, abrió una puerta, encendió una cerilla y con ella una vela.
Se encontraron en una habitación inmensa, cuyo mobiliario consistía en tres sillas, dos caballetes, y algunos bocetos por el suelo apoyados en las paredes. El señor Saval, estupefacto, se quedó inmóvil en la puerta.
El pintor dijo:
—Como ve, espacio tenemos; pero todo está por hacer —luego, examinando el alto apartamento medio vacío, cuyo techo parecía perderse en la sombra, declaró—: Se podría sacar un gran partido de este estudio —se dio una vuelta por él, contemplándolo con mucha atención, y luego siguió—: Tengo una querida, que habría podido ayudarnos. Para poner colgaduras, las mujeres son incomparables. Pero la he mandado al campo a pasar el día, para librarme de ella esta noche. No es que me aburra, pero no tiene mucho trato; habría sido molesto para los invitados —reflexionó unos segundos y luego añadió—: Es una buena chica, pero difícil. Si supiera que recibo a gente, me arrancaría los ojos.
El señor Sayal no había hecho un solo movimiento: no comprendía.
El artista se acercó a él:
—Ya que le he invitado, me ayudará a algo.
El notario declaró:
—Utilíceme como desee. Estoy a su disposición.
Romantín se quitó la chaqueta.
—Perfecto, ciudadano: manos a la obra. Empecemos a limpiar.
Fue hasta detrás de uno de los caballetes que tenía una tela representando un gato, y cogió una escoba muy desgastada.
—Tenga, usted barre mientras yo me ocupo de la luz.
El señor Saval cogió la escoba, la miró y se puso a restregar torpemente el suelo levantando una nube de polvo.
Romantín, indignado le contuvo:
—¿Es que no sabe usted barrer? Mire, fíjese en mí.
Y empezó a barrer hacia delante, formando montones de basura gris, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida; luego le dio la escoba al notario, que le imitó.
En cinco minutos, una enorme polvareda llenaba el taller, y Romantín tuvo que preguntarle.
—¿Dónde está? Ya no le veo.
El señor Saval, tosiendo, se acercó. El Pintor le dijo:
—¿Qué se le ocurre para improvisar una araña? El otro, aturdido, preguntó:
—¿Una araña?
—Sí, una araña para alumbrar, con velas.
El notario no comprendía nada. Contestó:
—No sé.
El pintor empezó a hacer cabriolas, tocando las castañuelas con los dedos:
—¡Ya lo tengo! Resuelto —y luego, con más calma, continuó—: ¿Tiene usted cinco francos?
El señor Saval respondió:
—Sí, naturalmente.
El artista le dijo:
—¡Estupendo! Vaya a comprar cinco francos de velas mientras yo voy a comprar una cuba.
Y empujó al notarlo hacia la puerta, vestido con su frac. Cinco minutos después estaban de vuelta, uno con las velas, el otro, con un aro de cuba. Romantin buscó en una alacena y sacó unas veinte botellas vacías, que ató al aro formando una especie de corona. Bajó luego para que la portera le prestara una escalera, tras haber explicado que se había ganado a la vieja haciendo el retrato de su gato, que era el que estaba en el caballete.
Regresó con una banqueta y le preguntó al señor Saval:
—¿Es usted ágil?
El otro, sin comprender, respondió:
—Sí.
—Estupendo. Súbase ahí y cuelgue esa araña del techo. Después le pone una vela en cada botella y las enciende todas. Puede creerme que soy un as en esto de la iluminación. Pero quítese su frac, caramba, parece un camarero.
La puerta se abrió brutalmente y apareció una mujer, con los ojos brillantes, que se quedó inmóvil en el umbral.
Romantin la contempló con ojos de espanto.
Ella esperó unos segundos, cruzó los brazos sobre el pecho. Al fin, con una voz aguda, vibrante, exasperada, gritó:
—¡Grosero! ¡Cerdo! ¿Para esto me dejas sola? —Romantin no contestó; la mujer continuó—: ¡Ah, canalla! Y todavía te hacías el generoso mandándome al campo. Vas a ver cómo arreglo yo tu fiesta. Sí, soy yo quien va a recibir a tus amigos —se iba animando—. Les voy a plantar en la cara las botellas con sus velitas…
Romantin, con voz muy dulce, dijo:
—Mathilde…
Pero ella no le hizo caso, y siguió:
—¡Espera un poco, sinvergüenza, vas a ver!…
Romantin se acercó, intentando cogerle las manos:
—Mathilde…
Pero ella estaba ya lanzada; se paseaba, vaciando su arsenal de palabrotas y su depósito de insultos. Brotaban de su boca como un torrente que arrastra inmundicias. Las palabras precipitadas parecían luchar por salir. Tartamudeaba, farfullaba, se atropellaba, recuperando de pronto la voz para lanzar un insulto, un juramento.
Él le había cogido las manos, sin que la muchacha se hubiera dado cuenta; no parecía ni siquiera verle, tan ocupada estaba hablando, desahogando su corazón. Y de pronto rompió a llorar. Las lágrimas le fluían de los ojos sin que hubieran dejado de brotar sus quejas. Pero las palabras adquirieron entonaciones chillonas y de falsete, le salían gallos, y de pronto los sollozos las interrumpieron. Atacó de nuevo dos o tres veces aún, pero se volvía a detener atascada, y al fin se calló, en un desbordamiento .de lágrimas.
Romantin la estrechó entre sus brazos, besándole los cabellos, enternecido él mismo.
—Mathilde, mi pequeña Mathilde, escucha. Vas a ser razonable. ¿Sabes? Doy una fiesta para agradecerle a esos caballeros mi medalla del salón. No puedo recibir mujeres. Deberías comprenderlo. Con los artistas, la cosa es distinta que con el resto de la gente.
Ella balbució entre lágrimas:
—¿Por qué no me lo has dicho?
—Para no molestarte —siguió él—, para que no te disgustaras. Escucha: te voy a acompañar a tu casa. Sé buena, pórtate bien y quédate tranquilamente esperándome en tu camita y yo iré en cuanto esto haya terminado.
Ella murmuró:
—Sí, pero ¿no volverás a empezar?
—No, te lo juro.
Se volvió hacia el señor Saval, que, al fin, acababa de colgar la araña:
—Amigo mío, vuelvo dentro de cinco minutos. Si llegara alguien estando yo ausente, hágale los honores en mi nombre, ¿de acuerdo?
Y arrastró a Mathilde, que se secaba los ojos y se sonaba la nariz alternativamente.
Al quedarse solo, el señor Saval acabó de poner en orden todas las cosas. Luego encendió las velas y esperó.
Esperó un cuarto de hora, media hora, una hora. Romantin no volvía. De pronto, se produjo en la escalera un ruido espantoso, una canción aullada a coro por veinte bocas, y pasos rítmicos como los de un regimiento prusiano. Las sacudidas regulares de los pies hacían retumbar toda la casa. Se abrió la puerta, y una muchedumbre apareció. Hombres y mujeres en fila, cogidos de los brazos, de dos en dos y dando rítmicos taconazos, penetraron en el estudio como una serpiente que se desenrosca.
Aullaban:
Entrez dans mon établissement,
bonnes d’enfants et soldats!…
El señor Saval, desconcertado, en traje de etiqueta, permaneció bajo la araña. La procesión le descubrió y lanzó un berrido:
—¡Un camarero! ¡Un camarero!
Y empezaron a dar vueltas alrededor de él, encerrándole en un círculo de griteríos. Luego se cogieron de la mano y bailaron en corro como locos.
Él trataba de explicarse:
—Caballeros… Señoras…
Pero no le oían. Daban vueltas, saltaban, gritaban.
Al fin, la danza se detuvo.
El señor Saval dijo:
—Caballeros…
Un muchachote rubio y barbudo hasta la nariz le interrumpió:
—¿Cómo se llama, amigo? El notario, asustado, dijo:
—Soy el señor Saval. Una voz gritó:
—Querrás decir Baptiste. Una mujer dijo:
—Dejadle tranquilo al chico. Va a acabar molestándose. Le han pagado para servirnos y no para que nos riamos de él.
Entonces, el señor Saval descubrió que cada invitado traía sus provisiones. Uno tenía una botella, otro un pastel de carne; aquél, un pan; éste, un jamón.
El muchachote rubio le puso en las manos un salchichón enorme y le ordenó:
—Toma, prepara el buffet en aquella esquina. Pon las botellas a la izquierda y las cosas de comer a la derecha.
Saval, perdiendo la cabeza, exclamó:
—¡Pero, caballeros, yo soy un notario! Hubo un instante de silencio, estalló una carcajada loca. Escamado, un señor le preguntó:
—¿Cómo ha venido aquí?
Lo explicó todo, contando su proyecto de ir a la ópera, su partida de Vernon, su llegada a Paris; todo lo que le había pasado.
Estaban sentados a su alrededor escuchándole; hacían chistes a su costa y alguien le llamó Schehrazada.
Romantin no volvía. Iban llegando más invitados. A todos le presentaban al señor Sayal para que les contara otra vez su historia. Él se negaba, pero le obligaban a contarla; le ataron a una de las tres sillas, entre dos mujeres que le servían continuamente de beber. Él bebía, se reía, hablaba y hasta cantó. Quiso bailar con su silla, y se cayó.
A partir de aquel momento no recordaba ya nada. Le pareció, sin embargo, que le desnudaron, que le acostaron y que le dieron náuseas.
Cuando se despertó era ya de día. Estaba acostado en un cuartucho, en una cama que no conocía.
Una vieja, con la escoba en la mano, le contemplaba con expresión furiosa. Al fin, le dijo:
—¡Cerdo, más que cerdo! ¿Hay derecho a emborracharse así?
Se sentó en la cama. Se encontraba malo. Preguntó:
—¿Cómo estoy aquí?
—¿Que cómo está aquí, so cerdo? ¡Pues borracho perdido! ¡Ya puede largarse de aquí, y en seguida!
Quiso levantarse. Pero estaba desnudo en aquella casa. Sus ropas habían desaparecido.
—¡Señora, yo…!—dijo, y luego se acordó… ¿Qué haría? —: ¿No ha vuelto el señor Romantin?, preguntó.
La portera vociferó:
—¡Lárguese de aquí, no le vaya a encontrar cuando vuelva!
El señor Saval, confundido, declaró:
—No tengo mis ropas. Me las han quitado.
Tuvo que esperar, explicar su caso, recurrir a unos amigos suyos, pedir dinero prestado para comprarse ropa. Hasta la noche no pudo marcharse.
Y cuando se habla de música en su casa, en su bello salón de Vernon, declara con autoridad que la pintura es un arte muy inferior.
Relato corto de Chéjov: El talento
El pintor Yegor Savich, que se hospeda en la casa de campo de la viuda de un oficial, está sentado en la cama, sumido en una dulce melancolía matutina.
Es ya otoño. Grandes nubes informes y espesas se deslizan por el firmamento; un viento, frío y recio, inclina los árboles y arranca de sus copas hojas amarillas. ¡Adiós, estío!
Hay en esta tristeza otoñal del paisaje una belleza singular, llena de poesía; pero Yegor Savich, aunque es pintor y debiera apreciarla, casi no para mientes en ella. Se aburre de un modo terrible y sólo lo consuela pensar que al día siguiente no estará ya en la quinta.
La cama, las mesas, las sillas, el suelo, todo está cubierto de cestas, de sábanas plegadas, de todo género de efectos domésticos. Se han quitado ya los visillos de las ventanas. Al día siguiente, ¡por fin!, los habitantes veraniegos de la quinta se trasladarán a la ciudad.
La viuda del oficial no está en casa. Ha salido en busca de carruajes para la mudanza.
Su hija Katia, de veinte años, aprovechando la ausencia materna, ha entrado en el cuarto del joven. Mañana se separan y tiene que decirle un sinfín de cosas. Habla por los codos; pero no encuentra palabras para expresar sus sentimientos, y mira con tristeza, al par que con admiración, la espesa cabellera de su interlocutor. Los apéndices capilares brotan en la persona de Yegor Savich con una extraordinaria prodigalidad; el pintor tiene pelos en el cuello, en las narices, en las orejas, y sus cejas son tan pobladas, que casi le tapan los ojos. Si una mosca osara internarse en la selva virgen capilar, de que intentamos dar idea, se perdería para siempre.
Yegar Savich escucha a Katia, bostezando. Su charla empieza a fatigarle. De pronto la muchacha se echa a llorar. Él la mira con ojos severos al través de sus espesas cejas, y le dice con su voz de bajo:
–No puedo casarme.
–¿Pero por qué? –suspira ella.
–Porque un pintor, un artista que vive de su arte, no debe casarse. Los artistas debemos ser libres.
–¿Y no lo sería usted conmigo?
–No me refiero precisamente a este caso… Hablo en general. Y digo tan sólo que los artistas y los escritores célebres no se casan.
–¡Sí, usted también será célebre, Yegor Savich! Pero yo… ¡Ah, mi situación es terrible!… Cuando mamá se entere de que usted no quiere casarse, me hará la vida imposible. Tiene un genio tan arrebatado… Hace tiempo que me aconseja que no crea en sus promesas de usted. Luego, aún no le ha pagado usted el cuarto… ¡Menudos escándalos me armará!
–¡Que se vaya al diablo su mamá de usted! Piensa que no voy a pagarle?
Yegor Savich se levanta y empieza a pasearse por la habitación.
–¡Yo debía irme al extranjero! –dice.
Le asegura a la muchacha que para él un viaje al extranjero es la cosa más fácil del mundo: con pintar un cuadro y venderlo…
–¡Naturalmente! –contesta Katia–. Es lástima que no haya usted pintado nada este verano.
–¿Acaso es posible trabajar en esta pocilga? –grita, indignado, el pintor–. Además, ¿dónde hubiera encontrado modelos?

En este momento se oye abrir una puerta en el piso bajo. Katia, que esperaba la vuelta de su madre de un momento a otro, echa a correr. El artista se queda solo. Sigue paseándose por la habitación. A cada paso tropieza con los objetos esparcidos por el suelo. Oye al ama de la casa regatear con los mujiks cuyos servicios ha ido a solicitar. Para templar el mal humor que le produce oírla, abre la alacena, donde guarda una botellita de vodka.
–¡Puerca! –le grita a Katia la viuda del oficial– ¡Estoy harta de ti! ¡Que el diablo te lleve!
El pintor se bebe una copita de vodka, y las nubes que ensombrecían su alma se van disipando. Empieza a soñar, a hacer espléndidos castillos en el aire.
Se imagina ya célebre, conocido en el mundo entero. Se habla de él en la Prensa, sus retratos se venden a millares. Se halla en un rico salón, rodeado de bellas admiradoras… El cuadro es seductor, pero un poco vago, porque Yegor Savich no ha visto ningún rico salón y no conoce otras beldades que Katia y algunas muchachas alegres. Podía conocerlas por la literatura; pero hay que confesar que el pintor no ha leído ninguna obra literaria.
–¡Ese maldito samovar! –vocifera la viuda–. Se ha apagado el fuego. ¡Katia, pon más carbón!
Yegor Savich siente una viva, una imperiosa necesidad de compartir con alguien sus esperanzas y sus sueños. Y baja a la cocina, donde, envueltas en una azulada nube de humo, Katia y su madre preparan el almuerzo.
–Ser artista es una cosa excelente. Yo, por ejemplo, hago lo que me da la gana, no dependo de nadie, nadie manda en mí. ¡Soy libre como un pájaro! Y, no obstante, soy un hombre útil, un hombre que trabaja por el progreso, por el bien de la humanidad.
Después de almorzar, el artista se acuesta para «descansar» un ratito. Generalmente, el ratito se prolonga hasta el oscurecer; pero esta tarde la siesta es más breve. Entre sueños, siente nuestro joven que alguien le tira de una pierna y lo llama, riéndose. Abre los ojos y ve, a los pies del lecho, a su camarada Ukleikin, un paisajista que ha pasado el verano en las cercanías, dedicado a buscar asuntos para sus cuadros.
–¡Tú por aquí! –exclama Yegor Savich con alegría, saltando de la cama–. ¿Cómo te va, muchacho?
Los dos amigos se estrechan efusivamente la mano, se hacen mil preguntas…
–Habrás pintado cuadros muy interesantes –dice Yegor Savich, mientras el otro abre su maleta.
–Sí, he pintado algo… ¿y tú?
Yegor Savich se agacha y saca de debajo de la cama un lienzo, no concluido, aún, cubierto de polvo y telarañas.
–Mira –contesta–. Una muchacha en la ventana, después de abandonarla el novio… Esto lo he hecho en tres sesiones.
En el cuadro aparece Katia, apenas dibujada, sentada junto a una ventana, por la que se ve un jardincillo y un remoto horizonte azul.
Ukleikin hace un ligera mueca: no le gusta el cuadro.
–Sí, hay expresión –dice–. Y hay aire… El horizonte está bien… Pero ese jardín…, ese matorral de la izquierda… son de un colorido un poco agrio.
No tarda en aparecer sobre la mesa la botella de vodka.
Media hora después llega otro compañero: el pintor Kostilev, que se aloja en una casa próxima. Es especialista en asuntos históricos. Aunque tiene treinta y cinco años, es principiante aún. Lleva el pelo largo y una cazadora con cuello a lo Shakespeare. Sus actitudes y sus gestos son de un empaque majestuoso. Ante la copita de vodka que le ofrecen sus camaradas hace algunos dengues; pero al fin se la bebe.
–¡He concebido, amigos míos, un asunto magnífico! –dice–. Quiero pintar a Nerón, a Herodes, a Calígula, a uno de los monstruos de la antigüedad, y oponerle la idea cristiana. ¿Comprenden? A un lado, Roma; al otro, el cristianismo naciente. Lo esencial en el cuadro ha de ser la expresión del espíritu, del nuevo espíritu cristiano.
Los tres compañeros, excitados por sus sueños de gloria, van y vienen por la habitación como lobos enjaulados. Hablan sin descanso, con un fervoroso entusiasmo. Se les creería, oyéndolos, en vísperas de conquistar la fama, la riqueza, el mundo. Ninguno piensa en que ya han perdido los tres sus mejores años, en que la vida sigue su curso y se los deja atrás, en que, en espera de la gloria, viven como parásitos, mano sobre mano. Olvidan que entre los que aspiran al título de genio, los verdaderos talentos son excepciones muy escasas. No tienen en cuenta que a la inmensa mayoría de los artistas los sorprende la muerte «empezando». No quieren acordarse de esa ley implacable suspendida sobre sus cabezas, y están alegres, llenos de esperanzas.
A las dos de la mañana, Kostilev se despide y se va. El paisajista se queda a dormir con el pintor de género.
Antes de acostarse, Yegor Savich coge una vela y baja por agua a la cocina. En el pasillo, sentada en un cajón, con las manos cruzadas sobre las rodillas, con los ojos fijos en el techo, está Katia soñando…
–¿Qué haces ahí? –le pregunta, asombrado, el pintor– ¿En qué piensas?
–¡Pienso en los días gloriosos de su celebridad de usted! –susurra ella–. Será usted un gran hombre, no hay duda. He oído su conversación de ustedes y estoy orgullosa.
Llorando y riendo al mismo tiempo, apoya las manos en los hombros de Yegor Savich y mira con honda devoción al pequeño dios que se ha creado.
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