Relatos cortos del autor catalán Pere Calders (en castellano)

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Pere Calders (1912-1994) es uno de los narradores catalanes más importantes del pasado siglo. Aunque escribió varias novelas, se le conoce sobre todo por sus cuentos, en los que desgrana elementos como el humor, la ironía y el absurdo.

Calders escribía en catalán. La editorial Anagrama publicó en 1984 su libro La ruleta rusa y otros cuentos  , traducida al castellano por Joaquín Jordá.

A modo de ejemplo, podéis leer a continuación varios cuentos suyos, algunos muy breves, de apenas unas pocas palabras.

Historia castrense

Si les hubiera mandado saltar por la ventana, lo habrían hecho casi con alegría, porque confiaban ciegamente en mí. Hasta que un día les ordenó que saltaran por la ventana, y entonces desertaron todos, porque un hombre que ordena cosas así no es de fiar.

Obcecación

Entre ir al cielo o quedarse en casa, prefirió esto último, de mal grado por la propaganda contraria, y por el hecho de que en su casa había goteras y muchas y variadas privaciones.

El expreso

Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Lo veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí nunca había habido ni vías de tren ni estación.

Balance

Cuando estaba a punto de sacar el cubo, le falló una pierna y cayó al pozo. Mientras caía, le pasó aquello tan conocido de ver de un vistazo toda su vida. Y la encontró lisa, igual y monótona (dicho sea entre nosotros), de manera que se tragó el agua de ahogarse con ejemplar resignación.

Relato corto de Pere Calders: Hecho de armas

Un día, haciendo la guerra, me encontré separado de mi gente, sin armas, solo y desamparado como nunca. Me sentía algo humillado, porque todo hacía prever que mi colaboración no debía ser decisiva y la batalla seguía su curso, con un estruendo y una cantidad de muertos que ponían los pelos de punta.

Me senté al margen de un camino para hacer determinadas reflexiones sobre este estado de cosas, y hete aquí que, de repente, un paracaidista vestido de una manera extraña tomó tierra a mi lado. Debajo de la capa que llevaba, se veía una ametralladora y una bicicleta plegable, bien disimuladas, claro.

Se me acercó y con un acento extranjero muy pronunciado me preguntó:

—¿Podría decirme si voy bien para ir al Ayuntamiento de este pueblecito?
(Ahí cerca, la semana anterior, había un pueblo).

—No sea asno —le dije—. Se nota en seguida que es un enemigo, y si va allí le cogerán.

Eso le desconcertó, y después de hacer un ruido con los dedos que denotaba su rabia replicó:

—Ya me parecía que no lo habían previsto todo. ¿Qué me falta? ¿Cuál es el detalle que me delata?

—El uniforme que lleva ha caducado. Hace más de dos años que nuestro general lo suprimió, dando a entender que los tiempos habían cambiado. Ustedes están mal informados.

—Lo hemos sacado de un diccionario —me dijo con tristeza.

Se sentó a mi lado, sosteniéndose la cabeza con las manos, según parece para pensar con más garantías. Yo le miraba y de repente le dije:

—Lo que tendríamos que hacer usted y yo es pelearnos. Si llevara armas como usted, ya se lo diría de otro modo…

—No —dijo—, no valdría. En realidad, estamos fuera del campo de batalla y los resultados que obtuviéramos no serían homologados oficialmente. Lo que hemos de hacer es procurar entrar en el campo de batalla, y allí, si nos toca, nos veremos las caras.

Intentamos hasta diez veces entrar en la batalla, pero un muro de balas y de humo lo impedía. Con ánimo de descubrir una rendija, subimos a un altozano que dominaba el espectáculo. Desde allí se veía que la guerra proseguía con gran fuerza y que había cuanto podían desear los generales.

El enemigo me dijo:

—Visto desde aquí produce la impresión de que, según como entráramos, más bien estorbaríamos…

(Asentí con la cabeza).

—… Y, pese a eso, entre usted y yo queda una cuestión pendiente.

Consideré que tenía toda la razón, y para ayudarle sugerí:

—¿Y si nos peleáramos a puñetazos?

—No, tampoco. Debemos un cierto respeto al progreso, por el prestigio de su país y del mío. Es difícil —dijo—, es positivamente difícil.

Pensando encontré una solución:

—¡Ya está! Nos lo podríamos jugar al tres en raya. Si gana usted puede utilizar mi uniforme correcto y hacerme prisionero; si gano yo, el prisionero será usted y el material de guerra que lleva pasará a nuestras manos. ¿De acuerdo?

Se avino, jugamos y gané yo. Aquella misma tarde, entraba en el campamento, llevando mi botín, y cuando el general, lleno de satisfacción por mi trabajo, me preguntó qué recompensa quería le dije que, si no le importaba, me quedaría con la bicicleta.

Pere Calders

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