La Navidad de 2013 no fue un cuento

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4 de cada 10 000 bebés nacidos en Estados Unidos sufren la tetralogía de Fallot. Así en frío no parecen muchos, pero en cualquier caso la probabilidad está ahí. Alguien tendrá que alimentar esas cifras, ¿no? Alguien tendrá que pagar los platos rotos… Pensando en positivo: 9.996 bebés estadounidenses de cada 10.000 –ignoro cómo anda la cosa en España– nacen sin ese problema.

Pero ¿por qué hablar de estadísticas cuando simplemente podríamos hablar del dolor, que es lo que ahora toca?

–¿Se encuentra usted bien? –me pregunta el doctor, interrumpiéndose–. ¿Quiere salir para airearse un poco?

¿Por qué habría de sentirme bien? No manifiesto la menor simpatía por la cultura del sufrimiento; mi vocación de mártir deja mucho que desear. Soy así de terrenal: solo quiero ser feliz, libre de traumas.

Insisto: ¿por qué habría de sentirme bien? ¿Qué padre en su sano juicio se siente bien cuando a las dos horas de estrenar paternidad le comunican que su bebé sufre el síndrome de Down, y unos días después, en la revisión cardiológica, escucha hablar por primera vez de la tetralogía de Fallot?

El doctor coge papel y bolígrafo y dibuja un corazón, y acto seguido nos explica cuál es el problema y cuál la solución. No consigo centrarme en su explicación científica, solo pienso en el pequeño Francisco, en su agitada primera semana de existencia, en lo que le espera por vivir y lo que les espera a sus padres, a sus tías, a sus abuelos.

–… Hay que operarle a corazón abierto –sentencia el doctor.

A corazón abierto… Tres palabras que la madre del bebé no se ahorrará cuando tenga que darles la noticia a sus padres. “Para qué andar con medias tintas si es la pura realidad”, dice. (“A medias tintas vivimos”, suspiro en clandestinidad. La clandestinidad de un padre que, en honor de la obligada fortaleza de espíritu que exigen las circunstancias, no puede mostrarse frágil en público).

Al salir del hospital, me miro en el espejo retrovisor. Diez días sin apenas dormir y aquí sigo, con ojeras. Con ojeras y sin más lágrimas que derramar.

El corto viaje de vuelta al hogar apenas despeja mi ánimo. Y, por si fuera poco, el aparcamiento. No es fácil aparcar en un día como hoy, tan oscuro, tan sucio, tan turbio. Pero ¿hay algo fácil en esta vida? Atravieso el parque con los zapatos empapados por las últimas lluvias. (Acabo de descubrir lo que es andar con pies de plomo). Hace frío, mucho frío (llevo diez días con la bufanda puesta, no me la quito ni cuando intento dormir) y empiezo a desear el aroma de un buen café en la cocina, pasear a las perras por el bosque o leer un buen libro. Gestos cotidianos que me retrotraigan a la normalidad de hace ocho o diez días, cuando yo era escandalosamente joven y el mundo era una góndola.

A pocos metros de casa, en la explanada del parque, me detengo unos segundos a observar cómo disfruta un grupo de niños en una pista de patinaje sobre hielo. Su algarabía consigue sacarme de mi ensimismamiento. Esos niños, esos corazones sanos que laten de contento, componen una estampa entrañable… Y entonces, traicionando al desencanto, me olvido de todo y me ofrezco a recordar lo hermosa que es a veces la Navidad.

Francisco Rodríguez Criado, El Diario Down (Tolstoievski, 2016)

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Imagen: Pixabay

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