“Queridísimo padre: Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio”.
Así comienza un librito icónico del pasado siglo: Carta al padre, un texto que ha conmovido a millones de lectores desde que fuera publicado en 1952, veintiocho años después de la muerte de su autor, Franz Kafka. Un éxito explicable más allá de su calidad literaria, porque, al fin y al cabo, ¿quién no ha sentido en alguna ocasión la imposibilidad de responder a su padre como debiera, por falta de palabras, de lucidez mental o de agallas, o quizá porque pensó que no era el momento adecuado?
“Necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente cuando hablo”, se explicaba Kafka sin salir aún de ese primer párrafo.
Y escribir, por si hiciera falta recordarlo, no es lo mismo que hablar. Escribir abre nuevas dimensiones, nuevas oportunidades. Nos permite, por ejemplo, ordenar nuestra memoria y seleccionar sin prisa las palabras apropiadas. Escribir, en definitiva, nos facilita la planificación para no olvidar nada –o casi nada– de lo que queremos decir.
Y eso es, a mi entender, lo que hace Chris Offutt en Mi padre, el pornógrafo: escribir una larga carta al padre, esa carta de extenso recorrido dirigida a su progenitor, Andrew Offutt, un tipo obstinado, impulsivo, frío y ausente con su prole: el citado Chris y sus tres hermanos.
Tras el funeral, todo el mundo le decía a Chris Offutt, se supone que a modo de alabanza, que su padre había sido todo un personaje. Y en eso convirtió el hijo al padre: en el personaje principal de las memorias de su niñez, publicadas en España por la editorial Malas Tierras (nombre elegido en honor de la película de culto de Terrence Malick).
Andrew Offutt, o John Cleve (seudónimo con el que firmó cientos de libros), había sido, efectivamente, todo un personaje. A fuerza de tozudez y de renuncia familiar –esto último no le costó demasiado–, consiguió compaginar su trabajo como agente de seguros –lo cual le obligaba a viajar mucho– con el incesante aporreo de su máquina de escribir, con la que parió centenares de libros, algunos de ciencia-ficción y la mayoría pornográficos, lo que le valió el calificativo de “el rey de la pornografía del siglo XX”.
Chris heredó de su padre –la pulsión de la escritura aparte– un escritorio, un rifle y ochocientos kilos de porno (manuscritos, cartas, dibujos, cómics…), una biblioteca destartalada a la que el hijo consagraría muchas horas de catalogación y de lectura.
Mi padre, el pornógrafo no es un libro polemista, ni escabroso, ni malintencionado. No es realismo sucio ni literatura pulp en un envoltorio autobiográfico. Es más bien un pulcro acto de redención, un proceso curativo y creativo que le permitió a Chris Offutt, escritor y cineasta, saldar una cuenta pendiente con su padre, ese hombre negado para el debate o el consenso familiar, un tipo que solo salía de su cascarón para ir a congresos freakis donde, muy en la línea de su carácter, hacía creer a sus fans que no tenía hijos (aunque los cuatro estuvieran allí, rondando a su libre albedrío, libres de la vigilancia de sus padres, que aprovechaban para descansar del rigor del matrimonio y echar una canita al aire en habitaciones separadas).
Mi padre, el pornógrafo es la larga carta al padre de Chris Offut, ese niño de los bosques de Kentucky que quería a su padre tanto como lo temía y que también halló en la escritura, de una forma muy diferente a la de su progenitor, su propia tabla de salvación.
Francisco Rodriguez Criado, escritor y corrector de estilo
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