En la historia de la literatura podemos citar muchos grandes narradores de inspiración católica, dentro y fuera de nuestras fronteras (me refiero a España, desde donde escribo).
Algunos de esos grandes escritores escribieron relatos cortos. A modo de ejemplo, podéis leer en esta sección un ramillete de cuentos católicos, o cuentos de autores católicos, si se prefiere. Están ordenados por país. La idea es que la sección vaya creciendo con el paso del tiempo.
Por el momento, los escritores escogidos son Flannery O’Connor (Estados Unidos), Lope de Vega, Emilia Pardo Bazán, Miguel Delibes, José Jiménez Lozano, Soledad Acosta de Semper, José María Sánchez Silva (España), Giovanni Papini (Italia), Honoré de Balzac, León Bloy (Francia), K.G. Chesterton (Inglaterra), James Joyce (Irlanda).
Cuentos de autores católicos estadounidenses
Narración corta de Flannery O’Connor: La cosecha
La señorita Willerton siempre quitaba las migas de la mesa. Era su hazaña doméstica especial y lo hacía con gran esmero. Lucía y Bertha fregaban los platos y Garner se iba a la sala a hacer el crucigrama del Morning Press. Así dejaban sola en el comedor a la señorita Willerton y eso le gustaba a ella. ¡Uf! En aquella casa el desayuno era siempre un suplicio. Lucía insistía en seguir siempre el mismo horario en el desayuno y las demás comidas. Lucía decía que desayunar a la misma hora contribuía a adquirir otras prácticas regulares, y, con lo propenso que era Garner a sufrir molestias, era fundamental que estableciesen algún método en las comidas. De esa manera, también se aseguraba de que él le pusiera agaragar a su crema de trigo. «Como si después de llevar cincuenta años haciéndolo –pensó la señorita Willerton–, fuese capaz de hacer otra cosa». La polémica del desayuno empezaba siempre con las gachas de harina de trigo de Garner y terminaba con las tres cucharadas de piña triturada de la señorita Willerton. «Ya sabes lo de tu acidez, Willie –le decía siempre la señorita Lucía–, ya sabes lo de tu acidez», y entonces Garner ponía los ojos en blanco y soltaba algún comentario desagradable, y Bertha pegaba un salto y Lucía se mostraba afligida y la señorita Willerton saboreaba la piña triturada que acababa de tragarse.
Era un alivio quitar las migas de la mesa. Quitar las migas de la mesa le daba tiempo para pensar, y, si la señorita Willerton debía escribir un relato, antes tenía que pensarlo. Casi siempre pensaba mejor sentada delante de la máquina de escribir, pero por el momento tendría que conformarse con lo que había. En primer lugar, debía pensar un tema para el relato que iba a escribir. Eran tantos los temas sobre los que se podía escribir un cuento que a la señorita Willerton nunca se le ocurría ninguno. Era siempre la parte más difícil de escribir un cuento, ella siempre lo decía. Dedicaba más tiempo a pensar en algo sobre lo que escribir que a la escritura en sí. A veces descartaba un tema tras otro y, a menudo, tardaba una o dos semanas en decidirse por alguno. La señorita Willerton sacó el recogedor y la escobilla de plata y se puso a limpiar la mesa. «¿Y un panadero –se preguntó–, será un buen tema?». «Los panaderos extranjeros eran muy pintorescos», pensó. La tía Myrtile Filmer había dejado sus cuatricromías de panaderos franceses estampadas en sombreros con forma de hongo. Eran hombres magníficos, altos… rubios y…
–¡Willie! –gritó la señorita Lucía, entrando en el comedor con los saleros–. Por el amor de Dios, pon el recogedor debajo de la escobilla o echarás todas las migas sobre la alfombra. En lo que va de la semana le he pasado la aspiradora cuatro veces y no pienso volver a pasarla.
–Si le has pasado la aspiradora no sería por las migas que se me caen a mí –le contestó la señorita Willerton, lacónica–. Siempre recojo las migas que se me caen. Y aclaró–: Y a mí se me caen bien pocas.
–A ver si esta vez lavas el recogedor antes de guardarlo –le soltó la señorita Lucía.
La señorita Willerton se echó las migas en la mano y las arrojó por la ventana. Llevó el recogedor y la escobilla a la cocina y los metió debajo de un chorro de agua fría. Los secó y los volvió a guardar en el cajón. Misión cumplida. Ahora podía ponerse delante de la máquina de escribir. Y estarse allí hasta la hora del almuerzo.
La señorita Willerton se sentó delante de la máquina de escribir y lanzó un suspiro. ¡A ver! ¿En qué había estado pensando? Ah, sí. En los panaderos. Ummm. Los panaderos. No, los panaderos, mejor no. Tenían poco de originales. Los panaderos no producían tensión social. La señorita Willerton clavó la vista en la máquina de escribir. A S D F G… sus ojos recorrieron las teclas. Ummm. «¿Y los maestros?», se preguntó la señorita Willerton. No. Por Dios, no. Los maestros siempre hacían que la señorita Willerton se sintiera rara. Sus maestras del Seminario Femenino Willowpool estaban bien, pero eran todas mujeres. El Seminario Femenino de Willowpool, recordó la señorita Willerton. La frase no le gustaba nada: Seminario Femenino de Willowpool… sonaba a biología. Ella se limitaba a decir que se había graduado de Willowpool. Los maestros hacían que la señorita Willerton se sintiera como si estuviera a punto de pronunciar algo mal. Además, los maestros no eran oportunos. Ni siquiera representaban un problema social.
Problema social. Problema social. Ummm. ¡Los aparceros!
La señorita Willerton nunca había intimado con ningún aparcero pero, reflexionó, como tema tendría tanto arte como cualquier otro, ¡y le permitirían conseguir ese aire de trascendencia social que tan útil resultaba en los círculos que esperaba conocer en sus viajes! «Siempre puedo sacarle partido –refunfuñó–, al tema de la lombriz intestinal». ¡Ya le iba saliendo! ¡Sin duda! Movió los dedos con nerviosismo sobre las teclas sin tocarlas. Después, de repente, empezó a escribir a gran velocidad.
«Lot Motun –registró la máquina– llamó a su perro». Una pausa abrupta siguió a la palabra «perro». La señorita Willerton siempre se esmeraba en la primera oración. «La primera oración –decía siempre–, le venía como… ¡como un chispazo! ¡Tal cual! –decía, y chasqueaba los dedos–, ¡como un chispazo!» Y sobre la primera oración construía su relato. «Lot Motun llamó a su perro», le había salido automáticamente a la señorita Willerton, y al releer la frase, decidió no solo que «Lot Motun» era un nombre adecuado para un aparcero, sino que hacer que llamara a su perro era lo mejor que se podía esperar de un aparcero. «El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a Lot». La señorita Willerton había escrito la frase antes de que le diera tiempo a advertir su error: dos «Lot» en un mismo párrafo. Resultaba desagradable al oído. La máquina de escribir retrocedió chirriando y la señorita Willerton escribió tres X sobre «Lot». Entre líneas anotó a lápiz: «Su amo». Ahora ya estaba lista para continuar. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo». «Y también tengo dos perros –pensó la señorita Willerton–. Ummm». Pero decidió que eso no molestaría tanto al oído como los dos «Lot».
La señorita Willerton era muy partidaria de lo que denominaba «arte fonético». Según ella, el oído era tan lector como el ojo. Le gustaba expresarlo de ese modo. «El ojo forma un cuadro –le había dicho a un grupo en las Hijas Unidas de las Colonias– que puede pintarse en abstracto, y el éxito de la empresa literaria –a la señorita Willerton le gustaba la expresión empresa literaria– depende de esos elementos abstractos creados en la mente y de la naturaleza tonal –a la señorita Willerton también le gustaba eso de naturaleza tonal–, que registra el oído.» La oración «Lot Motun llamó a su perro» tenía un toque cáustico y seco que, seguido de «el perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo», le daba al párrafo la salida que precisaba.
«Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro». A lo mejor, reflexionó la señorita Willerton, eso era un poco exagerado. Pero, según le constaba, el que un aparcero se revolcara en el barro entraba dentro de lo razonablemente posible. En cierta ocasión había leído una novela que trataba de ese tipo de personas, en la que se había hecho algo tan feo como aquello y, a lo largo de tres cuartas partes de la narración, cosas mucho peores. Lucía la encontró mientras limpiaba uno de los cajones del escritorio de la señorita Willerton, y, después de hojear unas cuantas páginas al azar, sujetó el libro entre el pulgar y el índice, lo llevó hasta el horno y lo echó al fuego.
–Willie, esta mañana cuando limpiaba tu escritorio, me encontré un libro que Garner debió de dejar allí para hacerte una broma –le dijo la señorita Lucía más tarde–. Fue horrible, pero ya sabes cómo las gasta Garner. Lo he quemado. –Y luego, con una risita ahogada, añadió–: Estaba segura de que no podía ser tuyo.
La señorita Willerton estaba segura de que no podía ser de nadie más que de ella, pero no se atrevió a aclararlo. Lo había encargado directamente a la editorial porque no quería pedirlo en la biblioteca. Le había costado tres dólares con setenta y cinco centavos, envío postal incluido, y no había terminado los últimos cuatro capítulos. Eso sí, había leído lo suficiente para poder afirmar que era razonablemente posible que Lot Motun se revolcara en el barro con su perro. Al hacerle hacer tal cosa, lo de las lombrices intestinales tendría más sentido, decidió. «Lot Motun llamó a su perro. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
La señorita Willerton se apoyó en el respaldo. Era un buen comienzo. Ahora planificaría la acción. Había que incluir una mujer, claro. A lo mejor Lot podía matarla. Ese tipo de mujeres siempre sembraba cizaña. Incluso podía provocarlo para que acabara matándola por libertina y, después, quizá a él lo perseguiría la mala conciencia.
Si debía tomar ese rumbo, sería necesario dotarlo de principios, aunque no sería demasiado difícil dárselos. Se preguntó de qué manera introduciría ese aspecto, en vista de toda la atención que en el relato debía dedicarle al amor. Tendría que poner algunas escenas bastante violentas y naturalistas; el tipo de detalles sádicos que una leía en relación con esa clase de gente. Era un problema. Sin embargo, la señorita Willerton disfrutaba con esos problemas. Lo que más le gustaba era planificar las escenas pasionales, pero, cuando llegaba el momento de escribirlas, siempre empezaba a sentirse rara y a preguntarse qué diría su familia cuando las leyeran. Garner chasquearía los dedos y le haría un guiño a la menor oportunidad; Bertha la consideraría una persona horrible; y Lucía diría con esa vocecita tonta que la caracterizaba: «¿Qué nos has estado ocultando, Willie? ¿Qué nos has estado ocultando?», y lanzaría su risita ahogada, como hacía siempre. Pero la señorita Willerton no podía pensar en eso ahora; debía darle forma a sus personajes.
Lot sería alto, encorvado y desaliñado, pero sus ojos serían tristes y lo harían parecerse a un caballero pese a tener el cuello enrojecido y las manos enormes y torpes. Tendría los dientes rectos y, para indicar que era dueño de cierto espíritu, sería pelirrojo. Las prendas le colgarían sin gracia, pero las luciría con desenfado, como si fuesen una segunda piel; tal vez, reflexionó la señorita Willerton, sería mejor, después de todo, que no se revolcara con el perro. La mujer sería más o menos guapa, con el pelo rubio, los tobillos gruesos, los ojos turbios.
La mujer le serviría la cena en la cabaña y él comería la sémola llena de grumos a la que ella ni siquiera se habría molestado en ponerle sal y, allí sentado, pensaría en cosas grandiosas, lejos, muy lejos… en otra vaca, una casa pintada, un pozo limpio, incluso una granja propia. La mujer empezaría a dar alaridos porque él no había cortado suficiente leña para la cocina y se quejaría del dolor de espalda. Ella se sentaría a verlo comer la sémola rancia y le diría que no tenía suficientes agallas para robar comida.
–¡Eres un asqueroso pordiosero! –le diría con sorna. Y él la mandaría callar.
–¡Cierra la boca! –gritaría.
–Me tienes harta, más que harta. –Pondría los ojos en blanco y, burlándose y riéndose de él, le diría–: Los desgraciados como tú no me dan miedo.
Entonces él echaría la silla hacia atrás e iría hacia ella. Ella agarraría un cuchillo de la mesa –la señorita Willerton se preguntó cómo era posible que aquella mujer fuera tan corta–, y retrocedería manteniendo el cuchillo en alto. Él daría un salto hacia delante y ella se apartaría veloz, como un caballo salvaje. Luego volverían a estar cara a cara, los ojos rebosantes de odio, y avanzarían y retrocederían. La señorita Willerton alcanzó a oír cómo los segundos iban golpeando contra el tejado de lata. Él se abalanzaría otra vez sobre la mujer y ella, con el cuchillo dispuesto, se lo hincaría de un momento a otro… La señorita Willerton no pudo aguantar más. Golpeó a la mujer con fuerza en la cabeza, por detrás. La mujer soltó el cuchillo y una niebla la envolvió y se la llevó del cuarto. La señorita Willerton se volvió hacia Lot.
–Deja que te sirva un poco de sémola caliente –le dijo.
Se acercó a la cocina, en un plato limpio sirvió una ración de sémola blanca y tersa y un trozo de mantequilla.
–Caray, gracias –dijo Lot, y le sonrió con esos bonitos dientes–. Tú sí sabes cómo prepararla. Verás –le dijo–, estuve pensando… Podríamos marcharnos de esta granja arrendada y tener un lugar decente. Si este año conseguimos ganar algo, podríamos comprarnos una vaca y empezar a construirnos una casita. Imagínatelo, Willie, imagínate lo que sería.
Ella se sentó a su lado y le puso la mano en el hombro.
–Lo conseguiremos –aseguró–. Nos irá mejor que ningún otro año y en primavera tendremos esa vaca.
–Tú siempre sabes cómo me siento, Willie. Tú siempre lo has sabido.
Se quedaron sentados largo rato, pensando en lo bien que se entendían.
–Termina de comer –dijo ella al fin.
Cuando él hubo cenado, la ayudó a quitar la ceniza de la cocina y después, en el caluroso atardecer de julio, dieron un paseo por el prado, en dirección al arroyo, y hablaron de la casita de la que algún día serían dueños.
A finales de marzo, cuando la época de lluvias estaba cerca, habían conseguido más de lo esperado. A lo largo del mes anterior, Lot se había levantado a las cinco de la mañana, y Willie, una hora antes, para tratar de adelantar todo el trabajo posible aprovechando el buen tiempo. A la semana siguiente, comentó Lot, empezaría a llover y, si antes no levantaban la cosecha, la perderían… y con ella, cuanto habían ganado en los últimos meses. Sabían lo que aquello supondría, otro año de ir tirando sin mucho más de lo que habían tenido el anterior. Además, al año siguiente, en lugar de la vaca, llegaría un crío. Lot se había empeñado en comprar la vaca pese a todo.
–Alimentar a un crío tampoco cuesta tanto –había razonado–, y la vaca nos ayudaría a darle de comer…
Pero Willie se había mostrado firme, comprarían la vaca más adelante, el crío debía empezar con buen pie.
–A lo mejor –había concluido Lot–, vamos a tener suficiente para las dos cosas. –Y se había marchado a ver el campo recién arado como si pudiera calcular la cosecha por los surcos.
Pese a las estrecheces, había sido un buen año. Willie había limpiado la casucha y Lot había arreglado la chimenea. En la puerta había profusión de petunias, y en la ventana, una colonia de dragoncillos. Había sido un año pacífico. Pero ahora comenzaban a inquietarse por la cosecha. Debían recogerla antes de que llegaran las lluvias.
–Nos falta una semana más –rezongó Lot al regresar esa noche–. Una semana más y lo vamos a conseguir. ¿Tienes ganas de cosechar? No está bien que debas salir –suspiró–, pero no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
–Me encuentro bien –dijo ella, y ocultó las manos temblorosas a su espalda–. Cosecharé.
–Esta noche está nublado –dijo Lot, sombrío.
Al día siguiente trabajaron hasta el anochecer, trabajaron hasta reventar, y después regresaron a trompicones a la cabaña y cayeron en la cama.
Willie se despertó por la noche, notando un dolor. Era un dolor suave y verde, recorrido de luces moradas. Se preguntó si estaría despierta. Movió la cabeza de lado a lado y dentro de ella notó unas siluetas que zumbaban y picaban piedras.
Lot se incorporó.
–¿Te sientes mal? –le preguntó temblando.
Ella se apoyó sobre el codo y luego se dejó caer otra vez.
Ve al arroyo y trae a Anna –jadeó. El zumbido se hizo más intenso y las siluetas más grises. Al principio, el dolor se entremezcló con aquellas siluetas durante unos segundos; luego, de forma ininterrumpida. Llegaba a ella una y otra vez. El zumbido se hizo más nítido y, a eso del alba, se dio cuenta de que estaba lloviendo. Más tarde preguntó con voz ronca:
–¿Cuánto hace que llueve?
–Dos días enteros –contestó Lot.
–Entonces hemos perdido. –Willie miró con desgana los árboles empapados–. Se acabó.
–No, no se acabó –dijo él en voz baja–. Tenemos una niña.
–Tú querías un niño.
–No. Tengo lo que quería, dos Willies en lugar de una, y eso es mucho mejor que una vaca –sonrió–. ¿Qué puedo hacer para merecerme todo lo que tengo, Willie? –Se inclinó y la besó en la frente.
–¿Qué puedo hacer yo? –preguntó ella en voz baja–. ¿Qué puedo hacer para ayudarte más?
–¿Qué tal si vas al mercado, Willie?
La señorita Willerton apartó de sí a Lot de un empujón.
–¿Qué… qué me decías, Lucía? –tartamudeó.
–Te decía que qué tal si esta vez vas tú al mercado. Esta semana meha tocado ir a mí todas las mañanas y ahora estoy ocupada.
La señorita Willerton dejó la máquina de escribir y dijo con brusquedad:
–Muy bien. ¿Qué quieres que te traiga?
–Una docena de huevos y dos libras de tomates, que sean maduros, y más te vale que empieces a curarte ese resfriado ahora mismo. Te lloran los ojos y tienes la voz ronca. En el cuarto de baño hay Empirin. Pide que anoten lo que gastes en nuestra cuenta. Yponte el abrigo. Hace frío.
La señorita Willerton elevó la vista al cielo.
–Tengo cuarenta y cuatro años –anunció–, sé muy bien cómo cuidarme.
–Y que los tomates sean maduros –le contestó la señorita Lucía.
Con el abrigo mal abrochado, la señorita Willerton avanzó pesadamente por la calle principal y entró en el supermercado.
–¿Qué venía yo a comprar? –refunfuñó–. Ah, sí, dos docenas de huevos y una libra de tomates.
Pasó delante de las estanterías de vegetales enlatados y de las galletas y fue a la caja donde tenían los huevos. Pero no había huevos.
–¿Dónde están los huevos? –le preguntó a un chico que pesaba frijoles.
–Solamente nos quedan huevos de pularda –dijo mientras cogía otro puñado de frijoles.
–Bien, ¿dónde están y qué diferencia hay? –exigió saber la señorita Willerton.
El chico echó los frijoles sobrantes al cubo, se agachó sobre la caja de los huevos y le entregó un paquete.
–Ninguna diferencia, la verdad –dijo al tiempo que mascaba el chicle con los dientes incisivos–. Son de gallinas adolescentes o algo así, no lo sé bien. ¿Se los pongo?
–Sí, y dos libras de tomates. Que estén maduros –precisó la señorita Willerton.
No le gustaba hacer la compra. No había motivo alguno para que los dependientes fuesen tan altaneros. Ese muchacho no se habría entretenido tanto con Lucía. Pagó los huevos y los tomates y salió apresuradamente. En cierta manera, aquel lugar la deprimía.
Vaya tontería que un supermercado pudiese deprimir… si allí dentro solo tenían lugar actividades domésticas sin importancia… mujeres que compraban frijoles… que llevaban a los niños en esos cochecitos… que regateaban por un octavo de libra de más o de menos de calabaza… «¿Qué ganaban con eso? –se preguntó la señorita Willerton–. ¿Dónde había allí ocasión para expresarse, para crear, para el arte?» A su alrededor todo era lo mismo: aceras llenas de gente que se afanaban de un lado a otro, con las manos cargadas de paquetitos y las mentes llenas de paquetitos, aquella mujer de allí que llevaba al niño de la cadena y tiraba de él, lo sacudía y lo arrastraba para alejarlo de un escaparate donde se exhibía una lámpara hecha con una calabaza ahuecada. Probablemente se pasaría el resto de la vida tirando de él y sacudiéndolo. Y allí iba otra, a la que se le caía la bolsa de la compra en plena calzada, y otra más, que le sonaba la nariz a un niño, y por la acera se acercaban una anciana con sus tres nietos saltándole alrededor, seguidos de un hombre y una mujer que caminaban demasiado juntos para ser refinados.
La señorita Willerton observó a la pareja con atención cuando se acercaron más y la adelantaron. La mujer era regordeta, de tobillos gruesos y ojos turbios. Llevaba unos zapatos de tacón, unas ajorcas azules, un vestido de algodón demasiado corto y una chaqueta de cuadros escoceses. Tenía la piel manchada y el cuello estirado hacia delante, como si quisiera oler una cosa que le alejaran continuamente de la nariz. En la cara lucía una mueca estúpida. Él era un hombre larguirucho, consumido y desaliñado. Iba encorvado, y el pelo rubio y enredado le caía hacia un lado del cuello largo y enrojecido. Sus manos jugueteaban tontamente con las de la muchacha mientras avanzaban desmañados, y en una o dos ocasiones le lanzó una sonrisa empalagosa, que permitió a la señorita Willerton comprobar que tenía los dientes rectos, los ojos tristes y una erupción en la frente.
–¡Aaah! –se estremeció.
La señorita Willerton dejó la compra encima de la mesa de la cocina y regresó junto a la máquina de escribir. Miró el papel que había en ella. «Lot Motun llamó a su perro –ponía–. El perro levantó las orejas y, con el rabo entre las patas, se acercó a su amo. Lot tiró de las orejas cortas y raquíticas del animal y se revolcó con él en el barro.»
–¡Suena fatal! –masculló la señorita Willerton–. De todos modos, el tema no es nada del otro mundo –decidió.
Necesitaba algo más pintoresco… con más arte. La señorita Willerton se quedó largo rato mirando la máquina de escribir. Después, de repente, con el puño asestó varios golpecitos extasiados sobre el escritorio.
–¡Los irlandeses!–chilló–. ¡Los irlandeses!
La señorita Willerton siempre había admirado a los irlandeses. «Su acento –pensó– era muy musical, y su historia… ¡espléndida!» «¡Y las gentes –caviló–, las gentes de Irlanda! Llenas de temple… pelirrojas, de anchos hombros y enormes bigotes caídos».
“The Crop”,
Mademoiselle, 1971
- O'CONNOR,FLANNERY (Autor)
Cuentos de autores católicos españoles
La posada del mal hospedaje (cuento de terror de Lope de Vega)
Cuando la fresca aurora, como Júpiter en lluvia de oro, transformada en aljófar enriquecida el regazo de la tierra, salió el Peregrino Pánfilo de Zaragoza y por no usadas sendas, de monte en monte y de pastor en pastor, procuraba cuanto podía desviarse del real camino, temiendo siempre que los hermanos de Godofre y Flérida con toda diligencia le buscarían. Determinose, al fin de algunas leguas, ir una noche a poblado, fatigado de la aspereza de los montes y la rusticidad del sustento, y entrando en una villa, término de los dos reinos, pidió posada; mas como en ninguna se la diesen, respeto de verle ya tan mal tratado, los pies corriendo sangre, quemado el rostro y los cabellos revueltos, procuró el hospital, último albergue de la miseria.
Abierto le halló Pánfilo a aquellas horas, pero sin luz alguna, y preguntando la causa le dijeron que por el escándalo que se había oído muchas noches, y después que en él había muerto un extranjero, no se habitaba ni vivía, pero que entrase dentro, que en una capilla del vivía un hombre de santa vida y conversación, que sufría por Dios aquellas molestias y él le informaría donde sin peligro durmiese. Pánfilo entró dentro, tentando por el oscuro portal con un cayado que en vez de su bordón traía. Vio lejos una pequeña luz y enderezando a ella llamó a aquel hombre. «¿Qué me quieres, respondió a sus voces, maligno espíritu?». «No soy quien piensas, respondió Pánfilo; abre, amigo, que soy un peregrino que busco posada para esta noche.» Abrió la puerta entonces y vio Pánfilo un hombre de mediana estatura y edad, los cabellos largos y la barba crecida y enhetrada; cubríale una ropa de sayal hasta los pies. La capilla era pequeña, el retablo devoto y en la peana dél dormía aquel hombre; tenía por cabecera una piedra, su báculo por compañía y una calavera por espejo, que ninguno muestra mejor los defectos de nuestra vida.
«¿Cómo has osado entrar? –le dijo–, Peregrino» ¿No te ha dicho ninguno el mal hospedaje desta casa?» «Sí han dicho, respondió Pánfilo, pero he pasado ya tantos trabajos, desdichas, prisiones y malos acogimientos, que ninguno será nuevo para mi ánimo.» Encendió una vela entonces el huésped en la lámpara que delante de las imágenes ardía y sin preguntarle quién era le dijo: «Sígueme.» Fue Pánfilo tras el hombre, y pasando un jardín tan intrincado que más parecía bosque, entre unos cipreses le mostró un cuarto de casa, y abriendo el cerrojo de un aposento grande le dijo: «Entra y pues eres mozo robusto y enseñado a trabajos, haz la señal de la cruz y duerme sin reparar en nada.» Pánfilo tomó la luz y afirmándola sobre un poyo que la sala tenía, se despidió del hombre y cerró la puerta. En la sala había una cama bastante para descansar quien en tantas noches la había tenido en el suelo. Desnudose y vistiéndose una de dos camisas que Flérida le había dado partiéndose, se acostó en ella. Apenas había revuelto en su fantasía la confusión de historias que en la quietud del cuerpo repite el alma, cuando la imagen de la muerte, que llaman al sueño, ocupó sus sentidos con la fuerza que suele tener sobre cansados caminantes.
La parte que desampara el sol cuando se va a los indios estaba en profundo silencio cuando al ruido de algunos caballos despertó Pánfilo. Parecióle que caminaba, cosa que a los que caminan siempre sucede, que la cama se mueve como la nave o anda como el caballo que traía, pero acordándose que estaba en aquel hospital y advertido del escándalo por cuya causa era inhabitable, abrió los ojos y vio que, como si entraran a jugar cañas de dos en dos, entraban a caballo algunos hombres, los cuales encendiendo unas ventosas de vidrio que traían en las manos en la vela que había dejado, las iban tirando al techo del aposento donde se clavaban y quedaban ardiendo por largo espacio, quedando el suelo pegado a las tablas y la boca vertiendo llamas sobre la cama y lugar donde había puesto los vestidos. Cubriose el animoso mancebo lo mejor que pudo, y dejando un pequeño resquicio a los ojos para que le avisasen si le convenía guardarse del comenzado incendio, vio en un instante las llamas muertas y que en una mesa, que a la esquina de la sala estaba, se comenzaba un juego de primera entre cuatro. Pasaban, descartábanse y metían dineros, como si realmente pasara de veras, y habiéndose enojado los jugadores se trabó una cuestión en el aposento con tantos golpes de espadas y broqueles que el mísero Pánfilo comenzó a llamar a la virgen de Guadalupe, que sólo le faltaba de visitar en España, aunque era el reino de Toledo, porque las cosas que están muy cerca, pensando verse cada día, suelen dejar de verse muchas veces. Pero cesando el golpear de las espadas y todo el ruido por media hora, quedó de un sudor ardiente bañado el cuerpo en agua, y estando a su parecer satisfecho que ya no volverían, sintió que asiendo los dos extremos de la colcha y sábanas se las iban quitando poco a poco. Aquí fue notable su temor, pareciéndole que ya se le atrevían a la persona, pues le quitaban la defensa, y estando desta suerte, vio entrar con un hacha un hombre, detrás del cual venían dos, el uno con una bacía grande de metal y el otro afilando un cuchillo. Erizáronsele los cabellos en esta sazón de tal suerte que le pareció que de cada uno de por sí le iban tirando. Quiso hablar y no pudo, pero cuando a él se acercaron, el que traía el hacha la mató de un soplo, y pensando que entonces le degollarían y que aquella bacía era para coger su sangre, fue a detener con las manos el cuchillo adonde le pareció que le había visto, y sintió que se las tragaron a un mismo tiempo. Dio un grito Pánfilo, y en este instante volviose a encender el hacha y vio que dos grandes perros se las tenían asidas. «Jesús», dijo turbado, a cuya voz se metieron debajo de la cama, y vuelta a matar la luz, sintió que le ponían la ropa como primero y que alzándole de la cabeza le acomodaban de mejores almohadas y le igualaban con grande aseo, curiosidad y regalo la sábana y colcha.
Así le dejaron estar un rato, en el cual comenzó a rezar algunos versos de David de que se acordaba (si entonces se podía acordar de sí mismo), y recobrando aliento con alguna confianza de que habiéndole compuesto la cama le dejarían en ella, vio que los que debajo de ella se habían entrado la iban levantando por las espaldas con su persona encima hasta llegar al techo, donde, como temiese la caída, sintió que de las mismas tablas le asía una mano del brazo, y cayendo la cama al suelo con espantoso golpe quedó colgado en el aire de aquella mano, y que alrededor de la sala se habían abierto gran cantidad de ventanas, desde adonde le miraban muchos hombres y mujeres con notable risa y con algunos instrumentos le tiraban agua. Ardiose la cama en este punto y así la llama della le enjugaba, aunque con mayor miedo que al agua había tenido. Cesó la luz de aquel fuego, y tirándole de las piernas también le pareció que le faltaban y que había quedado el cuerpo tronco y sin ellas. Fuese a este tiempo alargando aquel brazo que le tenía asido hasta la cama, donde otra vez de nuevo le acostaron y le regalaron como primero.
Descansaron estas vanas ilusiones cerca de una hora, después de la cual sintió que le asían las pobres alforjuelas en las que traía algunas prendas y papeles de Nise y las joyas de Flérida, y que se las llevaban arrastrando por la sala. ¿Quién creerá lo que digo? Levantose Pánfilo animoso a cobrarlas, y el valor que no tuvo para defender su persona le sobró para resistillas. Salieron del aposento al huerto y como los siguiese, vio que por entre aquellos cipreses llegaban a una noria adonde las echaron y a ellos tras ellas. No quiso Pánfilo pasar más adelante, mas volviendo con valeroso esfuerzo por donde el ermitaño le había guiado, llamó a su aposento. Abriole el hombre, y viendo su color y desnudez le dijo: «Mala noche te habrán dado los huéspedes.» «Tan mala, dijo Pánfilo, que no he dormido y les dejo mi pobre hábito por paga de la posada.» Albergole entonces en la suya aquel hombre lo mejor que pudo, y refiriéndole sucesos de otros esperaron la mañana.
Muchos que ignoran la calidad de los espíritus, su naturaleza y condiciones, tendrán esta historia mía por fábula, y así es bien que adviertan que hay algunos de quien se entiende que cayeron del ínfimo coro de los ángeles, los cuales, fuera de la pena esencial, que es la eterna privación de la vista de la divina esencia, llamada de los teólogos la pena del daño, la cual padecerán eternamente, respecto de su menos grave pecado padecen pocas penas y éstas son de tal naturaleza que pueden dañar y ofender poco, pero sólo toman placer en hacer algunos estrépitos y rumores de noche, burlas, juegos y otras cosas semejantes, los cuales son oídos y vistos de algunos, como se sabe de muchos lugares y casas, las cuales son turbadas de tales escándalos hechos de los demonios, echando piedras o molestando los hombres con golpes, encendiendo fuego o haciendo otras operaciones delusorias. Estas cosas hacen éstos muchas veces porque no pueden ofender a los hombres de otra manera que con estos efectos ridiculosos y inútiles, constreñidos y ligados del infinito poder de Dios. Éstos se llaman en la lengua italiana foletos y en la española trasgos, de cuyos rumores, juegos y burlas cuenta Guillermo Totani, en su libro De Bello Demonum, algunos ejemplos, llamándolo espíritus de la menos noble jerarquía. Casiano escribe de aquellos que habitan en la Noruega, a quien el vulgo llama paganos, que ocupan los caminos, juegan y burlan a los que pasan por ellos de día y de noche. Michael Psello pone seis géneros déstos: ígneos, aéreos, terrestres, acuátiles, subterráneos y lucífogos. En él se pueden ver sus propiedades. Hierónimo Menchi cuenta de un espíritu que agradado de un mancebo le servía y solicitaba en varias formas y hurtando dineros le pagaba algunas cosas que le agradaban; y sin éste pone otro muchos, sus daños, sus burlas, sus amores, sus vanas ilusiones y sus remedios.
La luz del día, amable e ilustre obra del Hacedor del cielo y única guía de los mortales, dio aviso a Pánfilo de que ya podía estar seguro de las malditas infestaciones de aquel espíritu, y despertando al hombre se levantaron entrambos y juntos se fueron por la huerta al aposento donde había dormido, y entrando en él a ver el estrago de la pasada noche, hallaron la cama y las demás cosas del aposento sin lesión alguna y a la ropa de Pánfilo en el mismo lugar donde la había puesto. Vistiose, corrido de que aquel hombre le tuviese por fabuloso y hombre de poco ánimo, le pidió licencia para irse, desde cuyos brazos tomó el camino de Guadalupe, sin osar volver la cabeza a aquella villa, donde prometió no volver en su vida por ningún acontecimiento, fuera de estar en ella su amada Nise.
Lope de Vega
Historia corta de Emilia Pardo Bazán: La moneda del mundo
Érase un emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad, la sonrisa en los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.
Sin embargo, a su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras, sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe, y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres hechiceras y amantes.

–Eres príncipe, eres mozo, eres gallardo –advirtió el viejo meneando la cabeza–, y por eso juzgas así. Mas yo, como padre, debo abrirte los ojos y que te sirva de algo mi experiencia. Sométete a una prueba y me dirás maravillas. Ponte al cuello este amuleto mágico, y ve recorriendo las casas de tus mejores amigos… y amigas. Pregúntales si te quieren de veras y pídeles una moneda en señal de cariño. Te la darán muy gustosos; recógelas en un saco y vuélvete aquí con la colecta.
Obedeció el príncipe, y a la tarde regresó a palacio con un saco de dinero tan pesado, que lo traían entre dos pajes.
–Ahora –mandó el emperador– que has recogido fondos, disfrázate de artesano o de labriego y vete por esos caminos, pagando tus gastos con las monedas que te dieron hoy.
Cumplió el príncipe la orden y salió solo y en humilde traje, llevando en el cinto, bolsa y calzas el dinero de su colecta. En la primera posada donde paró ya quisieron apalearle por pretender pagar con moneda falsa el gasto. En la segunda, le apalearon de veras. Y en la tercera, echóle mano la Santa Hermandad, por falso monedero; hasta que, compadecidos de sus lágrimas, le soltaron los cuadrilleros en una aldea, donde resolvió no presentar más el dinero de sus amigos… y amigas y regresar a palacio pidiendo limosna.
Cuando llegó ante su padre, y éste le vio tan pálido, tan deshecho, tan maltratado y tan melancólico, le preguntó con aire de victoria:
–¿Qué tal la moneda del mundo?
–De plomo, padre… Falsísima… Pero lo que yo lloro no es esa moneda, sino otra de oro puro que también perdí.
–¿Cuál, hijo mío?
–Mis ilusiones, que me hacían dichoso -sollozó el príncipe; y mirando a su padre con enojo y queja, se retiró a su cuarto, en el cual se encerró para siempre, pues de allí sólo salió a meterse cartujo, quedándose el imperio sin sucesor.
Emilia Pardo Bazán | Relato «El indulto»
Cuento corto de Miguel Delibes: El otro hombre
Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.
Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.
–¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? –dijo él.
La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.
–¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? –dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.
Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:
–Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la asustó.
–¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
–No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
–Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.
Cuento breve de José Jiménez Lozano: La sulamita
Lo que resulta ahora es que, como nosotros dábamos tanta Historia Sagrada en la escuela, los que entonces éramos muchachos nos sabíamos muchos nombres e historias que ahora ya los jóvenes de ahora ni se los pasa por la imaginación. Y los días de escuela que más nos gustaban eran precisamente los miércoles, porque era el día que dábamos Historia Sagrada casi toda la mañana; y era lo más bonito, cuando la historia de Esaú y Jacob, por ejemplo: cuando Esaú llegó muerto de hambre a su casa, después de estar cazando todo el día, y vio a su hermano Jacob que se estaba comiendo en la cocina un plato de lentejas, y se lo cambió por la primogenitura, que era una cosa que había entonces, una ley que decía que todo pertenecía al hermano mayor. Y luego también, cuando Jacob se puso la piel de un cabrito sobre los hombros, y su padre, que estaba ciego, le confundió con Esaú que tenía mucho pelo en los brazos y en todo el cuerpo. Y lo mismo cuando Jacob iba a buscar novia para casarse y se encontró con su prima Raquel que estaba dando de beber a las ovejas, o cuando ya era viejo y lloraba cuando le trajeron una túnica de su hijo José y él creía que le habían devorado los leones. ¡Cuidado que era bonito! Y lo de la hija del Faraón que iba a bañarse al río y se encontró a Moisés en una canasta de la ropa que le habían puesto pez para que no entrase el agua.
¡Cuidado que era bonito!
Todas estas historias decía la Historia Sagrada que venían en la Biblia, pero que ésta no se podía leer. ¿Y por qué no se iba a poder leer? «Pues, ¿sabéis por qué no se puede leer?», dijo Ignacio. «Pues yo sí que lo sé: porque cuenta todo lo de los hombres y las mujeres, y yo lo he leído». Y, entonces, nos contaba que un día el rey David se había asomado a la ventana y había visto a una mujer desnuda, bañándose en un huerto. Y que también se decía allí en la Biblia esto y lo otro de los pechos y los muslos de otra mujer: la Sulamita se llamaba, dijo. «¡Hala!, decíamos nosotros, no puede ser». Así que ya nos trajo un libro de la Biblia de su casa, que la tenían allí en el sobrado, en un baúl viejo, de un tío suyo cura, hermano de su abuelo, y él se la había encontrado rebuscando cosas; y, allí en el huerto o jardincillo de mi casa la empezamos a leer muchos días debajo de la higuera. Y de vez en cuando, teníamos que decir: «¡Hala!», pero que siguiera leyendo hasta que apareció lo de los pechos y los muslos de la Sulamita, aunque ninguno queríamos leerlo en voz alta y nos pasábamos el libro apuntando con el dedo los renglones: «¡Ahí, ahí!». Y también decía allí que la Sulamita bajaba al huerto con su amado, y se escondían. «¡Hala!».
Y dijo Ignacio: «Pues estas cosas son las que don Abdón lee en la iglesia, sólo que en latín». «¡Hala!, decíamos nosotros. Eso sí que no puede ser. ¿Cómo va a leer eso?». Porque era la palabra de Dios la Biblia, nos decía don Abdón en la catequesis. ¿Y entonces? No sabíamos lo que pensar, pero que, de todas maneras, nos teníamos que confesar por haber leído la Biblia, ¡qué remedio! Pero dijo Ignacio: «¿Y si os pregunta don Abdón en qué pensabais, cuando leíamos lo de los pechos y los muslos y el pelo negro?». Porque era verdad que todos habíamos pensado en seguida, mientras leíamos todo eso en la Merceditas precisamente, que se la notaban mucho los pechos y tenía un pelo muy negro, y era muy morena, y tendría bonitos muslos, ¿no? «Como columnas», decía también Ignacio. «¡Hala!», decíamos nosotros. Pero ¿cómo íbamos a decir esto? No sólo porque nos daba vergüenza, sino porque la comprometíamos a la Merceditas, y ella no sabía nada de nada, ni que pensábamos en ella, cuando leíamos lo de los muslos y los pechos, o que la llamábamos «La Sulamita». Y así lo dejamos; aunque seguíamos leyendo y leyendo también otras cosas, y lo de Job, que estaba sentado en un muladar, y nos extrañaba, ¿no? Hasta que un día que estábamos en la catequesis y dábamos también allí Historia Sagrada, fue Ignacio y dijo, cuando le preguntaron, que Salomón era hijo de David, pero que había tenido antes un hermano mayor, que se murió de pequeño y había nacido antes de casarse sus padres. Y entonces don Abdón se paró un poco y le dijo: «¿Y cómo sabes tú eso?». Y contestó Ignacio: «¡Anda!, pues porque sí, porque lo sé». Pero al final nos estrecharon el cerco y tuvimos que contar que habíamos leído la Biblia. Y se armó una, y nos castigaron. Pero luego ya, la Merceditas se fue a aprender corte y confección a algún colegio o academia, y ya fuimos dejando de leer la Biblia. Aunque era bien bonita y estaba, además, bien encuadernada la Biblia del tío cura de Ignacio, hermano de su abuelo, que ponía al principio con letras rojas de imprenta: «Bernabé Fernández, Presbítero»; y cuando la tuvimos que entregar a don Abdón, como habíamos leído mucho lo de la Sulamita y los dedos se habían señalado, tuvimos que andar borrando bien las huellas con miga de pan, que es el borrador mejor. Y todavía se notaba un poco, cuando acabamos; pero, como la Biblia no se podía leer, ¿a ton de qué iba a andar don Abdón fijándose, no? Y la entregamos. Pero bien bonita que era.
José Jiménez Lozano, Los grandes relatos, Barcelona, Anthropos, 1991, págs. 68–71
Historia corta de Soledad Acosta de Semper: Mi madrina
Siendo yo niño (de esto hace luengos años) cuando mi madre y mis hermanas preparaban algún amasijo o cosa delicada, para cuya cooperación no necesitaban de mis deditos que en todo se metían, ni de mi lengüita que todo lo repetía, todas decían en coro:
«Que lleven a Pachito a casa de su madrina.» Yo escuchaba esta sentencia sin apelación, entre alegre y mohíno, y salía de la casa muy despacio, siguiendo a la criada a media cuadra de distancia, y deteniéndome a cada momento para atar las correas de mis botines y recoger la cacucha que me servía de pelota, y así distraía las penas de mi destierro.
Sin embargo, al llegar a casa de mi madrina, las delicias que me aguardaban allí me hacían olvidar las que perdía. Pero antes de entrar, digamos quiénes éramos mi madrina y yo. Yo (ab jove principium) era el último de los diez hijos que mi pobre madre dio a luz: mis nueve hermanas mayores no me idolatraban menos que las nueve musas a Apolo, y yo era naturalmente, en la familia considerado como un fénix, un portento. En ella abundaban dos plagas: pobreza y mujeres. Mi padre, después de trabajar mucho y como un esclavo, murió, a poco de nacido yo, dejándonos escasamente lo necesario para vivir con humildad; mas a pesar de nuestra pobreza, vivíamos todos unidos y satisfechos: ¡preciosa medianía, por cierto, en la que se vive sin afanes y contento y tranquilo!…
Doña María Francisca Pedroza, mi madrina, tenía unos sesenta y cinco años cuando la conocí, o más bien, cuando mis recuerdos me la muestran por primera vez. Era la última persona que existía de esa rama de nuestra familia; se preciaba de haber conocido mucho a los virreyes y frecuentado el palacio en esos tiempos, y lamentábase amargamente de la independencia que había sumido a su familia en la pobreza, quedándole a ella por único patrimonio una casita. Cada vez que estallaba una revolución, mi madrina se mostraba muy chocada, asegurando que este país no se compondría hasta que volvieran los españoles. Era de pequeña estatura y enjutas carnes, morena de tez de español viejo, es decir, amarillenta, ojos negros y pequeños y nariz afilada; no debía, en fin, de haber sido bonita en sus mocedades, y mis hermanas sospechaban que por eso había permanecido soltera y era acérrima enemiga del matrimonio.
Vivía sola con dos criadas a quienes había recogido desde pequeñas, y a quienes no pagaba sino como y cuando lo tenía por conveniente, dándoles su ropa larguísimos regaños y muchos pellizcos por salario; se mantenía haciendo dulces, bizcochitos, chocolate y velas, y sacando aguardiente, que entonces era de contrabando. Este último negocio lo procuraba ocultar a todos y particularmente a los muchachos; pero lo hacía con tanto misterio, que naturalmente picó mi curiosidad de niño; por lo que resolví averiguar a todo trance aquello que me ocultaban.
No tuve que aguardar mucho: un día se incendió algo y tuvieron que abrir la puerta y salir al patio a buscar agua; aproveché ese momento de afán y penetré a hurtadillas al recinto vedado. Examiné, sin que cayeran en cuenta de mi presencia, las vasijas de extraño aspecto, y las maravillosas maniobras que se hacían allí. Inmediatamente que fui a casa y pregunté a mi hermana mayor lo que aquello significaba, me lo explicó, recomendándome el mayor sigilo, pues mi madrina correría riesgo si la policía lo llegaba a descubrir; guardé el secreto y mi madrina nunca supo que yo era poseedor de él.
Ahora veamos cómo era la casa en que vivía. La habitación de mi madrina, sita en las Nieves, no lejos de la plazuela de San Francisco (perdone el lector, quiero decir, la plaza de Santander), era pequeña, pero suficiente para su moradora: a la entrada, después de atravesar el zaguán empedrado toscamente, se encontraba un corredor cuadrado, separado del patiecito por un poyo de adobes y ladrillos, el cual estaba también empedrado, pero lleno de arbustos y flores, por lo que era para mi imaginación infantil un verdadero paraíso, que comparaba, con los de los príncipes y princesas de los cuentos que me refería Juana, una de las criadas de mi madrina.
Todavía me represento aquel sitio como era entonces… , veo el alto romero siempre florido, el tomate quiteño, el ciruelo y el retamo, a cuyo pie crecían en alegre desorden, en medio de las piedras arrancadas para darles holgura, algunas plantas de malvarrosa, muchos rosales llamados de la alameda, de Jericó, etc.; a la sombra de estos se extendía mullida alfombra de manzanilla, trinitarias matizadas y olorosas (los pensamientos que reemplazan ahora las trinitarias no tienen perfume), y un fresal entre cuyas hojas me admiraba de encontrar siempre alguna frutilla. En contorno de la pared crecían algunas matas de novios, de boquiabiertos y de patita de tórtola. En el poyo que separaba el patio del corredor se veían tazas de flores más cuidadas: contenían farolillos blancos y azules, ridículos amarillos, oscuras y olorosas pomas, botón de oro y de plata, pajaritos de todos colores, y otras plantas; en las columnas enredaban don—zenones y madreselvas; y por último, en el suelo, al pie de cuatro grandes moyas con su capa de lama verde (para coger agua en invierno), se veían muchos tiestos de ollas y platones rotos, en que crecían los piesecitos que debían ser trasplantados a su tiempo. Casi todas las flores que prefería mi madrina han perdido su auge y no se encuentran ya sino en las anticuadas huertas de los santafereños rancios.
Después de merendar a las cinco con una hirviente jícara de chocolate, acompañada de carne frita y tajadas de plátano, queso y pan, mi madrina se envolvía en su pañolón de lana, y poniéndose un sombrero de paja que tenía para ese uso, salía al patio, armada de un par de tijeras, y podaba, componía y arreglaba su jardín; recortaba una flor aquí y allí para dármelas, y yo las recibía como un precioso regalo, pues era prohibido que tocásemos las flores.
Además de este patio había otro detrás de la cocina, en donde, alrededor de un aljibe, vivían multitud de gallinas, pavos y patos, y estaba el perro amarrado todo el día. También había una huerta en que crecían malvas, ortigas y yerbas en profusión, pero en cuyo centro se hallaban varios manzanos y duraznos, mientras que en las paredes del contorno se enredaban matorrales de curubos y bosquecillos de chisgua. A veces también algunas matas de maíz y de papas, pero las criadas no tenían tiempo para cultivarlas, y así rara vez se arrancaban en sazón.
La salita tenía una ventana alta que daba sobre la calle, con poyos esterados, y en lugar de vidrieras un bastidor de percala. Dos canapés forrados en damasco amarillo de lana, cuidadosamente cubiertos con sus forros blancos, dos idem de zaraza, desiguales, cuatro grandes sillas de brazos y espaldar de cuero con arabescos dorados, y dos mesitas con sus cajones de Niño—Dios, completaban el ajuar de la sala. Olvidaba decir que en contorno de los cajones de Niño—Dios se veían monos, pavos, caballos, etc., hechos con tabaco y con pastilla popayaneja. En la pared principal había un cuadro grande representando a Nuestra Señora de las Mercedes, a cuyo pie estaban Adán y Eva en el paraíso terrenal, rodeados de fieras y en completa desnudez; ligereza de vestido que no pude comprender nunca cómo la toleraba mi madrina sin escandalizarse, pues ponía los gritos en el cielo o invocaba a todos los santos, si por casualidad veía a una de mis hermanas vestida para alguna modesta tertulia. Por último, había un pequeño San Cristóbal sobre la puerta de entrada, y un San Antonio sobre la de la alcoba. Item más: durante muchas semanas del año vivía en la mitad de la sala, cubierto con una colcha, un San Miguel que vestía mi madrina para la iglesia de San Francisco; lo disfrazaba a la última moda, con mangas anchas o angostas, corpiño alto o cotilla, según se usaba en los días de su fiesta; y se lo enviaban después a la casa para que le pusiera los vestidos viejos, buenos para el resto del año. Cuando alguno criticaba a mi madrina su manía de vestir al pobre arcángel como los figurines de modas, contestaba muy indignada: «¿Acaso los santos han de estar peor vestidos que ustedes?»
La alcoba con su cama de blancas colgaduras y su canapé alto de patas y brazos tallados y dorados (que ahora sería una curiosidad), sus mesitas de costura y de hacer tabacos, sus baúles de extrañas formas y sus innumerables cuadros y estampas representando los santos de su devoción; aquel olor a rosa seca y a viejo, olor penetrante que tiene para mí tan tiernos recuerdos… , todo eso vuelvo a verlo y a sentirlo en mis sueños de hombre ya viejo, y haciéndome niño otra vez, miro aquello con el encanto de antes, para despertarme con un doloroso suspiro.
Contiguo a la alcoba, estaba el oratorio, muy pequeñito, pero muy adornado, y que todos los años llenábamos casi completamente con el pesebre.
Además de mi madrina, el tipo más curioso y digno de mencionarse que había en su casa era la criada más vieja, la pobre Cruz. Recogida desde su niñez en casa de mi madrina, y no habiendo podido desarrollarse ni crecer bajo el régimen severo que se observó con ella, su señora no podía convencerse de que no era niña, ni joven, y la reñía, y le hablaba como a la infeliz china que más de cuarenta años antes había quitado de entre los brazos de su madre, muerta de miseria a las puertas de su casa. Su madre había sido voluntaria, y no queriendo abandonar el regimiento que seguía, ¡prefirió morir más bien que descansar!
Cruz era pequeñita, gruesa, cari—afligida, extrañamente fea, y tan inclinada al llanto que con la mayor facilidad prorrumpía en lágrimas y sollozos. Me gustaba mucho verla peinarse y coser, proezas que ejecutaba los sábados en la tarde sentada a la puerta de la cocina. Verla quitarse el pañuelo y contemplar su cabeza casi pelada, salpicada apenas por larguísimos mechones, que ella trenzaba cuidadosamente una vez por semana, era cosa de gran diversión para mí. Cruz, en el apogeo de su fealdad, se me aparecía como la personificación del ídolo japonés que había visto en el Instructor, y al recordarlo me causaba una risa, tan homérica y contagiosa, que ella misma me acompañaba en mis carcajadas, diciendo candorosamente sin saber la causa de mi alegría: ¡El niño Pachito sí que está contento!
La otra proeza, la costura, no dejaba tampoco de ser original: para economizar tiempo, según decía ella, como lo costaba mucho trabajo ensartar la aguja (tanto había llorado que ya no veía) ponía una hebra tan larga que gastaba por lo menos cinco minutos en cada puntada, y casi lloraba cada vez que se le enredaba el hilo, lo que naturalmente sucedía sin cesar.
Casi toda la devoción de esta infeliz estaba concentrada en un santo, ya no me acuerdo cuál, cuya imagen tenía a la cabecera de su cama, y que decía ser milagroso porque se había retocado por sí solo. Efectivamente, la desteñida cara del santo y sus marchitos vestidos habían tomado repentinamente un color vivo, gracias a la paleta de uno de nuestros parientes que se había querido divertir burlándose de la pobre mujer; pero después la vimos tan feliz y satisfecha con el milagro, que nadie tuvo valor para desengañarla, y murió convencida de que el santo se había retocado por amor a ella.
Aunque mi madrina no había tomado hábito, su excesiva devoción y lo mucho que frecuentaba las iglesias le habían hecho llevar en nuestra familia el sobrenombre de la beata. Su vida era monótona al par que variada a su modo. A las seis y media le llevaban el chocolate a la cama, y después de tomarlo se ponía su saya de lana y su mantilla de paño y sombrero de huevo frito, y llevando muchas camándulas y libros de devoción se encaminaba a la Vera Cruz, la Tercera y San Francisco (rara vez pasaba el puente), y acompañada por Cruz con un gran tapete quiteño debajo del brazo, oía muchas misas.
Conocía todos los frailes, sacristanes y legos, de pe a pa, y hablaba con ellos en voz alta en los intermedios de las misas, chanceándose con todos, con un desembarazo que sólo adquieren en las iglesias los que las frecuentan demasiado, porque olvidan lo sagrado del sitio y pierden el respeto a causa de la familiaridad que tienen allí.
A las ocho y media volvía a almorzar, veía las cosas de la casa, disponía los dulces, bizcochos y espejuelos que debían hacer aquel día bajo los cuidados de Cruz y Juana, y después, si no iba a visitar a algún miembro de la familia, se subía al canapé de su alcoba y rezaba hasta que lo llevaban una buena taza de chocolate a las once. Pero estas oraciones tenían los intermedios más graciosos: sin duda eran puramente maquinales, y estaba pensando en lo que se hacía en el interior de la casa; así es que a cada rato interrumpía el rezo para llamar a Cruz o a Juana, y si éstas no oían se bajaba del canapé y con la camándula en la mano corría a la cocina colérica y gritando: «¿metieron el almidón? ¿les dieron de comer a los pisquitos? ¿rallaron las cidras?», u otras cosas por el estilo. Si eso no se había hecho como lo tenía mandado, arremetía sobre las criadas, les tiraba las orejas, les daba empellones, y al verlas hacer su voluntad, dejando a Cruz bañada en lágrimas, volvía tranquilamente a sus oraciones.
A la una comía, y por la tarde se iba a oír algún sermón, o los días de fiesta salía con las criadas a visitar a alguna de sus vecinas o amigas viejas. Después de cerrar el portón con mil trabajos, pues era preciso que las dos criadas y la señora ayudasen a hacer dar la vuelta la enorme llave en la cerradura, mi madrina la colgaba en seguida al brazo de Juana (para lo cual tenía una correa de cuero crudo) recomendando no la fuera a perder. A la oración volvía, o inmediatamente se reunían en la sala o en la alcoba a rezar hasta las ocho. Juana había aprendido a rezar dormida y de rodillas, pero la pobre Cruz no podía menos que cabecear de vez en cuando, atrayendo sobre su cabeza de mártir no muy blandos coscorrones. A las ocho y media todas dormían… Así pasaron los días en aquella casa durante más de sesenta años, sin otra variedad que la visita de alguna amiga o amigo viejo.
Entre estos últimos había varios frailes que iban de visita por la tarde, y después de tomar el chocolate con sus arandelas de bizcochos y dulces más de su agrado, noté que muchas veces cerraban sigilosamente la puerta de la sala y mi madrina entraba y salía con aire misterioso. Mucho tiempo permanecí sin poder descubrir lo que aquello significaba; pero una tarde me oculté tras de un canapé y comprendí la causa del encierro. Después de cerrar la puerta, mi madrina entró, llevando algunas botellas de aguardiente y mistela, y cuando hubo hecho probar a los dos frailes una copita de cada calidad, les llenó las botellas que habían llevado para el caso, y ellos, ocultándolas bajo sus hábitos, salieron con aire compungido y humilde.
Cuando alguno de los amigos o parientes de mi madrina enfermaba, la primera que se presentaba en la casa era ella: entraba hasta donde se hallaba el enfermo, sin que nadie la pudiese detener, lo examinaba con curiosidad y muy cariñosa le hablaba del riesgo que tenía de morir; lo exhortaba a que se arrepintiese de sus pecados, y al salir aseguraba a la familia que estaba muy grave el enfermo y que probablemente su muerte sería próxima, para lo cual era preciso prepararse con tiempo.
Cuando moría algún niño, la digna señora manifestaba mucho contento, y reñía a los padres porque lloraban en lugar de estar llenos de júbilo al recordar que el angelito estaba gozando de la presencia de Dios. Esto no lo hacía porque tuviera mal corazón, sino por un sentimiento de fe viva y verdadera, y un profundo y sublime despego de las cosas del mundo.
Lo que recuerdo de aquellos tiempos con mayor dicha es el pesebre. ¡Qué encanto era el mío y el de todos los muchachos de la familia cuando llegaba diciembre! Desde principios del mes empezaban las excursiones en busca de helechos y musgos con que adornar el pesebre.
Comíamos muy temprano, mi madrina, mis hermanas y yo, con las criadas de una y otra casa, y nos encaminábamos al cerro. Cada cual llevaba un canasto a la medida de sus fuerzas y unas tijeras o navaja; nos dispersábamos sobre las faldas de Guadalupe, Monserrate o la Peña, y en donde quiera que encontrábamos alguna bonita rama de chite o algún musgo o helecho curioso, lo arrancábamos con cuidado para que no se dañase. Al principio yo empezaba a llenar mi canasto con mucho juicio; pero de repente lo abandonaba en manos de una de mis hermanas, y corría tras de algún brillante insecto o pintada mariposa, o atravesaba, haciendo maroma sobre las piedras, el río del Boquerón, y desde allí recitaba mis versos favoritos. Otras veces me subía a algún risco escarpado, en busca de arrayanes, uvas de anís o esmeraldas, u olvidaba mi canasto de musgos con el encanto de encontrar una matita cargada de niguas.
¡Oh alegrías! ¡oh emociones inocentes!… , aún ahora, después de tantos años, y enfriado ya por la nieve del tiempo y de los desengaños, me siento enternecida cuando mis pasos me llevan a aquellos sitios poblados por los dulces recuerdos de mi infancia. En cada pliegue de terreno, en cada piedra o risco veo aparecer retrospectivamente un niño risueño y feliz, en el cual con dificultad me reconozco…
Hasta que los últimos rayos del sol desaparecían de las más altas cimas de los corros no pensábamos que era preciso volver a la casa; entonces, cansados pero formando proyectos para otro día (proyectos que rara vez se cumplían), contentos, alegres y llenos de esperanzas, bajábamos lentamente a la ciudad. A veces, antes de llegar, el sol se había ocultado completamente, y en su lugar la luna bañaba el tranquilo paisaje, iluminando a lo lejos las plateadas lagunas de la Sabana.
Así se pasaron años y años: me ausenté por mucho tiempo, viví, trabajé y sufrí en lejanas provincias, tuvo penas y alegrías, inquietudes y satisfacciones; pasó mi juventud; murieron mi madre y mi madrina y se dispersaron mis hermanas, y tan sólo quedaban algunos pocos que recordaban nuestra niñez, cuando volví solterón viejo a Bogotá.
Busqué con tierno afán aquel rincón oculto donde se despertó mi espíritu, donde nacieron mis más puros afectos y empecé a pensar… , pero todo había cambiado: ya la casa no es la triste morada (alegre para mí) de una pobre anciana, sino el moderno hogar de un joven literato de talento y esperanzas, que por suerte es uno de mis buenos amigos; no ha quedado ni una planta, ni una piedra de los viejos tiempos; pero allá en el fondo de mi corazón vive siempre tierno y amable el recuerdo de mi madrina, como la página más dichosamente tranquila de mi existencia.
Cuento muy breve de José María Sánchez Silva: Adán y Eva
Eva, recién nacida, estaba reclinada sobre Adán debajo de un árbol, porque llovía. El hombre, tan joven, dejaba correr las gotas por sus mejillas imberbes. Cerca de ellos, el agua se había ido depositando en una pequeña depresión de la tierra. Eva lo descubrió de pronto y dijo:
–Mira.
Miraron juntos y ella vio su propio rostro reflejado, pero, como aún no se reconocía y amaba ya tanto al hombre, añadió, maravillada:
–¡Eres tú!
(ABC, domingo 12 de julio de 1959)
José María Sánchez Silva (1913-2002). Autor de libros emblemáticos como Marcelino, pan y vino, es el único escritor español que ha ganado el Premio Andersen.
Cuentos de autores católicos italianos
Relato breve de Giovanni Papini: Historia completamente absurda
Hace ya cuatro días, mientras me hallaba escribiendo con una ligera irritación algunas de las páginas más falsas de mis memorias, oí golpear levemente a la puerta pero no me levanté ni respondí. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tratar con tímidos.
Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente; esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco quise abrir ese día porque no estimo absolutamente a quienes se corrigen demasiado pronto.
El día posterior, siempre a la misma hora, los golpes fueron repetidos en tono violento y antes de que pudiese levantarme vi abrirse la puerta y adelantarse la mediocre figura de un hombre bastante joven, con el rostro algo encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y crespos que se inclinaba torpemente sin decir palabra. No bien encontró una silla se arrojó encima y como yo permanecía de pie me indicó el sillón para que me sentara. Después de obedecerlo, creí tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con tono nada cortés, que me indicara su nombre y la razón que lo había forzado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y de inmediato me hizo comprender que deseaba seguir siendo por el momento lo que hasta entonces era para mi: un desconocido.
–El motivo que me trae ante usted –prosiguió sonriendo– se halla dentro de mi cartera y se lo haré conocer enseguida.
En efecto, advertí que llevaba en la mano un maletín de cuero amarillo sucio con guarniciones de latón gastado que abrió al momento extrayendo de él un libro.
–Este libro –dijo poniéndome ante la vista el grueso volumen forrado de papel náutico con grandes flores de rojo herrumbe– contiene una historia imaginaria que he creado, inventado, redactado y copiado. No he escrito más que esto en toda mi vida y me atrevo a creer que no le desagradará. Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y sólo hace unos pocos días una mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos hombres que no se aterra de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que narra la vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta me mataré dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas condiciones y comenzaré.
Comprendí que no podía hacer otra cosa que proseguir en esa actitud pasiva que había mantenido hasta entonces y le indiqué, con un gesto que no logró ser amable, que lo escucharía y haría todo lo que deseaba.
“¿Quien podrá ser –pensaba entre mí– la mujer que me ama y le habló de mí a este hombre? Jamás he sabido que me amara una mujer y si ello hubiera ocurrido no lo habría tolerado porque no hay situación más incómoda y ridícula que la de los ídolos de un animal cualquiera…” Pero el desconocido me arrancó de estos pensamientos con un zapateo poco elocuente pero claro. El libro estaba abierto y mi atención era considerada necesaria.
El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; puse mayor atención en las siguientes. De pronto agucé el oído y sentí un breve estremecimiento en la espalda. Diez o veinte segundos más tarde mi rostro enrojeció; mis piernas se movieron nerviosamente; al cabo de otros diez segundos me incorporé. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con la mirada. Yo también lo miré del mismo modo e incluso como suplicando, pero estaba demasiado aturdido para echarlo y le dije simplemente, como cualquier idiota sociable:
–Continúe, se lo ruego.
La extraordinaria lectura continuó. No podía estarme quieto en el sillón y los escalofríos recorrían no sólo mi espalda, sinó también la cabeza y el cuerpo entero. Si hubiese visto mi cara en un espejo tal vez me hubiera reído y todo habría pasado, ya que probablemente reflejaba un abyecto estupor y un furor indeciso. Traté por un momento de no seguir oyendo las palabras del calmo lector pero no logré sino confundirme más y escuché íntegra, palabra por palabra, pausa tras pausa, la historia que el hombre leía con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Que podía o debía hacer en tan especialísima circunstancia? ¿Aferrar al maldito lector, morderlo y lanzarlo fuera del cuarto como a un fantasma inoportuno?
¿Pero por qué debía hacer eso? Sin embargo, aquella lectura me producía un fastidio inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de poder despertar. Creí por un momento que caería en un furor convulsivo y vi en mi imaginación a un enfermero uniformado de blanco que me ponía la camisa de fuerza con infinitas y desmañadas precauciones.
Pero finalmente terminó la lectura. No recuerdo cuántas horas duró, pero aún en medio de mi confusión noté que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Una vez cerrado el libro y guardado en su maletín, el desconocido me miró con ansiedad aunque su mirada no tenía ya la avidez del comienzo. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y su admiración aumentó enormemente al ver que me restregaba un ojo y no sabía qué contestarle. Me parecía en ese momento que nunca más podría volver a hablar y hasta las cosas más simples que me rodeaban se presentaron a mis ojos tan extrañas y hostiles que casi tuve una sensación de repugnancia. Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso; pienso lo mismo y no tengo indulgencia alguna para mi turbación. Pero el motivo de mi desequilibrio era de mucho peso: la historia que aquel hombre había leído era la narración detallada y completa de toda mi vida íntima interior y exterior. Durante aquel lapso yo había escuchado la relación minuciosa, fiel, inexorable de todo lo que había sentido, soñado y hecho desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiera escrito lo que observó de mis pensamientos y de mis acciones, habría redactado una historia perfectamente igual a la que el ignoto lector declaraba imaginaria e inventada por él. Las cosas más pequeñas y secretas eran recordadas y ni siquiera un sueño o un amor o una vileza oculta o un cálculo innoble escaparon al escritor. El terrible libro contenía hasta sucesos o matices de pensamiento que ya había olvidado y que recordaba solamente al escucharlas.
Mi confusión y mi temor provenían de esta exactitud impecable y de esta inquietante escrupulosidad. Jamás había visto a ese hombre; ese hombre afirmaba no haberme visto nunca. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a la que nadie viene si no es forzado por el destino o la necesidad, y a ningún amigo, si aun podía decir que los tenía, le había confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de salteador de almas, mis ambiciones de buscador de lo inverosímil. No había escrito nunca, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida y justamente en aquellos días estaba fabricando fingidas memorias para ocultarme a los hombres incluso después de la muerte.
¿Quien, pues, podía haberle dicho a ese visitante todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo color herrumbre? ¡Y él afirmaba que había inventado esa historia y me presentaba, a mí, mi vida, mi vida entera, como una historia imaginaria!
Me hallaba terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro: ese libro no debía ser divulgado entre los hombres. Aun cuando debiera morir ese increíble infeliz autor y lector, yo no podía permitir que mi vida fuese difundida y conocida en el mundo, entre todos mis impersonales enemigos. Esta decisión, que sentí firme y sólida en mi fuero íntimo, comenzó a reanimarme levemente. El hombre continuaba mirándome con aire consternado y casi suplicante. Habían transcurrido sólo dos minutos desde que terminó su lectura y no parecía haber comprendido el motivo de mi turbación. Finalmente, pude hablar.
–Discúlpeme, señor –le pregunté–. ¿Usted asegura que esta historia ha sido verdaderamente inventada por usted?
–Precisamente –respondió el enigmático lector ya un poco tranquilizado–, la he pensado e imaginado yo durante muchos años y cada tanto hice retoques y cambios en la vida de mi héroe. Sin embargo, todo ello pertenece a mi inventiva.
Sus palabras me incomodaban cada vez más, pero logré formular todavía otra pregunta:
–Dígame, por favor: ¿está usted verdaderamente seguro de no haberme conocido antes de ahora? ¿De no haber escuchado nunca narrar mi vida a alguien que me conozca?
El desconocido no pudo contener una sonrisa asombrada al oír mis palabras.
–Le he dicho ya –contestó– que hasta hace poco tiempo no conocía más que su nombre y que solamente hace unos días supe que usted acostumbraba aconsejar la muerte. Pero nada más conozco sobre usted.
Su condena estaba ya decidida y era necesario que no demorase en ser ejecutada.
–¿Está siempre dispuesto –le pregunté con solemnidad– a mantener las condiciones establecidas por usted mismo antes de comenzar la lectura?
–Sin ninguna duda –respondió con un ligero temblor en la voz–. No tengo otras puertas a las que llamar y esta obra es mi vida entera. Siento que no podría hacer ninguna otra cosa.
–Debo entonces decirle –agregué con la misma solemnidad, pero atemperada por cierta melancolía– que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Su héroe, como usted lo llama, no es sino un malandrín aburrido que disgustará a cualquier lector refinado. No quiero ser demasiado cruel agregándole todavía más detalles.
Comprobé que el hombre no aguardaba estas palabras y me di cuenta de que sus párpados se cerraron instantáneamente. Pero al mismo tiempo reconocí que su poder sobre mí mismo era igual a su honestidad. De inmediato reabrió los ojos y me miró sin temor y sin odio.
–¿Quiere acompañarme afuera? –me preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.
–Cómo no –respondí, y luego de ponerme el sombrero salimos de la casa sin hablar.
El desconocido llevaba siempre en la mano su maletín de cuero amarillo y yo lo seguí delirante hasta la orilla del río que corría caudaloso y resonante entre las negras murallas de piedra. Una vez que echó una mirada a su alrededor y comprobó que no se hallaba nadie que tuviese aspecto de salvador se volvió hacia mí diciendo:
–Perdóneme si mi lectura lo hartó. Creo que nunca más me tocará aburrir a un ser viviente. Olvídese de mí no bien le sea posible.
Y estas fueron justamente sus últimas palabras, porque saltando ágilmente el parapeto y con rápido empuje se arrojó al río con su maletín. Me asomé para verlo una vez más pero el agua yo lo había recibido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había percatado del rápido suicidio pero no pareció asombrarla demasiado y continuó su camino comiendo avellanas. Volví a casa después de realizar algunas tentativas inútiles. Apenas entré en mi cuarto me extendí sobre la cama y me adormecí sin demasiado esfuerzo, como abatido y quebrantado por lo inexplicable.
Esta mañana me desperté muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y esperar solamente que vengan a sepultarme. He tomado inmediatamente previsiones para mi funeral y fui personalmente a la empresa de pompas fúnebres con el fin de que nada sea descuidado. A cada momento espero que traigan el ataúd. Siento ya pertenecer a otro mundo y todas las cosas que me circundan tienen un indecible aire de cosas pasadas, concluidas, sin ningún interés para mí.
Un amigo me ha traído flores y le dije que podía esperar para ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden nada.
Cuentos de escritores católicos franceses
Cuento de Honoré de Balzac: El grande de España
En el momento de la expedición emprendida en 1823–4 por el rey Luis XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.
El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.
Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un artista!
Sus gestos y su voz tenían un no sé qué vulgar, y su rostro, presa de los rubores que el trabajo de la digestión le imprimía, no realzaba por ningún rasgo sobresaliente el conjunto de su persona; tenía la frente despejada y poco cabello en la cabeza. De acuerdo con todos esos diagnósticos, dudaba en hacer de él un consejero de prefectura, o un antiguo comisario de guerra; pero, al verlo posar la mano sobre la manga de su vecino de manera magistral, lo incluí en la categoría de los escribanos, los burócratas y sus compinches. Finalmente estuve completamente convencido de mi observación cuando noté que sólo era escuchado por su historia; ninguno de los oyentes le concedía esa atención sumisa y esas miradas complacientes que son privilegio de las personas muy consideradas. No sé si pueden imaginarse al hombre, llenándose la nariz con tomas de rapé, hablando con la rapidez de las personas con prisa por terminar su discurso por miedo a que se les abandone; por lo demás, expresándose con gran facilidad, contando bien las cosas, dibujando de un trazo, y jovial como un bufón de regimiento. Para evitarles el tedio de las digresiones, me permito trasvasar su historia a un estilo narrativo y añadirle ese toque didáctico necesario a los relatos que, de la charla informal pasan al estado tipográfico.

Algún tiempo después de su entrada en Madrid, el gran duque de Berg invitó a los principales personajes de esta ciudad a una fiesta francesa ofrecida por el ejército a la capital recién conquistada. Pese al esplendor de la gala, los españoles no se mostraron en ella muy risueños; sus mujeres bailaron poco; en definitiva, que los invitados jugaron y perdieron o ganaron mucho. Los jardines del palacio estaban bastante espléndidamente iluminados como para que las damas pudieran pasearse por ellos con tanta seguridad como lo habrían hecho en pleno día… La fiesta era imperialmente bella, y no se escatimó nada con el fin de darle a los españoles una elevada idea del emperador, si querían juzgarlo a partir de sus lugartenientes. En un bosquecillo cercano al palacio, entre la una y las dos de la mañana, algunos militares franceses charlaban del desarrollo de la guerra, y del futuro poco tranquilizador que auguraba la actitud misma de los españoles presentes en aquella pomposa fiesta.
–¡Caray! –dijo un francés cuyo traje indicaba que era médico jefe de algún cuerpo del ejército– ayer le solicité formalmente mi regreso a Francia al príncipe Murat. Sin tener precisamente miedo de dejar mis huesos en la península, prefiero ir a curar las heridas producidas por nuestros buenos vecinos alemanes; sus armas no penetran tanto en el torso como los puñales castellanos… Además, el miedo a España es para mí como una superstición… Desde mi infancia he leído libros españoles, un montón de aventuras sombrías y mil historias de este país, que me han predispuesto intensamente contra las costumbres de sus habitantes… ¡Pues bien!, desde nuestra entrada en Madrid, ya he podido ser si no protagonista, al menos cómplice de una peligrosa intriga, tan negra, tan oscura como puede serlo una novela de lady Radcliffe… Y como creo bastante en mis presentimientos, desde mañana mismo me largo… Murat no me negará sin duda el permiso; pues nosotros, gracias a los servicios secretos que prestamos, tenemos protecciones siempre eficaces…
–Puesto que te das a la fuga, ¡cuéntanos al menos tu aventura! –exclamó un coronel, viejo republicano que se preocupaba muy poco del lenguaje y de las adulaciones imperiales.
Entonces, el médico miró atentamente a su alrededor, pareció querer reconocer los rostros de quienes le rodeaban y, seguro ya de que no había ningún español cerca de él, dijo:
–Puesto que somos todos franceses… con mucho gusto, coronel Charrin… Hace seis días –prosiguió– regresaba tranquilamente a mi alojamiento hacia las once de la noche, después de haber dejado al general Latour, cuyo hotel se encuentra a unos pasos del mío, en mi misma calle; salíamos los dos de casa del ordenador de pagos, donde habíamos tenido una berlanga bastante animada… De repente, en la esquina de una calleja, dos desconocidos, o más bien dos diablos, se lanzaron sobre mí y me cubrieron la cabeza y los brazos con una capa… Grité, pueden creerlo, como un perro apaleado; pero el paño ahogó mi voz, luego fui llevado en un vehículo a gran velocidad; y cuando mis acompañantes me libraron de la dichosa capa, oí una voz de mujer y estas inquietantes palabras dichas en un mal francés:
–Si grita o hace ademán de escapar, si se permite el menor movimiento sospechoso, el señor que está delante de usted es capaz de apuñalarlo sin escrúpulos. Por lo tanto, manténgase tranquilo. Ahora voy a explicarle la causa de su secuestro… Si se molesta en tender su mano hacia mí, encontrará entre nosotros dos su instrumental de cirugía que hemos mandado a buscar a su casa, de su parte; sin duda, le será necesario. Lo llevamos a una casa donde su presencia es indispensable… Se trata de salvar el honor de una dama. En este momento está a punto de dar a luz un hijo de su amante, a espaldas de su marido. Aunque éste se separa poco de su mujer de la que está apasionadamente enamorado y que la vigila con toda la atención de los celos españoles, ella ha sabido ocultarle su embarazo. Él cree que se encuentra enferma. Le llevamos para que la asista en el parto. Por lo que, como ve, los peligros de la empresa no le conciernen; sólo tiene que obedecernos; si no lo hace, el amante de la dama, que está sentado frente a usted en el coche y que no sabe ni una palabra de francés, lo apuñalará a la menor imprudencia…
–Y ¿quién es usted? –dije buscando la mano de mi interlocutora, cuyo brazo estaba envuelto en la manga de una chaqueta de uniforme…
–Yo soy la camarera de la señora, su confidente; y estoy totalmente dispuesta a recompensarlo personalmente, si se presta galantemente a las exigencias de nuestra situación.
–¡Con mucho gusto! –dije viéndome embarcado a la fuerza en una aventura peligrosa.
Entonces, aprovechando la oscuridad, quise comprobar si la cara y las formas de la camarera estaban en armonía con las ideas que los sonidos, ricos y guturales, de su voz me habían inspirado… La camarera se había sometido por anticipado sin duda a todas las eventualidades de aquel singular rapto, pues guardó el más complaciente de los silencios, y el vehículo no había rodado más de diez minutos por Madrid cuando recibió y me devolvió un apasionado beso. El señor que llevaba enfrente no se molestó por algunos puntapiés que le propiné de forma involuntaria; pero como no comprendía el francés, supongo que no les prestó atención.
–Sólo puedo ser su amante con una condición –me dijo la camarera como respuesta a todas las bobadas que yo le recitaba, llevado por el calor de una pasión improvisada, para la que todo eran obstáculos.
–¿Cuál?
–Que no intentará nunca saber a quién pertenezco… Si voy a su casa, será de noche y me tendrá que recibir a oscuras.
Nuestra conversación se encontraba en ese punto cuando el vehículo llegó cerca de la tapia de un jardín.
–¡Déjeme taparle los ojos!– me dijo la camarera–; se apoyará en mi brazo y yo misma lo guiaré.
Luego me colocó sobre los ojos y me anudó fuertemente detrás de la cabeza un pañuelo muy tupido. Oí el ruido de una llave colocada con precaución en la cerradura de una puertecilla sin duda por el silencioso amante que había estado frente a mí; y pronto, la doncella de cuerpo arqueado, que tenía cierto meneo al andar, me condujo, a través de las avenidas enarenadas de un gran jardín, hasta un determinado lugar donde se detuvo. Por el ruido que hicieron nuestros pasos, supuse que nos encontrábamos delante de la casa.
–¡Ahora, guarde silencio! –me dijo al oído– y preste mucha atención… No pierda de vista ni una sola de mis señales, pues no podré ya hablarle sin peligro para los dos, y en este momento se trata de salvarle a usted la vida. –Luego añadió con voz más alta–: La señora está en una habitación de la planta baja; para llegar hasta allí, tendremos que pasar por la habitación y delante de la cama de su marido; por lo que no tosa, ande con cuidado, y sígame atentamente para no golpear ningún mueble o poner los pies fuera de la alfombra que he dispuesto para nuestros pasos…
En ese momento, el amante gruñó sordamente, como alguien impacientado por tantos retrasos. La camarera se calló; oí abrir una puerta, percibí el aire cálido de un apartamento y avanzamos con cautela, como ladrones en expedición. Por fin, la suave mano de la camarera me quitó la venda. Me encontré en una habitación grande, alta y mal iluminada por una única lámpara humeante. La ventana se encontraba abierta, pero había sido protegida por gruesos barrotes de hierro por el marido celoso; fui arrojado en ella como a un callejón sin salida.
En el suelo, y sobre una estera, se encontraba una magnífica mujer, cuya cabeza estaba cubierta por un velo de muselina, pero a través del cual sus ojos llenos de lágrimas brillaban con todo el esplendor de las estrellas. Oprimía con fuerza un pañuelo de batista sobre la boca, y lo mordía tan vigorosamente que sus dientes lo habían desgarrado y habían penetrado a medias en él… No he visto jamás cuerpo más bello, pero ese cuerpo se retorcía de dolor como se retuerce una cuerda de arpa que se arroja al fuego. La desgraciada había formado dos arbotantes con sus piernas apoyándolas sobre una especie de cómoda; y con las dos manos, se agarraba a los palos de una silla estirando los brazos, cuyas venas estaban horriblemente hinchadas. Se parecía a un criminal en las angustias del potro… Por lo demás, ni un grito, ni ningún otro ruido que no fuera el sordo crujido de sus huesos, y nosotros estábamos allí, los tres mudos e inmóviles… Los ronquidos del marido resonaban con constante regularidad…
Quise ver a la camarera, pero se había vuelto a poner la máscara de la que se había deshecho, sin duda, durante el trayecto y sólo pude ver dos ojos negros y formas muy pronunciadas que abombaban su uniforme. El amante estaba también enmascarado. Cuando llegó, arrojó unas toallas sobre las piernas de su amante, y dobló sobre el rostro el velo de muselina.
Una vez que hube observado concienzudamente a aquella mujer, reconocí por ciertos síntomas antaño observados en una muy triste circunstancia de mi vida, que el bebé estaba muerto; entonces me incliné hacia la camarera para informarle de la situación. En ese momento, el desconfiado desconocido sacó su puñal; pero tuve tiempo de decírselo todo a la doncella, que le dijo dos palabras en voz baja. Al oír mi pronóstico, el amante tuvo un ligero escalofrío que le subió de los pies a la cabeza como un relámpago, y me pareció ver palidecer su rostro bajo la máscara de terciopelo negro. La doncella, aprovechando un momento en el que este hombre desesperado miraba a la moribunda que se ponía morada, me indicó con un gesto los dos vasos de limonada servidos sobre una mesa, y me hizo un gesto negativo. Comprendí que debía abstenerme de beber, pese al horrible calor que me hacía sudar. De repente, el amante, que sin duda tenía sed, tomó uno de los vasos, y se bebió más o menos la mitad de la limonada que contenía.
En ese momento, la dama tuvo una violenta convulsión que me indicaba el momento favorable a la crisis, y, cogiendo mi lanceta, la sangré apresuradamente en el brazo derecho con bastante fortuna. La camarera recogió con toallas la sangre que brotaba abundantemente; luego la desconocida entró en un abatimiento propicio para mi operación… Me armé de valor, y tras una hora de trabajo, logré extraer al bebé en trozos. El español, que no pensaba ya en envenenarme, comprendiendo que acababa de salvar a su amante, lloraba bajo su máscara y, en ocasiones, gruesas lágrimas caían sobre su capa.
Por lo demás, la mujer no lanzó ni un grito, pero seguía mordiendo el pañuelo, temblaba como un animal salvaje cercado, y sudaba gruesas gotas. En un instante horriblemente crítico, hizo un gesto para indicar la habitación de su marido; el marido acababa de darse la vuelta; y, de los cuatro, era la única que había oído el roce de las sábanas, el ruido de la cama o de las cortinas. Nos detuvimos, y a través de los agujeros de sus máscaras, la camarera y el amante se lanzaron miradas de fuego…
Aprovechando esta especie de tregua, tendí la mano para coger el vaso de limonada que el desconocido había empezado; pero él, creyendo que iba a beber de alguno de los vasos llenos, saltó con la agilidad de un gato, y colocó su largo puñal sobre los dos vasos envenenados. Me dejó el suyo, haciendo un gesto con la cabeza para decirme que me tomara el resto. Había tantas cosas, tantas ideas, tanto sentimiento, en aquel gesto y en su vivo movimiento, que le perdoné casi las atroces combinaciones meditadas para matar y enterrar cualquier tipo de huella de aquellos acontecimientos. Me dio la mano cuando acabé de beber; luego, tras haber dejado escapar un movimiento convulsivo, envolvió personalmente con todo cuidado los restos de su hijo; y cuando, después de dos horas de cuidados y miedos, la camarera y yo recostamos a su amante, me apretó de nuevo las manos y, sin que yo lo supiera, introdujo en mi bolsillo una suma importante. Entre paréntesis, como yo ignoraba el suntuoso regalo del español, mi criado me robó aquel tesoro dos días después, y huyó provisto de una verdadera fortuna. Le dije al oído a la doncella las precauciones que había que tomar; luego le manifesté el deseo de que me dejaran libre. La camarera permaneció junto a su señora, circunstancia que no me tranquilizó en exceso; pero decidí mantenerme alerta. El amante hizo un paquete con el cuerpo del bebé muerto y la ropa teñida por la sangre de su amante; luego lo apretó fuertemente, lo ocultó bajo su capa; y, pasándome la mano sobre los ojos como para decirme que los cerrara, salió delante de mí invitándome con un gesto a que me agarrara a un faldón de su traje; lo que hice, no sin echarle una última mirada a la camarera. Ésta se quitó la máscara al ver que el español había salido, y me mostró el rostro más bello del mundo.
Crucé los apartamentos siguiendo al amante; y cuando me encontré en el jardín, al aire libre, confieso que respiré como si me hubieran quitado un enorme peso del pecho. Caminaba a una distancia respetuosa de mi guía, observando sus menores movimientos con la mayor atención.
Una vez llegados a la puertecilla, me cogió de la mano, y puso sobre mis labios un sello, montado en una sortija, que yo le había visto en un dedo de la mano izquierda. Comprendí todo el significado de aquel gesto elocuente. Salimos a la calle y, en lugar del vehículo, había dos caballos esperándonos. Montamos cada uno en un animal; el español cogió mi brida, la sujetó con la mano izquierda, cogió entre los dientes la brida de su montura, pues tenía el sangriento paquete en la mano derecha, y partimos con la rapidez del relámpago. Me fue imposible observar el menor objeto que pudiera servirme para reconocer la ruta que recorrimos. Al amanecer, yo me encontré cerca de mi puerta, y el español escapó, dirigiéndose hacia la puerta de Atocha.
–¿Y no vio usted nada que pudiera hacerle sospechar de qué dama se trataba? –preguntó un oficial al médico.
–Una sola cosa… –dijo–. Cuando sangraba a la desconocida, observé en su brazo, más o menos a la mitad, una pequeña verruga, del tamaño de una lenteja, rodeada de pelos oscuros… El palacio me pareció magnífico, inmenso; la fachada no se acababa nunca…
En ese momento, el indiscreto cirujano se detuvo, pálido. Todos los ojos fijos en los suyos siguieron la misma dirección; y los franceses vieron a un español envuelto en una capa, cuya mirada de fuego brillaba en la oscuridad, en medio de un bosquecillo de naranjos donde se mantenía de pie. El oyente desapareció de inmediato con una rapidez de silfo, cuando un joven subteniente se lanzó tras él.
–¡Caramba! Amigos míos –exclamó el médico– esos ojos de basilisco me han dejado helado. Oigo campanas; les digo adiós o me enterrarán aquí.
–¡No seas tonto! –dijo el coronel Charrin–, Lecamus ha seguido al espía, él sabrá darnos razón del mismo.
–¿Qué ha pasado Lecamus? –preguntaron los oficiales, al ver regresar jadeante al subteniente.
–¡Al diablo! –respondió Lecamus–. Creo que ha pasado a través de las murallas; y, como no creo que sea un brujo, sin duda es de la casa; conoce los pasadizos, los rodeos, y se me ha escapado fácilmente.
–¡Estoy perdido! –dijo el cirujano con voz taciturna.
–¡Vamos!, tranquilízate –contestaron los oficiales; te acompañaremos por turnos en tu casa hasta que te marches… y, por esta noche, te acompañamos todos.
Efectivamente, tres jóvenes oficiales, que habían perdido su dinero en el juego y no sabían qué hacer, recondujeron al médico a su alojamiento, y se ofrecieron a permanecer con él, lo que éste aceptó.
Dos días después, había obtenido su regreso a Francia, y hacía todos los preparativos para marcharse con una dama a la que Murat le había proporcionado una gran escolta. Acababa de cenar en compañía de sus amigos, cuando su criado vino a avisarle que una mujer joven quería hablar con él. El cirujano y los tres oficiales bajaron de inmediato; pero la desconocida sólo pudo decir: «¡Tenga cuidado!» Y cayó muerta. Era la camarera que, sintiéndose envenenada, esperaba llegar a tiempo para salvar al médico. El veneno la desfiguró por completo.
–¡Demonios! ¡demonios! –exclamó–. ¡A eso se le llama amor! ¡Sólo una española es capaz de correr con un monstruo de veneno en el estómago!
El médico permanecía singularmente pensativo. Finalmente, para ahogar los siniestros presentimientos que le atormentaban, volvió a la mesa y bebió inmoderadamente, lo mismo que sus compañeros; luego, medio ebrios, se acostaron temprano. En mitad de la noche, el médico fue despertado por el chirrido que hicieron los aros de las cortinas violentamente corridas sobre sus varillas. Se incorporó, presa de esa trepidación mecánica de todas las fibras que se adueña de nosotros en un momento de despertar súbito. Entonces vio delante de él a un español envuelto en su capa. El desconocido lanzaba la misma mirada ardiente que la que había salido de entre la vegetación durante la fiesta y por la que se había quedado tan impactado. El cirujano gritó: «¡Socorro!… A mí, amigos míos» Pero a esa llamada de auxilio, el español contestó primero con una risa amarga: «El opio crece para todo el mundo». Y, después de esa especie de sentencia, le mostró a sus tres amigos profundamente dormidos; y, sacando bruscamente de debajo de su capa un brazo de mujer recién cortado, se lo presentó al médico, mostrándole una señal similar a la que él había descrito tan imprudentemente: «¿Es la misma?» preguntó. Al resplandor de un farol colocado sobre la cama, el cirujano, helado de espanto, contestó con un gesto afirmativo y, sin más información, el marido de la desconocida le hundió el puñal en el corazón.
–Este cuento es furiosamente pardo –dijo uno de los oyentes– pero es más inverosímil todavía; porque ¿puede explicarme cuál de los dos le contó la historia, el muerto o el español?
–Señor –contestó el narrador, molesto por la observación–, como afortunadamente la puñalada que recibí en lugar de deslizarse hacia la izquierda lo hizo hacia la derecha, supongo que admitirá que yo conozca mi propia historia… le juro que hay aún algunas noches en las que veo en sueños aquellos dichosos ojos…
El cirujano en jefe se detuvo, palideció, y se quedó boquiabierto, en una verdadera crisis de epilepsia. Nos volvimos todos para mirar hacia el salón. En la puerta se encontraba un grande de España, uno de esos afrancesados en el exilio, que había llegado hacía quince días a Touraine con su familia. Aparecía por vez primera en sociedad y, como había llegado tarde, visitaba los salones, acompañado de su mujer cuyo brazo derecho permanecía inmóvil.
Nos separamos en silencio para dejar pasar a aquella pareja, que no vimos sin una emoción profunda. ¡Era un auténtico cuadro de Murillo! El marido tenía dos ojos de fuego en unas órbitas hundidas y ojerosas. Su rostro estaba demacrado, el cráneo sin cabello y el cuerpo de una delgadez extrema. La mujer… ¡imagínensela! No, porque no la pintarían como era. Tenía una estatura considerable; estaba pálida, pero era bella aún; su tez, por un privilegio inaudito para una española, era deslumbrante de blancura; pero su mirada caía sobre nosotros como una colada de plomo fundido… su hermosa frente, adornada con perlas y blanca, se parecía al mármol de una tumba; tenía sin duda una gran pena en el corazón… Era el dolor español en todo su esplendor… Es inútil añadir que el médico había desaparecido…
–Señora, –le pregunté a la condesa hacia el final de la velada– ¿en qué acontecimiento perdió usted el brazo?
–En la guerra de la Independencia –contestó.
Honoré de Balzac (1799–1850)
Historia breve de León Bloy: La tisana
Jacques se juzgó simplemente innoble. Era odioso permanecer allí, en la oscuridad, como un espía sacrílego mientras aquella mujer, tan perfectamente desconocida para él, se confesaba.
Pero entonces tendría que haberse marchado inmediatamente, tan pronto como el cura con sobrepelliz había venido con ella, o, al menos, haber hecho un poco de ruido para que estuvieran advertidos de la presencia de un extraño. Ahora era ya demasiado tarde, y la horrible indiscreción no podía sino agravarse.
Desocupado, buscando como las cochinillas un lugar fresco al final de aquel día canicular, había tenido el capricho, poco conforme con sus caprichos habituales, de entrar en la vieja iglesia y se había sentado en aquel rincón sombrío, detrás de aquel confesionario, para pensar, mientras miraba cómo se apagaba el gran rosetón.
Al cabo de algunos minutos, sin saber cómo ni por qué se convertía en testigo muy involuntario de una confesión.
Cierto, las palabras no le llegaban con claridad y, en última instancia, solo oía un cuchicheo. Pero, hacia el final, el coloquio parecía animarse.
Aquí y allá destacaban algunas sílabas emergiendo del río opaco de aquel parloteo penitencial, y el joven, que milagrosamente era lo contrario de un perfecto palurdo, temía muy en serio confesiones que, con toda evidencia, no estaban destinadas a él.
De repente, esas previsiones se hicieron realidad. Pareció producirse un violento remolino. Las ondas inmóviles bramaron al dividirse, como para permitir que surgiera un monstruo, y el oyente, destrozado de espanto, oyó estas palabras proferidas en un tono impaciente:
—¡Le digo, padre, que he echado veneno en su tisana!
Luego, nada. La mujer, cuyo rostro no podía ver, se levantó del reclinatorio y desapareció silenciosamente en el bosquecillo de tinieblas.
En cuanto al sacerdote, no se movía más que un muerto, y transcurrieron varios lentos minutos antes de que abriese la puerta y también se fuera con el pesado paso de un hombre agobiado.
Fue necesario el carillón persistente de las llaves del sacristán y la conminación a salir, largo rato berreada en la nave, para que el propio Jacques se levantase, tan estupefacto estaba por aquella frase que resonaba dentro de él como un clamor.
¡Había reconocido perfectamente la voz de su madre!
¡Imposible equivocarse! Había reconocido incluso su forma de andar cuando la sombra de la mujer se había erguido a dos pasos de él.
Pero, entonces, ¡todo se desmoronaba, todo se iba al cuerno, todo se convertía en una broma monstruosa!
Vivía solo con su madre, que casi no veía a nadie y que solo salía para asistir a los oficios religiosos. Se había acostumbrado a venerarla con toda su alma, como un ejemplo único de rectitud y bondad.
Por mucho que mirase en el pasado, nada turbio, nada torcido, ni un repliegue, ni un recoveco. Un hermoso camino blanco hasta donde alcanza la vista, bajo un cielo pálido. Porque la existencia de la pobre mujer había sido muy melancólica.
Desde que en Champigny mataran a su marido, del que el joven apenas se acordaba, no había dejado de llevar luto, ocupándose exclusivamente de la educación de su hijo, del que no se había apartado un solo día. Nunca había querido enviarlo a la escuela, y, temiendo por él cualquier contacto, se había encargado por completo de su educación, había construido el alma del hijo con trozos de la suya. De ese régimen, incluso, él había recibido una sensibilidad inquieta y unos nervios singularmente vibrantes que lo exponían a dolores ridículos —quizá también a verdaderos peligros—.
Cuando llegó la adolescencia, las calaveradas previstas que ella no podía impedir la habían vuelto un poco más triste, sin alterar su dulzura. Ni reproches ni escenas mudas. Había aceptado, como tantas otras, lo que es inevitable.
En resumen, todo el mundo hablaba de ella con respeto y hoy era él, su hijo muy querido, el que se veía obligado a despreciarla —a despreciarla de rodillas y con los ojos en lágrimas, ¡como los ángeles despreciarían a Dios si no cumpliera sus promesas!—.
En verdad, era como para volverse loco, era como para ponerse a gritar en medio de la calle. ¡Su madre, una envenenadora! Era insensato, era un millón de veces absurdo, era absolutamente imposible, y sin embargo era cierto. ¿No acababa ella misma de declararlo? Se habría arrancado la cabeza.
Pero envenenadora, ¿de quién? ¡Santo Dios! No conocía a nadie de su entorno que hubiera muerto envenenado. No era su padre, que había recibido un paquete de metralla en el vientre. Tampoco era a él a quien ella habría tratado de matar. Nunca había estado enfermo, nunca había tenido necesidad de una tisana y se sabía adorado. La primera vez que se había retrasado por la noche, y desde luego no era por cosas limpias, ella misma había enfermado de inquietud.
¿Se trataba de un hecho anterior a su nacimiento? Su padre se había casado con ella por su belleza cuando apenas tenía veinte años. Ese matrimonio ¿había sido precedido por alguna aventura que pudiera implicar un crimen?
No, desde luego. Conocía perfectamente aquel pasado límpido, se lo había contado cien veces y los testimonios eran demasiado seguros. ¿Por qué, entonces, aquella terrible confesión? Y, sobre todo, ¿por qué, oh, por qué era necesario que él hubiera sido su testigo?
Su madre acudió enseguida a abrazarlo:
—¡Qué tarde vuelves, querido hijo! ¡Y qué pálido! ¿No estarás enfermo?
—No —respondió él—, no estoy enfermo, pero estos grandes calores me agotan y creo que no podría comer. Y usted, mamá, ¿no siente ningún malestar? Quizá haya salido en busca de un poco de fresco. Me parece haberla visto de lejos, en el muelle.
—Sí, he salido, pero no has podido verme en el muelle. He ido a confesarme, cosa que tú no haces, según creo, desde hace siglos, malvado.
A Jacques le sorprendió no sentirse sofocado, no caer patas arriba, fulminado, como suele verse en las buenas novelas que había leído.
Era, pues, cierto que había ido a confesarse. No, él no se había dormido en la iglesia y aquella catástrofe abominable no era una pesadilla, como hacía un minuto había pensado en medio de la locura.
No se desmayó, pero se puso mucho más pálido y su madre se asustó.
—¿Qué te pasa, mi pequeño Jacques? —le dijo—. Sufres, le ocultas algo a tu madre. Deberías tener más confianza en ella, que solo te quiere a ti y a nadie más que a ti… ¡Cómo me miras, tesoro mío!… Pero ¿qué te pasa? ¡Me das miedo!
Lo rodeó amorosamente con sus brazos.
—Escúchame bien, muchachote. No soy curiosa, ya lo sabes, y no quiero ser tu juez. No me digas nada si no quieres decirme nada, pero déjame que te cuide. Vas a meterte en la cama ahora mismo. Mientras tanto, te prepararé una comidita muy ligera que yo misma te llevaré, ¿verdad? Y si esta noche tienes fiebre, te haré una TISANA…
Esta vez, Jacques se derrumbó en el suelo.
—¡Por fin! —suspiró ella, algo cansada, extendiendo la mano hacia una campanilla.
Jacques tenía un aneurisma en los últimos tiempos y su madre tenía un amante que no quería ser padrastro…
Este sencillo drama ocurrió hace tres años en el vecindario de Saint–Germaindes–Près. La casa que fue su escenario pertenece a un empresario de demoliciones.
Cuentos de autores católicos ingleses
Cuento de Chesterton: La pagoda de Babel
Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.
Cuentos de autores católicos irlandeses
Cuento de James Joyce: Evelyn
Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.
Pasaban pocas personas. El hombre que vivía al final de la manzana regresaba a su casa; oyó los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillo rojo. En otro tiempo hubo allí un solar yermo en donde jugaban todas las tardes con los otros muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas –no casitas de color pardo como las demás, sino casas de ladrillo, de colores vivos y techos charolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese placer: los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus hermanos y hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia! Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.
¡El hogar! Echó una mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una vez por semana durante tantísimos años, preguntándose de dónde saldría ese polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia, de las que nunca soñó separarse. Y, sin embargo, en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura cuya foto amarillenta colgaba en la pared, sobre el armonio roto, al lado de la estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante, su padre solía alargársela con una frase fácil:
–Ahora vive en Melbourne.
Ella había decidido dejar su casa, irse lejos. ¿Era esta una decisión inteligente? Trató de sopesar las partes del problema. En su casa por lo menos tenía techo y comida; estaban aquellos a los que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro, en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la tienda cuando supieran que se había fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota, y la sustituirían poniendo un anuncio. Miss Gavan se alegraría. La tenía tomada con ella, sobre todo cuando había gente delante.
–Miss Hill, ¿no ve que está haciendo esperar a estas señoras?
–Por favor, miss Hill, un poco más de viveza.
No iba a derramar precisamente lágrimas por la tienda.
Pero en su nueva casa, en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego –ella, Eveline– se casaría. Entonces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones.
Cuando se fueron haciendo mayores, él nunca le levantó la mano a ella, como sí lo hizo a Harry y a Ernest, porque ella era mujer; pero últimamente la amenazaba y le decía lo que le haría si no fuera porque su madre estaba muerta. Y ahora no tenía quien la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias, siempre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más. Ella siempre entregaba todo su sueldo –siete chelines–, y Harry mandaba lo que podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. Él decía que ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado. Al final le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de comprar las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer los recados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde cargada de comestibles. Le costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados a su cargo fueran a la escuela y se alimentaran con regularidad. El trabajo era duro –la vida era dura–, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba que su vida dejara tanto que desear.
Iba a comenzar a explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a irse con él en el barco de la noche, y ser su esposa, y vivir con él en Buenos Aires, en donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio; se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía que no habían pasado más que unas semanas. Él estaba parado en la puerta, la visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara broncínea. Llegaron a conocerse bien. Él la esperaba todas las noches a la salida de la tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La muchacha de Bohemia, y ella se sintió en las nubes sentada con él en el teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco. La gente se enteró de que la enamoraba, y, cuando él cantaba aquello de la novia del marinero, ella siempre se sentía turbada. Él la apodó Poppens, en broma. Al principio era emocionante tener novio, y después él le empezó a gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero, ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al Canadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le enseñó los nombres de los diversos servicios. Había cruzado el estrecho de Magallanes y le narró historia de los terribles patagones. Recaló en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente, el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver con él.
–Yo conozco muy bien a los marineros –le dijo.
Un día él sostuvo una discusión acalorada con Frank, y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.
En la calle la tarde se había hecho noche cerrada. La blancura de las cartas se destacaba en su regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue siempre Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que su padre había envejecido últimamente: le echaría de menos. A veces él sabía ser agradable. No hacía mucho, cuando ella tuvo que guardar cama por un día, él le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día –su madre vivía todavía– habían ido de picnic a la loma de Howth. Recordó cómo su padre se puso el gorro de su madre para hacer reír a los niños.
Apenas le quedaba tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina, respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír un organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera precisamente esa noche para recordarle la promesa que le hizo a su madre: la promesa de sostener la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre: de nuevo regresó al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma diciendo:
–¡Malditos italianos! ¡Mira que venir aquí!
Mientras rememoraba, la lastimosa imagen de su madre la tocó en lo más vivo de su ser –una vida entera de sacrificio cotidiano para acabar en la locura total. Temblaba al oír de nuevo la voz de su madre diciendo constantemente con insistencia insana:
–¡Dedevaun Seraun! ¡Dedevaun Seraun!
Se puso en pie bajo un súbito impulso aterrado. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank sería su salvación. Le daría su vida, tal vez su amor. Pero ella ansiaba vivir. ¿Por qué ser desgraciada? Tenía derecho a la felicidad. Frank la levantaría en vilo, la cargaría en sus brazos. Sería su salvación.
* * *
Esperaba entre la gente apelotonada en la estación en North Wall. Le cogía una mano y ella oyó que él le hablaba diciendo una y otra vez algo sobre el pasaje. La estación estaba llena de soldados con maletas marrones. Por las puertas abiertas del almacén atisbó el bulto negro del barco, atracado junto al muelle, con sus portillas iluminadas. No respondió. Sintió su cara fría y pálida y, en su laberinto de penas, rogó a Dios que la encaminara, que le mostrara cuál era su deber. El barco lanzó un largo y condolido pitazo hacia la niebla. De irse ahora, mañana estaría mar afuera con Frank, rumbo a Buenos Aires. Ya él había sacado los pasajes. ¿Todavía se echaría atrás, después de todo lo que él había hecho por ella? Su desánimo le causó náuseas físicas y continuó moviendo los labios en una oración silenciosa y ferviente.
Una campanada sonó en su corazón. Sintió su mano coger la suya.
–¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaban en su seno. Él tiraba de ella: la iba a ahogar. Se agarró con las dos manos en la barandilla de hierro.
–¡Ven!
¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron frenéticas a la baranda. Dio un grito de angustia hacia el mar.
–¡Eveline! ¡Evvy!
Se apresuró a pasar la barrera, diciéndole a ella que lo siguiera. Le gritaron que avanzara, pero él seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal indefenso. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de reconocimiento.
Dublineses (Dubliners, 1914), trad. Guillermo Cabrera Infante, Madrid, Alianza, 2001, págs. 34-39.
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