4 relatos cortos sobre ciegos

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Al pensar en ciegos y literatura, solemos pensar sobre todo en El Lazarillo de Tormes, si bien hay una larga tradición en novelas, relatos y cuentos de numerosos autores y épocas en los que uno o varios personajes son invidentes.

Para subsanar en parte ese olvido, compartimos con los lectores de SEÑOR BREVE cuatro relatos cortos sobre ciegos, de los siguientes autores: don Juan Manuel, Villiers de L’Isle Adam, Anónimo y Guy de Maupassant.

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Cuento XXXIV de El conde Lucanor: Los dos ciegos (don Juan Manuel)

De lo que aconteció a un ciego con otro

Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta guisa:

–Patronio, un mi pariente y amigo, de quien yo fío mucho y estoy seguro de que me ama verdaderamente, me aconseja que vaya a un lugar del que me recelo yo mucho. Y díceme él que no haya recelo ninguno; que antes tomaría él la muerte que yo tome ningún daño. Y ahora, ruégoos que me aconsejéis en esto.

–Señor conde Lucanor –dijo Patronio–, para este consejo mucho querría que supieseis lo que aconteció a un ciego con otro.

Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.

–Señor conde –dijo Patronio–, un hombre moraba en una villa y perdió la vista de los ojos y fue ciego. Y estando así ciego y pobre, vino a él otro ciego que moraba en aquella villa, y díjole que fuesen ambos a otra villa cerca de aquella y que pedirían por Dios y que habrían de qué mantenerse y sustentarse.

Y aquel ciego le dijo que sabía que en aquel camino de aquella villa que había pozos y barrancos y muy fuertes pasadas: y que se recelaba mucho de aquella ida.

Y el otro ciego le dijo que no hubiese recelo porque él se iría con él y lo pondría a salvo. Y tanto le aseguró y tantas pros le mostró en la ida, que el ciego creyó al otro ciego y fuéronse.

Y desde que llegaron a los lugares fuertes y peligrosos cayó el ciego que guiaba al otro, y no dejó por eso de caer el ciego que recelaba el camino.

Y vos, señor conde, si recelo habéis con razón y el hecho es peligroso, no os metáis en peligro por lo que vuestro pariente y amigo os dice, que antes morirá que vos toméis daño; porque muy poco os aprovecharía a vos que él muriese y vos tomaseis daño y murieseis.

Y el conde tuvo éste por buen consejo e hízolo así y hallóse en ello bien.

Y entendiendo don Juan que este ejemplo era bueno, hízolo escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Nunca te metas do hayas malandanza
aunque tu amigo te haga seguranza.

Relato corto Villiers de L’Isle Adam: Vox populi

¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército.

Sentado ante la verja de Notre–Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París –rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra–, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante.

¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego.

Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz.

Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

En torno suyo, bajo las potentes vibraciones del campanario, fuera, allá lejos más allá del muro de sus ojos; el ruido de los cascos de caballería, los toques de clarines, las aclamaciones de la muchedumbre, mezcladas a las salvas de los Inválidos, a los fieros gritos de mando; los estruendos de acero, el fragor de los tambores midiendo el paso de los desfiles interminables de infantería, ¡todo un rumor de gloria le llegaba! Su oído sobreagudo percibía hasta el flotar de los estandartes de pesadas franjas rozando las corazas. En el entendimiento de este viejo cautivo de la oscuridad se evocaban mil relámpagos de sensaciones presentidas e indistintas. Una adivinación le advertía lo que enfebrecía los corazones y los pensamientos en la ciudad.

Y el pueblo, fascinado como siempre por el prestigio que tiene a sus ojos la audacia y la fortuna, profería calurosamente el entusiasmo del momento:

–¡Viva el emperador!

Pero, entre las calmas momentáneas de esta triunfal tempestad, una voz perdida se elevaba del lado de la verja mística. El viejo, la cabeza caída contra la picota de los barrotes, girando sus pupilas muertas hacia el cielo, olvidado de ese pueblo –de quien él sólo parecía expresar su voto verdadero, su voto oculto bajo los gritos, el voto secreto y personal–, salmodiaba, augural intercesor, su frase ahora misteriosa:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Diez años llevados por el viento, desde el sol de esta fiesta! ¡Los mismos ruidos, las mismas voces, la misma presunción! Sin embargo, un rumor sordo temperaba entonces el tumulto de alegría pública. Una sombra entristecía las miradas. Las convenidas salvas de la plataforma del Pritaneo se complicaban esta vez con el tronar lejano de las baterías de nuestros fuertes. Y, escuchando, el pueblo ya intentaba discernir, en el eco, la respuesta de las piezas enemigas que se aproximaban.

Pasaba el gobernador, dirigiendo a todos mil sonrisas, al amplio trote de su fino potro. El pueblo, tranquilizado por esa confianza que le inspira siempre esa compostura irreprochable, alternaba con cantos patrióticos los aplausos totalmente militares que honraban la presencia de ese soldado.

Pero las sílabas del antiguo y furioso viva se habían modificado: el pueblo, frenético, profería ese voto del momento:

–¡Viva la República!

Y, allá lejos, del lado del umbral sublime, se distinguía siempre la voz solitaria del Lázaro. La voz del oculto pensamiento popular no modificaba la rigidez de su constante lamentación:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Nueve años soportados desde ese sol turbulento! ¡Oh! ¡Los mismos rumores, el mismo estruendo de las armas, los mismos relinchos! Aun más ensordecidos, no obstante, que el año precedente; vocingleros, sin embargo.

–¡Viva la Comuna! – gritaba el pueblo, al viento tumultuoso.

Y la voz del secular Elegido del Infortunio repetía siempre, allá lejos, en el umbral sagrado, un refrán rectificador del único pensamiento de ese pueblo. Sacudiendo la cabeza hacia el cielo, gemía en la sombra:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

Y dos lunas más tarde, cuando a las últimas vibraciones al toque de alarma el Generalísimo de las fuerzas del estado pasaba lista a sus dos mil fusiles –todavía humeantes de la triste guerra civil–, el pueblo, aterrorizado, gritaba viendo arder al fondo a los edificios:

–¡Viva el Mariscal!

Allá lejos, del lado del salubre recinto, la Voz inmutable, la voz del veterano de la humana Miseria, repetía maquinalmente su dolorosa y despiadada obsecración:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

Y después, de año en año, de revista en revista, de vociferaciones en vociferaciones, cualquiera que fuese el nombre echado al azar del espacio por el pueblo en sus vivas, quienes escuchan atentamente los ruidos de la tierra, siempre han distinguido, entre los clamores revolucionarios y las fiestas belicosas que se sucedieron, la Voz lejana, la Voz verdadera, la íntima voz del simbólico y terrible Mendigo, del vigilante nocturno que gritaba la hora exacta del Pueblo, del incorruptible funcionario de la conciencia de los ciudadanos, de quien restituye íntegramente la oración oculta de la Muchedumbre y resume su suspiro.

Pontífice inflexible de la Fraternidad, este Titular autorizado de la ceguera física, jamás ha cesado de implorar, en mediador inconsciente, la caridad divina para sus hermanos en inteligencia.

Y, cuando embriagado de fanfarrias, de campanas y de artillería, el pueblo, turbado por esos alborotos envanecedores, intenta en vano enmascararse a sí mismo su voto verdadero, bajo no importa qué sílabas engañosamente entusiastas, el Mendigo, su rostro al cielo, los brazos en alto, tanteando en sus espesas tinieblas, aplica su oído desde el umbral eterno de la iglesia, y con voz cada vez más lamentable, pero que parece llegar más allá de las estrellas, continúa gritando su rectificación de profeta:

–¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!

Historia de Abdula, el mendigo ciego (Anónimo)

El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuvieraacompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:

–Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.

Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó:

–Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.

Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.

Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.

El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.

Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.

No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas –pensé–, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.

Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.

–Hermano –le dije–, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos.

–Tienes razón –me respondió el derviche–. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.

Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:

–Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.

La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.

Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.

Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:

–Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada.

–Son prodigiosas –me contestó–. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.

Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.

El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.

–Ya te dije –me contestó– que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.

–Hermano –le repliqué sonriendo– es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas.

Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.

Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.

–Hermano –le dije–, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.

–Desventurado –me respondió–, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.

Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

Cuento de Guy de Maupassant: El ciego

¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.

Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.

Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:

«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».

He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.

Tenía un rostro muy pálido, y dos grandes ojos blancos como obleas; y permanecía impasible ante los insultos, tan encerrado en sí mismo que se ignoraba si los oía. Por lo demás, nunca había conocido la menor ternura, ya que su madre lo había maltratado siempre, pues no lo amaba; en el campo los inútiles son un estorbo, y los campesinos harían de buen grado lo que las gallinas, que matan a las inválidas.

En cuanto había engullido la sopa, iba a sentarse ante la puerta en verano, pegado a la chimenea en invierno, y no volvía a moverse hasta la noche. No hacía un gesto, un movimiento; sólo sus párpados, que agitaba una especie de dolencia nerviosa, caían a veces sobre la mancha blanca de sus ojos. ¿Tenía un alma, un pensamiento, una conciencia clara de su vida? Nadie se lo preguntaba.

Durante unos años, las cosas marcharon así. Pero su impotencia para hacer nada, así como su impasibilidad, acabaron exasperando a sus parientes, y se convirtió en el hazmerreír de todos, en una especie de bufón–mártir, de pieza entregada a la ferocidad natural, a la alegría salvaje de los brutos que lo rodeaban.

Se idearon todas las crueles bromas que su ceguera podía inspirar. Y, para cobrarse lo que comía, se convirtieron sus comidas en horas de esparcimiento para los vecinos y de suplicio para el impotente.

Los campesinos de las casas cercanas acudían a tal diversión; se lo comunicaban de puerta en puerta, y la cocina de la granja se encontraba llena cada día. A veces colocaban sobre la mesa, ante su plato, donde él empezaba a tomar el caldo, un gato o un perro. El animal olfateaba por instinto la invalidez del hombre y, muy suavemente, se acercaba, comía sin ruido, lamiendo con delicadeza; y cuando un chapoteo de la lengua un poco más ruidoso despertaba la atención del pobre diablo, se alejaba prudentemente para eludir el golpe de la cuchara que él lanzaba al azar ante sí.

Entonces se producían risas, empujones, pataleos de los espectadores apretujados a lo largo de las paredes. Y él, sin decir jamás una palabra, volvía a ponerse a comer con la mano derecha, mientras que, con la izquierda adelantada, protegía y defendía su plato.

Otras veces le hacían mascar corchos, maderas, hojas e incluso desperdicios, que no podía distinguir.

Después se cansaron incluso de estas chanzas; y el cuñado, siempre furioso por tener que alimentarlo, le pegó, lo abofeteó sin cesar, riéndose de los inútiles esfuerzos del otro para parar los golpes o devolverlos. Hubo entonces un juego nuevo: el juego de las bofetadas. Y los mozos de labranza, el criado, las sirvientas, le ponían a cada momento la mano en la cara, lo cual imprimía a sus párpados un movimiento precipitado. No sabía dónde esconderse y permanecía sin cesar con los brazos extendidos para evitar que se le acercaran.

Por último, lo obligaron a mendigar. Lo apostaban en las carreteras los días de mercado, y, en cuanto oía un ruido de pasos o el rodar de un carruaje, alargaba su sombrero balbuciendo: «Una caridad, por favor».

Pero el campesino no es pródigo, y, durante semanas enteras, no consiguió una perra chica.

Hubo entonces un odio desenfrenado, despiadado, contra él. Y he aquí cómo murió.

Un invierno, la tierra estaba cubierta de nieve, y helaba horriblemente. Ahora bien, su cuñado, una mañana, lo llevó muy lejos, a una carretera principal para que pidiera limosna. Lo dejó allí todo el día y, cuando llegó la noche, afirmó ante su gente que no lo había encontrado. Después agregó: «¡Bah! No hay que preocuparse, alguien se lo habrá llevado porque tenía frío. No se habrá perdido, ¡pardiez! Volverá mañana a comer su sopa».

Al día siguiente, no regresó.

Tras largas horas de espera, asaltado por el frío, sintiéndose morir, el ciego había echado a andar. No pudiendo reconocer el camino sepultado bajo aquella espuma blanca, había errado al azar, cayendo en las cunetas, levantándose, siempre mudo, buscando una casa.

Pero el torpor de las nieves lo había invadido poco a poco y, como sus débiles piernas ya no podían sostenerlo, se había sentado en el centro de una llanura. No se levantó más.

Los blancos copos que seguían cayendo lo sepultaron. Su cuerpo rígido desapareció bajo la incesante acumulación de su muchedumbre infinita; y nada indicaba ya el lugar donde el cadáver estaba tendido.

Sus parientes fingieron averiguar y buscarlo durante ocho días. E incluso lloraron.

El invierno era duro y el deshielo tardaba en llegar. Ahora bien, un domingo, al ir a misa, los granjeros observaron un gran revuelo de cuervos que giraban sin fin sobre la llanura, después se dejaban caer como una lluvia negra amontonados en el mismo lugar, volvían a alzarse y seguían regresando.

A la semana siguiente aún estaban allí los sombríos pajarracos. En el cielo había una nube de ellos, como si se hubieran congregado de todos los rincones del horizonte; y descendían con grandes graznidos a la nieve resplandeciente, que manchaban de forma extraña, hurgando en ella con obstinación.

Un chaval fue a ver lo que hacían y descubrió el cuerpo del viejo, semidevorado ya, desgarrado. Sus ojos pálidos habían desaparecido, picoteados por los largos picos voraces.

Y jamás puedo sentir la viva alegría de los días de sol sin un recuerdo triste y un pensamiento melancólico hacia el pordiosero, tan desheredado en la vida que su horrible muerte fue un alivio para todos los que lo habían conocido.

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