Relato corto de Jorge Gumer: Nitrato de Chile

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A las afueras del pueblo, después del silo, en una de las casonas donde se guarda el ganado, ahora levantando el portón del establo. Al final de las cuadras, una puerta de metal cerrada. En el cinturón un manojo de llaves colgando. La puerta que chirría al abrirse; ¿cuánto tiempo cerrada? Un interruptor negro de palanca. Una luz lánguida que ilumina la entrada. La bombilla que cuelga de un cable despellejado. Bajando unas escaleras al tacto; cuatro paredes; un sótano. Arriba, junto al techo, un vano; un portillo enrejado. Una tibia luz de la mañana mostrándose tras el cristal. Y en el suelo un camastro. Hemos llegado.

—Échate ahí y no te muevas. —Él me señala el camastro—. Mañana volveré con comida y te enseñaré modales. Y no se te ocurra gritar, no asustes al ganado. Quieto y callado; no me hagas darte con el palo.

Se marcha, sube las escaleras, apaga la luz, y el ruido del cerrojo. Y entonces, aquí abajo, todo en silencio; arriba, en las cuadras, los bufidos y cencerros del ganado.

Me levanto del camastro, apoyado en las paredes, la humedad y el olor a rancio. En el techo la ventana con barrotes. Porque afuera es de día, y aquí dentro todo parece nublado. Esa poca luz que se cuela por las rejas y desciende por las paredes como una hiedra, y que se posa en las cosas de aquí dentro mostrándoselas a mis ojos.

Un hueco, me meto dentro, una letrina sin puerta, sin espejo, porque él lo arrancó de la pared, “Que mejor que no se vea, que se pone más rabioso“, padre a madre: “que hay quitar todos los espejos” Y una pila, y el grifo que gotea en un bidón, y las gotas como un reloj cuando chocan con el agua: Plif, plaf, plif, plaf; condena de segundero.

Fuera del retrete, un armario, y todo eso dentro: botes de cristal con conservas, que huele a podrido. ¿Cuánto tiempo aquí dentro? Botellas de agua ardiente y el alambique de cobre. Y los cajones, todo revuelto: cucharas, cuchillos, tijeras grandes y pequeñas, hilo de pescar, anzuelos, cartuchos, trapos y cuerdas.

Por los rincones, sacos de pienso y arena, restos de chatarra, trozos de leña apilada Una bici vieja, le falta una rueda. Y eso del suelo, bajo la bici, una caja de herramientas oxidada, la tapa abierta: clavos, puntas, martillos, tenazas y una sierra.

Y ellos que no dejan de mirar. Desde el frontal, donde terminan las escaleras. Porque lo sé, me vigilan, porque se lo ha dicho él. La cabeza del jabalí y la del ciervo me observan con sus ojos brillantes, grandes y negros, como dos bolas de cristal. Custodiando a la presa.

¿Y qué es eso? Me acerco, aparto los plásticos. Un carrito de niño, ¡AH SÍ; YA ME ACUERDO! Porque un día yo también un niño como los otros niños. Un carrito de niño donde yo ahora muy grande para volver adentro. Para volver a nacer de nuevo. Porque de niño, como todos los niños; y ahora de grande, patizambo, que ando como los monos, que lo dice padre. Y la cara gorda y redonda como esas de los dibujos animados; la cara como la de los muñecos de las barracas del tiro al mono. Entonces yo también como un muñeco de feria cuando me tiran piedras, escupitajos y barro. Y es por eso, porque dicen que doy miedo a los otros niños.

Y entonces me lo quedo mirando, porque está clavado en la pared, encima del camastro: el crucifijo colgando bocabajo; porque le falta un clavo; y el hijo de Dios como el hijo del Tonet; los dos castigados en el sótano por el Padre; los dos crucificados.

Y por eso a las afueras del pueblo, en una de las casonas donde el ganado, pero el ganado en las cuadras y yo…, bajando las escaleras, en el sótano, encerrado.

Y pasa el tiempo y todo se va apagando. Todo se vuelven bultos y sombras. Porque por la ventana entra la noche, y todo desaparece, como los fantasmas. La oscuridad que todo lo esconde. Y a dormir en el camastro donde murió la tía Edelmira, una santa, que lo dice padre. La cabeza bajo las mantas, y porque tengo miedo. Las patas rotas, el colchón por el suelo. Y que las veo venir por el suelo. Esos bichos que se suben a la cama. Porque no las mata la cal. Por el rabillo del ojo las veo venir, me hago el muerto. Trepan y trepan hasta subir por el cuerpo. Cuando se descuidan las atrapo con la mano, las cazo. Luego las meto en una caja de cartón vacía. Ya tengo muchas. Y para comer miguitas de pan. Las vigilo para que no se escapen. Y yo como padre, que también las vigila para que no me escape. Las cucarachas encerradas en una caja, y yo aquí abajo, en el sótano, encerrado. Y las mantas y las sábanas, mojadas, porque huelen mal por lo del pis; que se me escapa, que no sé cómo pasa, pero se escapa y entonces a llorar de rabia. Y padre que soy un cerdo, y con el cinto, zis zas, zis zas, como un látigo, “cerdo que eres un cerdo, tan mayor y mearte encima, a la pocilga con los cerdos que te voy a meter”, pero que luego no lo hace, solo con el cinto zis zas, zis zas, como un látigo.

Y veo pasar los días por la luz de la ventana; ahora de día, ahora de noche. Y a ellos que también los veo: unos pies que caminan solos, les faltan las piernas y el cuerpo; porque solo se ven los zapatos por la ventana del techo. Son ellos.

Y vienen porque lo oyen en casa:

El Tonet, que lo tiene encerrado con las bestias; que la hermana mayor quiso llevarlo a ese lugar, para los que son de esa manera. Pero ese lugar, para los que son así, de esa manera, dos mil pesetas al mes, ¿y quién lo paga, quién paga eso? Porque la hermana buenas intenciones, pero que con lo que saca de cocinera en el hotel de la carretera no da para encerrarlo. Y el campo que no da para todos, porque hay que trabajarlo, y el retrasao una maldición que come tanto o más que los animales. Y un inútil para todo, también para el campo, y que no vale para nada. Una desgracia para el Tonet y la mujer; que vaya cruz, pobre gente, y qué vergüenza…”.

Ya están aquí, que los oigo llegar, primero los zapatos y luego asomándose a la reja. El Joan como yo, catorce para quince, de pequeños mismo pupitre en la escuela; solo primer curso, porque yo de ida y vuelta, porque no junto las letras; y dos y dos que no se aciertan, porque yo veo veinte y dos, los dos patitos; y un coro de niños al unísono cuatro, porque dos y dos, cuatro; y luego cuatro por cinco, y dividir y el abecedario; y ellos para adelante y yo para atrás, como los cangrejos del río. Y el último de la fila en el patio, y los chicos pequeños que avanzan de curso, y yo para atrás como los cangrejos.

Y un día de vuelta a casa, porque los maestros a padre y a madre, “no hay nada que hacer, que mejor en casa con ustedes; aquí mal para todos y mal para él; porque los chicos ya se sabe, se ríen, le escupen, le pegan, cosas de chavales”. Y yo de vuelta a casa pegado al cristal de la ventana. Por las mañanas los veo pasar con las carteras llenas de libros, y los libros llenos de letras; y yo pegado al cristal, dejando un rastro de babas como los caracoles de las tapias del cementerio, cuando se acerca abril aguas mil, y un rayito de sol.

Y antes del sótano.

Yo en la casa con padre y madre, y a dormir con la abuela en la alcoba, tras las cortinas, como una atracción de feria, ¿acaso la abuela una barraquera? Que lo dice Padre, que lo oigo cuando se lo dice a madre, porque grita, siempre grita: “Mejor en la alcoba con tu madre, donde no se escuchen los ruidos que hace; ¿es que no te das cuenta? Si parece un animal; que mejor con tu madre que lo tolera, que lo sabe callar a tortas; porque, dime, ¿qué hemos hecho mal, Tere? —mi padre preguntando a mi madre, la Tere—, ¿qué hemos hecho mal…?”.

Hasta que un día yo, más fuerza que la abuela; y sin querer, que la empujo rodando por las escaleras. Y en la puerta una esquela, y en el rellano una caja larga y negra, para guardar personas muertas, por eso dentro mi abuela. Ahora, en otra caja, la de cartón, las cucarachas vivas, no muertas; que lo sé yo, porque las vigilo cada día. Porque mi abuela muerta con el cuello roto cayendo por las escaleras. Un anís y pastas para los que se acercan, y la tapa abierta, todo el pueblo desfilando para ver a la muerta. Porque yo más fuerte que ella, pero sin querer, rodando por las escaleras. Y yo a escondidas mirando tras las cortinas, un desfile de caras que siempre sospechan, desconfían de ese animal que no mide su fuerza; y que lo esconden tras las cortinas de una alcoba en la otra punta de la casa. Entonces la alcoba como una gruta donde dormita el cíclope tras la tragedia.

En el entierro de la abuela.

Y con la primera palada de tierra retumbando sobre la caja, mi padre que no se lo piensa: “Ahora mismo lo ato y me lo llevo” —Mi padre a mi madre. Y las madres que lo de su vientre Jesús, fruto sagrado; no importa si animales o una masa indefinida de carne inútil, pero con esos ojos que las miran, hablan pidiendo clemencia. Y mi padre: “Que me lo llevo con las otras bestias. Ese es su lugar, abajo en el sótano. Encerrado, para que no se escape. Porque cualquier día, a ti o a mí…”. Y una madre llorando y aprobando con la cabeza; porque qué hacer, qué podemos haber hecho mal. Y el cura de sotana, petaca y perlesía, no acierta con la llave, echando las cadenas de la puerta del cementerio. Últimos adioses y condolencias; y de vuelta a la casa, el vecindario, rumiando canalla y fría la riñonera. Y esa misma noche, madre, descolgando vírgenes y santos de las paredes; y al fuego que son de madera; solo trozos de madera, y la madera que no escucha plegarias ni súplicas, solo preguntas sin respuesta.

Y entonces, al día siguiente, igual que la abuela. Encerrado bajo tierra. Y a la gente, porque el qué dirán, sobre lo que pasó con la abuela; y padre y mi madre, que tropezó, que se cayó por las escaleras, porque estaba muy mayor.

Y por eso yo aquí abajo, y el Joan y los otros, arriba, tirando palitos y piedras desde la reja; escupitajos. Susurrando al unísono, “enséñanos la pezuña, monstruo de las cavernas” cuando llegan, ya de noche, apuntando con el foco de una linterna, y yo paralizado por la luz, como un murciélago en su cueva. Y sus caras como demonios, asomándose entre los barrotes; máscaras de carnaval. Y cuando me acerco — porque a lo mejor quieren jugar conmigo—, me escupen, gritan y me echan tierra; y estiércol de lo del establo, y cargadas sus barrigas con las colitas me mean. Y cuando se cansan, a las bicis, y de vuelta a casa. Sus casas, donde todo es como Dios manda. Libres de cíclopes que empujan por las escaleras viejas; sin ataúdes ni cortinas, ni muertas.

“Chisss, un momento, que se oye algo, es la cerradura, alguien abre la puerta”. Lo oigo bajar por las escaleras. Es él. Un padre disfrazado de guardián del zoo, con buzo azul de cremallera, botas de arremangar y algo escrito en la visera, “Nitrato de Chile”, bajando las escaleras. Un padre volcando la comida sobre un plato de metal y cambiando el agua de la pila. Todos los días, cuando da de comer y de beber al ganado, a mí también; en una jaula aparte, bajando las escaleras, en el sótano, a escondidas, oculto; porque yo diferente, un bípedo entre cuadrúpedos. Y el del buzo con un rastrillo y un saco para recoger toda esa mierda que los turistas echan por la ventana; porque rompen el cristal. Porque falta el letrero —PROHIBIDO DAR DE COMER A LOS ANIMALES—; y el del buzo maldiciendo, “serán hijos de puta, hasta encerrado les molesta”, y a recoger los cristales y la mierda.

Pero hay otros días, cuando él se va de faena al campo, el guardián del zoo, el de la visera “Nitrato de Chile”, que la madre silenciosa y a escondidas, visitando a la criatura de su vientre Jesús. Mientras el carcelero en el campo para todo el día, sembrando odios y rabia, para luego recoger miserias. Entonces, ahí está la madre, pulsando el interruptor, bajando las escaleras, y una criatura que se abalanza sobre ella, para abrazarla con todas sus fuerzas. “Que me ahogas, hijo, que me ahogas”, porque tiene mucha fuerza. La misma fuerza que empuja a la abuela por las escaleras. Y la madre que llora, y lo besa, apartando sus fuertes brazos, porque la ahoga, la aprieta. Porque el hijo se hizo hombre, para habitar entre nosotros, que la madre lo piensa; pero que el padre dice que no, que a habitar en el sótano. Y en la cara abotargada un incipiente pelo que ya raspa, a la altura del bigote y la barba. Y la gravedad de una voz que abandonó la muda del niño que fue, para hacerse hombre y habitar en el sótano.

Y la madre que lo coge de la mano y suben las escaleras. Y que lo saca fuera. Un viaje al espacio exterior, un paseo por el universo de las luces, abajo quedaron las tinieblas. En la cabeza un sombrero de paja de cuando los toros en la feria, para protegerlo del sol; y unas gafas oscuras para los ojos, porque el hijo un topo que las retinas le queman. El eterno binomio, la madre y el hijo de la mano, caminando entre viñedos, acariciando las flores que brotan en las veredas. Una madre y un hijo disfrazado de espantapájaros, ocultos de las miradas de raposos, porque siempre acechan. Esos que todo lo ven, esos que acusan con el dedo de la vergüenza, que lo gritan en las plazas y tabernas, “que el Tonet lo tiene allí, sepultado bajo tierra”. Esos mismos que lo apedrean porque no lo quieren ver fuera. Mejor abajo, en la cueva, donde se cría el pelo de rata; porque mató a la vieja.

Y de vuelta a la madriguera, bajando las escaleras, y una llave que llora cuando cierra. Una madre rota por la pena; besando la puerta: “Enseguida estoy de vuelta, hijo mío; ¿me escuchas? No tengas miedo, hijo mío, no tengas miedo”. Y yo al otro lado de la puerta: mamá, mamá, porque eso sí sé decirlo, me sale solo: ma-ma, ma-ma… Y una madre por el camino de vuelta, jurando quemar todos los dioses, santos y vírgenes de madera que existan en el cielo y la tierra; un fuego descomunal y eterno como blasfemia, donde arrojarse con su hijo en las entrañas y abrasarse, porque mejor no haber nacido; mártires de un Dios de madera.

Y yo aquí abajo, solo otra vez, tumbado en la soledad de un camastro, mis sueños como los de ellos: Un niño que crece, y que dos y dos siempre cuatro, y que sabe juntar las letras para leer los salmos en la misa y estudiar hasta una carrera; para correr como ellos, jugando al pañuelo y saltando tapias de huertas. Y como el Joan o mejor. Un hombre ayudando al de la visera de Nitrato de Chile con el tractor Y un día empujarlo como a la abuela, pero de otra manera, porque a la abuela sin quererlo, porque que no domina su fuerza. A él empujarlo a sabiendas; y tirado en la tierra pasar por encima de la cabeza del padre con las ruedas del tractor, aplastarlo como a un terrón de tierra; para que nadie más lo encierre en un sótano como a un animal peligroso. Porque se oculta lo que estorba, lo que se olvida, lo que no interesa: la bicicleta oxidada, la caja de herramientas, los botes de conserva revenidos, el carrito del niño, ¿el carrito del niño?; un momento, porque en los sueños todo de otra manera; porque en el carrito, otro niño, todo empieza de otra manera. Del carrito no sale un endriago, del carrito oxidado sale un hombre hecho y derecho. Vengador de tiranos y canallas, sin andares patizambos, sin babas, sin los ojos achinados; otros ojos que clavan la mirada hasta atravesar las paredes. Y por eso pueden aplastar al padre cucaracha bajo las ruedas del tractor, un día cualquiera, trabajando la tierra, porque en sueños un hombre hecho y derecho. Y ese hombre que abraza a una madre que ya no quema reliquias de madera, porque su hijo como los de las otras madres.

Y en el mismo sueño poder correr hasta llegar a tiempo a las eras; una tarde de agosto en las hacinas, montones de paja y grano, donde germina la baba lasciva. Un verraco de veinticinco años que se abalanza sobre ella, que solo trece años. Su prima hermana carnal, porque la carne débil, y apartando el trillo y los bueyes y lanzándose sobre ella; y aunque grita, nadie la escucha; porque se acabó la faena, y otros que se tapan los oídos. Y los dos solos en las eras; y un potro padre salvaje montando a la niña madre indefensa. Entonces la niña madre paralizada por el terror; y del grano la semilla que germina en un parto de un malnacido; porque lo dicen en la taberna, en los corros y en la iglesia: Que los hijos salen tontos cuando la jodienda se emparienta. Y desde el sueño, llegar a tiempo a las eras, y ensartar con la horca a la bestia: San Jorge y el dragón en un pueblo de la meseta. Y la bestia que se retuerce agonizando, y arrancarle el corazón, y que se lo coman los bueyes. Rescatar a la niña madre y subir al trillo con ella y galopar por los sueños, tan lejos como las nubes nos dejan; más allá del atardecer de un sol que hace justicia.

Chisss, silencio, un momento, se escuchan ruidos, me despierto:

Y los sueños que se terminan cuando se abre la puerta, y el interruptor negro, y bajando por las escaleras, unas botas de goma y en la cabeza visera, “Nitrato de Chile”. Y una patada en los riñones para dejar de soñar, y un caldero con sobras de comida, y agua en el abrevadero; porque yo una prolongación del ganado; pero yo un bípedo no un cuadrúpedo. Y que se marcha, sube las escaleras, y apaga el interruptor, y la puerta se cierra. Por la ventana al ras del suelo amanece, y la claridad de un nuevo día desciende por las paredes como una hiedra.

Chissssss, ¿qué es eso?, alerta, timbres de bicicletas. Cuando termina la escuela, por las tardes, después de la merienda; el Joan y los otros con las bicicletas rumbo a visitar al monstruo en la cueva. Cruzando el pueblo, atajando por el camino de las traseras; en un yermo, el silo y los establos y alguien bajo tierra. Asomando su carita de Lucifer entre los barrotes. Arrojando piedras, palos, escupitajos; y la mierda del establo, y las colitas que luego mean; rutina y disciplina que manda la crueldad. Y cuando se cansan, porque de todo uno se cansa; porque el mal también fatiga, subidos a la bicicleta, y mañana que será otro día. Y con el paso de las horas, cambio de guardia; cuando unos se van otros llegan. Al día siguiente la madre que abre la puerta, y baja las escaleras, y que se echa encima de ella “hijo, tranquilo, que me ahogas”. Y limpiando con pena y dolor toda aquella basura; la que arrojan por la reja el Joan y su jauría adiestrada. Y el hijo que se abraza, que no la deja limpiar, hombretón de bigote y barba, y que se agrava la voz: Ma Ma, Ma Ma.

Y en otro lugar, cuando llega la noche, la guardia civil en la taberna; animados por el coñac, y el aliento que apesta. Porque hace mucho frío fuera. Y en un rincón, sentado a una mesa, el de la visera “Nitrato de Chile” bebiéndose otra jarra llena. Y el más bajito de los dos, desde el mostrador, gritando para humillarlo y que lo oigan todos en la taberna:

—Oye, Tomé, al bicho le has de sacar fuera, que la gente barrunta y por ahí que lo cuentan. Porque ya sabes, el alguacil al alcalde, y luego el gobernador, y llevarte preso. Anda, sácalo del agujero y a casa, y a aguantar cada uno sus mierdas. Que para carceleros ya estamos nosotros.

Y los testigos achantados y todas las miradas al rincón, al de la visera. Y el padre cucaracha, un trago largo y que contesta:

—Maldito bastardo, hijo de perra; tú a callar y a vigilar, no te peguen un tiro en esa bocaza, chivato, hijo de chivatos. Y al calabozo me llevas si tienes cojones, y si allí me matas, mejor, un favor que me prestas. Y el compañero, el sargento, la Benemérita, cobardes de dos en dos; ¿los dos patitos? No, el lobo feroz.

—Tomé, Tomé, que si voy para allá te reviento la cabeza; anda para casa, y haz caso al compañero, saca al chaval fuera. Llévate al anormal de los cojones y que te lo cuide la madre que lo engendró. Y lo atas a la cama con correas; porque si un día se escapa y ataca a alguien como a tu suegra, yo mismo con la de caza le vuelo la cabeza; y lo cuelgo de patas aquí en la taberna, como si un jabalí fuera.

Y el padre carcelero, el cucaracha, el borracho, el de la visera, que como puede se le levanta tirando la silla, empujando la mesa, y la jarra que revienta la panza en el suelo. ¿Se desangra el vino? Y tambaleando, pisando charcos de vino y el crujir de la madera, hasta la barra que llega. Cara a cara, balbuceando: “Y un día os mato, a los dos os mato”; y las risas y un empujón. Desde el suelo, se levanta para llegar a la puerta. En la calle ya está helando. Y un cielorraso estampado de estrellas que se viene abajo, se derrumba sobre su cabeza.

Y en la casa, al día siguiente.

El de la visera con la cabeza que le estalla por dentro, resaca de mares de vino de pelea. En la otra habitación, taladrando la pared, letanías de rosario de los labios de una madre que quema reliquias y crucifijos de madera. Implorando por los pasillos, porque la fe no se quema, no arde. Suplicando entre corrientes de ventanas abiertas, que se llevan la oración volando hasta los oídos de los dioses con sordera.

Y el de la resaca gritando:

“Que una vez al mes a desinfectar la madriguera. Porque cría chinches y los olores de los orines. Aunque solo sea por decencia, mujer. Y deja ya de rezar de una puta vez. Que me caguen dios, que hay que ir a limpiar. Yo a desinfectar lo de abajo y tú arriba con la manguera”.

Y entonces Padre y Madre en el establo. Abriendo la puerta. Y Padre que baja las escaleras y a empujones:

Vamos, holgazán, que subas para arriba, que toca arrancarte la mierda del cuerpo. Date prisa que tu madre te está esperando”.

Y Madre arriba con la manguera de los establos. Me quita la ropa con cuidado. Desnudo contra la pared de las cuadras, y el chorro de la manguera. Un cuerpo de hombre hecho y derecho, grandón como el padre, fuerte y fofo. Y con los trapos, y el alcohol de romero; refriegas de madre, limpiando conciencias, sobacos y en la entrepierna. Y el de las botas de goma, con buzo y visera; abajo: con el cubo de desinfectante de los de la tierra y malas hierbas; rascando el cepillo por el suelo y en las paredes con la cal; y amoniaco en la letrina y un buen trago de ginebra.

Y madre que apaga el grifo de la manguera. Con una sábana santa me cubre el cuerpo y me seca.

Y desde abajo el del buzo gritando:

“¿Mujer, has terminado ya?”, y la madre que no contesta. y otra vez el de abajo gritando: “¿No oyes o qué cojones te pasa? ¿Que si has terminado ya de limpiarlo? Mira que subo y me lío a hostias con los dos”. Y que nadie contesta. Y entonces el del buzo a subir las escaleras; y la puerta cerrada con llave; y patadas y golpes contra la puerta. Maldiciéndolo todo. Rabioso como un perro sarnoso. Y que pasan las horas y reventado baja las escaleras; y tirado sobre el camastro. Carcelero encarcelado.

Y cuando llega el verano:

Los veraneantes en el pueblo, y los hijos de estos, juntándose con los chicos del pueblo, con el Joan y los otros. Y una perfecta noche de esas de verano. Luna llena iluminando el camino de las traseras; y los focos de las bicicletas iluminando las sinuosas orillas del río; y en las copas de los árboles, con el ruido sobrevuelan, espantados, las lechuzas y los tordos, adormecidos.

Atajando entre senderos y las carreras: “Porque no os lo vais a creer cuando lo veáis; de esto no hay en la ciudad”. Una manada de asilvestrados con el Joan al frente, pedaleando en busca del mejor secreto de aquel verano. “El monstruo de las cavernas”, porque los chicos de la ciudad no tienen esas cosas, solo privilegio de los pueblos en su tediosa vida perversa. En manada, como los lobos segregando la mala baba, cruzándose en las carreras, volviendo a juntarse en pelotón a la salida de cada camino. Y otra vez manada. Avanzando en la noche por tierra baldía. Un yermo estéril donde el silo y las casonas con las cuadras se levantan solitarios bajo un cielo encapotado de luciérnagas y estrellas. Como viejos galeones náufragos, en la oscuridad de un mar de meseta, sorprendidos por las luces de un batallón de bicicletas.

Y el Joan, ordenando bajarse de las bicicletas. Travesía hasta acercarse a las rejas. En formación. Los más mayores por delante; los pequeños a esperar su turno. Y cuando llegan, el Joan como jefe de la tribu enfocando con la linterna. El monstruo que parece escondido. “Chisss, silencio, no hagáis ruido. Ahí está. Mirad, se ha movido. Está tumbado en el suelo; parece dormido. ¿Qué es eso que lleva en la cabeza? Se ha disfrazado con una visera. ¿Qué tiene en la mano? Una botella. ¿El retrasado borracho? Joder con el Tonto… Y pasando todos, uno a uno, como lirones asomando la carita por las rejas, comienza la función.

Y por ser verano, y porque son legión, y porque es luna llena, y porque es San Joan, 23 de junio, su santo, la onomástica, y por seguir la tradición: La Gran Nit del Foc.

Y en la parrilla de la bici, el Joan, un bidón de gasolina. Cinco litros y un instante para crear el infierno. Vertiendo el líquido entre los barrotes. Del bolso un trapo y un mechero porque ya fuma. El trapo ardiendo al interior de la cueva. ¡Un fogonazo! ¡Atrás, atrás!

Y como salvajes, porque son tribu, gritando y saltando. En un círculo de caras iluminadas por las llamas. Porque el fuego lo devora todo. Del sótano sube a las cuadras por las escaleras. Y una estampida de animales bramando de dolor que tiran las puertas. Envueltos las pieles en fuego, abrasados, revolviéndose en sí mismos, corriendo despavoridos en la intemperie. Satánicas bestias del averno. Y en la distancia, ellos. En sus miradas, orgullo de guerreros. Es el fin del imperio del monstruo. Jugando protegidos bajo la cínica inocencia de su último verano.

Jorge Gumer

Email del autor: jorgemartinez@viajesoda.com 

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NITRATO DE CHILE

(Comentario de Francisco Rodríguez Criado)

“Nitrato de Chile” es un relato corto que se mueve en la línea del tremendismo narrativo, cuyo ejemplo más palmario en la literatura española podría ser La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, o Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos.

Aquí se narra la circunstancia de un matrimonio y su hijo discapacitado, y refleja la bajeza moral de una sociedad –en este caso, rural– que rechaza y estigmatiza a estas personas, cuya sola presencia en el mundo se considera el castigo por algún pecado cometido por la familia.

“Parece un animal; que mejor con tu madre que lo tolera, que lo sabe callar a tortas; porque dime ¿qué hemos hecho mal, Tere? —mi padre preguntando a mi madre, la Tere—, ¿qué hemos hecho mal…?”.

Estas palabras del padre sintetizan parte del problema de tener a un discapacitado en la familia: el oprobio que supone de cara a una sociedad cruel e injusta que no soporta la fragilidad humana.

En consecuencia, el padre somete a su pobre hijo al confinamiento, lo encierra en el sótano y le trata como si de un animal, apartándole de la vista de los demás. Se le alimenta como a un perro y se le da la condición de objeto inservible, esos que se guardan en el trastero cuando apenas se utilizan.

Hay que añadir, además, que no basta esconder al chico, pues el mero hecho de existir, de saber que en la casa hay un “retrasao”, motiva la brutalidad de algunas personas del lugar, los cuales, por burricie, maldad o por seguir la corriente de los tiempos, no solo no se compadecen de la familia, sino que tratan de humillarles, de hacerles daño.

El chaval, apenas un niño, solo recibe los puntuales mimos de una madre muy religiosa que, pese a que se apiada de él, es incapaz de levantar la voz para humanizar su hogar.

El padre, bebedor, se consolida como el brazo ejecutor de la crueldad que impide al chaval vivir como una persona normal. El niño lo ve como en tinieblas cuando entra para llevarle la comida, siempre con una gorra puesta de Nitrato de Chile, una marca de nitratos procedente, como reza su nombre, de Chile, también con gran implantación en España durante el pasado siglo, cuando podía verse su famoso cartel con el hombre de negro montado a caballo en numerosos lugares. Es posible que el cuento esté ambientado en la posguerra. La gorra de Nitrato de Chile y la referencia a los Carabineros podrían ubicarnos a partir de los años 30 o 40 del pasado siglo. (Los Carabineros fueron integrados en la Guardia Civil en 1940). Que dicho producto fuera usado como fertilizante, esto es, como abono, potencia la imagen de decadencia del joven: no se le identifica con algo festivo propio de su edad, como podría ser una bicicleta o un balón, sino con el nitrato.

El relato está narrado en primera persona, con una articulación a veces casi agramatical (con ausencia de verbos), en la que se va contando con prosa descarnada no una historia lineal, sino la decadencia de una forma de entender la vida, con absoluto desdén y crueldad hacia las personas discapacitadas, con pequeños saltos en el tiempo.

Se trata de una historia pertinente, bien narrada, con una profunda crítica social.

Destaca también el final, que abunda en la crueldad mostrada desde el primer párrafo.

Francisco Rodríguez Criado es escritor y corrector de estilo

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