El tren es un elemento con muchas posibilidades artísticas, y ahí están numerosos cuadros, fotografías o novelas para constatarlo. Como lo nuestro es la brevedad, os traemos un buen ramillete de relatos cortos que guardan relación con el tren.
(Por cierto, aquí tenéis disponibles todos los relatos cortos publicados en Señor Breve).
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Cuento de Charles Dickens: El guardavías
El guardavías es uno de los cuentos más renombrados de Charles Dickens. Publicado en 1866 en la revista All the Year Round, y narra el encuentro con un personaje innominado (quien relata la historia) y un guardavías. La conversación entre ambos se prolonga, y así el guardavías le explica el personaje que por ciertas visiones, espectro incluido, ha sabido que se cierne un peligro…
El relato tiene un antecedente: el descarrilamiento de un tren en Staplehurst, población del condado de Kent, Inglaterra, el 9 de junio de 1865, tren en el que viajaba el propio escritor inglés.
Relato corto de Dickens: El guardavías
–¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
–¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.
–¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?
Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.
El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.
Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.
Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.
Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.
–¿Aquella luz está a su cargo, verdad?
–¿Acaso no lo sabe? –me respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.
Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.
Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
–Me mira –dije con sonrisa forzada– como si me temiera.
–No estaba seguro –me respondió– de si lo había visto antes.
–¿Dónde?
Señaló la luz roja que había estado mirando.
–¿Allí? –dije.
Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».
–Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
–Creo que sí –asintió–, sí, creo que puedo.
Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.
¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo –si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación–. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña –él apenas si podía–) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.
Al levantarme para irme dije:
–Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
–Creo que solía serlo –asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio–. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
–¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
–Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
–Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
–Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
–Vendré a las once.
Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
–Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor –dijo en su peculiar voz baja–. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».
–Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?
–Dios sabe –dije–, grité algo parecido…
–No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
–Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
–¿Por ninguna otra razón?
–¿Qué otra razón podría tener?
–¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
–No.
Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.
A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
–No he llamado –dije cuando estábamos ya cerca–. ¿Puedo hablar ahora?
–Por supuesto, señor.
–Buenas noches y aquí tiene mi mano.
–Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.
Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
–He decidido, señor –empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro–, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.
–¿Esa equivocación?
–No. Esa otra persona.
–¿Quién es?
–No lo sé.
–¿Se parece a mí?
–No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.
Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».
–Una noche de luna –dijo el hombre–, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
–¿Dentro del túnel? –pregunté.
–No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».
Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.
Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
–Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
–Esto –dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos– fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.
Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
–¿Lo llamó?
–No, estaba callado.
–¿Agitaba el brazo?
–No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
–¿Se acercó usted a él?
–Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.
–¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
–Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.
–Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
–Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
–¿Junto a la luz?
–Junto a la luz de peligro.
–¿Y qué hace?
El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:
–No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
Me agarré a esto último:
–¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
–Por dos veces.
–Bueno, vea –dije– cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
–Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.
–¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
–Estaba allí.
–¿Las dos veces?
–Las dos veces –repitió con firmeza.
–¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?
Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
–¿Lo ve? –le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
–No –contestó–, no está allí.
–De acuerdo –dije yo.
Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.
–A estas alturas comprenderá usted, señor –dijo–, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».
No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
–¿De qué nos está previniendo? –dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando–. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
–Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación –continuó, secándose las manos–. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.
–Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro –continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación–, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?
Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.
La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora –me dije a mí mismo–, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»
Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.
Con la inequívoca sensación de que algo iba mal –y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera– descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
–¿Qué pasa? –pregunté a los hombres.
–Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
–¿No sería el que trabajaba en esa caseta?
–Sí, señor.
–¿No el que yo conozco?
–Lo reconocerá si le conocía, señor –dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona–, porque el rostro está bastante entero.
–Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? –pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
–Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:
–Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor –dijo–, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
–¿Qué dijo usted?
–¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me sobresalté.
–Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo –no él– había acompañado –y tan sólo en mi mente– los gestos que él había representado.
Charles Dickens
Tranvía (Andrea Bocconi)
Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. “Amplia sonrisa, caderas anchas… una madre excelente para mis hijos”, pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: “¿Y los niños, con quién van a quedarse?”.
Relato corto de Clarice Lispector: La salida del tren
La salida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y tomó su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren saliera. Primero la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino.
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó:
—¿Quiere cambiar de lugar conmigo?
Doña María Rita lo rechazó con delicadeza, dijo que no, muchas gracias, a ella le daba lo mismo. Pero parecía haberse perturbado. Se pasó la mano sobre el camafeo afiligranado de oro, prendido en el pecho, se pasó la mano por el broche, la quitó, la llevó hasta el sombrero de fieltro con una rosa de paño, la retiró. Seca. ¿Ofendida? Al final, le preguntó a Ángela Pralini:
—¿Es por mí por lo que desea cambiar de lugar?
Ángela Pralini dijo que no, se sorprendió, la vieja se sorprendió por el mismo motivo: no se reciben atenciones de una viejita. Ella sonrió un poco demasiado y los labios cubiertos de talco se partieron en surcos secos: estaba encantada. Y un poco agitada:
—Qué amabilidad la suya —le dijo—, qué gentileza.
Hubo un movimiento de perturbación porque Ángela Pralini se rio también, y la vieja continuaba riendo, mostrando una dentadura muy limpia. Dio discretamente un tirón hacia abajo al cinturón que la apretaba demasiado.
—Qué amable —repitió.
Se recompuso un tanto deprisa, cruzó las manos sobre la bolsa que contenía todo lo que se podía imaginar. Las arrugas, mientras reía, habían tomado un sentido, pensó Ángela. Ahora eran otra vez incomprensibles, superpuestas en un rostro otra vez inmoderable. Pero Ángela le había quitado la tranquilidad. Ya conocía a muchas jóvenes nerviosas que se decían: si me río un poco más lo arruino todo, va a ser ridículo, tengo que parar, y era imposible. La situación era muy triste. Con inmensa piedad, Ángela vio la cruel verruga en el mentón, verruga de la cual salía un pelo negro y tieso. Pero Ángela le había quitado la tranquilidad. Se daba cuenta de que sonreiría en cualquier momento: Ángela la ponía en ascuas. Ahora era una de esas viejitas que parecen pensar que están siempre atrasadas, que se pasaron de la hora. No se contuvo un segundo más, se incorporó y observó por su ventana, como si fuera imposible mantenerse sentada.
—¿Quiere levantar el cristal? —le dijo un chico que oía a Haendel en una radio a pilas.
—¡Ah! —exclamó ella, aterrorizada.
¡Oh, no!, pensó Ángela, se estaba arruinando todo, el chico no debía haber dicho eso, era demasiado, no había que impresionarla otra vez. Porque la vieja, casi a punto de perder la actitud de la que vivía, casi a punto de perder cierta amargura, temblaba como música de clavicordio entre la sonrisa y el extremo encanto.
—No, no, no —dijo ella con falsa autoridad—, de ningún modo, gracias, sólo quería mirar.
Se sentó inmediatamente como si la delicadeza del chico y de la muchacha la vigilaran. La vieja, antes de subir al tren, se persignó con tres cruces en el corazón, besando discretamente las puntas de los dedos. Llevaba un vestido oscuro con cuello de encaje verdadero y un camafeo de oro puro. En la oscura mano izquierda las dos alianzas gruesas de viuda, gruesas como ya no se hacían. Del otro vagón se oía a un grupo de bandeirantes que cantaban Brasil agudamente. Afortunadamente, era en el otro vagón. La música de la radio del chico se entrecruzaba con la música de otro, que estaba escuchando a Edith Piaf cantando j’attendrai.
Fue entonces cuando el tren de pronto dio una sacudida y las ruedas se pusieron en movimiento. Comenzó la salida. La vieja murmuró bajo: «¡Ay, Jesús!». Ella se bañaba en la terma de Jesús. Amén. Por la radio a pilas de una señora se supo que eran las seis y treinta de la mañana, mañana friolenta. La vieja pensó: Brasil mejora el señalamiento de sus calles. Un tal Kissinger parecía mandar en el mundo.
Nadie sabe dónde estoy, pensó Ángela Pralini, y eso la asustaba un poco, ella era una fugitiva.
—Mi nombre es María Rita Alvarenga Chagas Souza Meló, Alvarenga Chagas era el apellido de mi padre —dijo, agregando una petición de disculpas por tener que decir tantas palabras sólo para pronunciar su nombre—. Chagas —añadió con modestia— eran las llagas de Cristo. Pero me puede llamar doña María Rita. ¿Y su nombre? Su nombre de pila, ¿cuál es?
—Mi nombre es Ángela Pralini. Voy a pasar seis meses en la hacienda de mis tíos. ¿Y usted?
—¡Ah! Yo voy a la hacienda de mi hijo, me voy a quedar allí el resto de mi vida, mi hija me trajo hasta el tren y mi hijo me espera con el carruaje en la estación. Soy como un paquete que se entrega de mano en mano.
Los tíos de Ángela no tenían hijos y la trataban como a una hija. Ángela se acordó de la nota que le había dejado a Eduardo: «No me busques. Voy a desaparecer de tu vida para siempre. Te amo como nunca. Tu Ángela no fue más tuya porque tú no quisiste».
Quedaron en silencio. Ángela Pralini se entregó al ruido cadencioso del tren. Doña María Rita miró de nuevo su anillo de brillantes y con una perla en su dedo, alisó el camafeo de oro: «Soy vieja pero soy rica, más rica que todos aquí en el vagón. Soy rica, soy rica». Miró el reloj, más para ver la gruesa chapa de oro que para ver la hora. «Soy muy rica, no soy una vieja cualquiera.» Pero sabía, ah, sabía bien que era una viejita cualquiera, una viejita asustada por las menores cosas. Se acordó de sí misma, el día entero sola en su mecedora, sola con los criados, mientras la hija, public relations, pasaba el día fuera, no llegaba hasta las ocho de la noche, y ni siquiera le daba un beso. Se despertó ese día a las cinco de la mañana, todavía oscuro, hacía frío.
Después de la delicadeza del chico estaba extraordinariamente agitada y sonriente. Parecía más delgada. Cuando se reía, se revelaba como una de esas viejas llenas de dientes. La crueldad dislocada de los dientes. El chico ya se había alejado. Ella abría y cerraba los párpados. De pronto golpeó con los dedos la pierna de Ángela, con extrema rapidez y suavidad:
—Hoy todos están verdaderamente, pero verdaderamente amables, qué gentileza, qué gentileza.
Ángela sonrió. La vieja permaneció sonriendo sin quitar los ojos profundos y vacíos de los ojos de la muchacha. Vamos, vamos, la fustigaban de todos lados, y ella observaba para acá y para allá como si fuera a escoger. ¡Vamos, vamos!, la empujaban riendo de todos lados y ella se sacudía, sonriente, delicada.
—Qué amables son todos en este tren —dijo.
Deprisa intentó recomponerse, carraspeó falsamente, se contuvo. Debía ser difícil. Temía haber llegado a un punto donde no podía interrumpirse. Se mantuvo con severidad y temor, cerró los labios sobre los innumerables dientes. Pero no podía engañar a nadie: su rostro tenía tal esperanza que perturbaba los ojos de quienes la veían. Ella ya no dependía de nadie: una vez que la habían conmovido, podía irse ahora, ella sola se irradiaba, delgada, alta. Pero todavía quería decir algo y ya preparaba un gesto social con la cabeza, lleno de gracia previa. Ángela se preguntaba si ella sabría expresarse. Ella pareció pensar, pensar y encontrar con ternura un pensamiento ya todo hecho donde apenas podía acoger su sentimiento. Dijo con cuidado y sabiduría de anciana, como si precisara tomar ese aire para hablar como vieja:
—La juventud. La juventud amable.
Rio un poco fingidamente. ¿Iba a tener una crisis de nervios?, pensó Ángela Pralini. Porque estaba tan maravillosa. Pero carraspeó otra vez con austeridad, dio en el asiento unos golpecitos con las puntas de los dedos como si ordenara con urgencia a la orquesta una nueva partitura. Abrió la bolsa, sacó un periódico muy plegado, lo desdobló hasta convertirlo en un diario grande y normal, fechado tres días atrás, observó Ángela. Se puso a leer.
Angela había perdido siete kilos. En la hacienda iba a comer lo que nunca en la vida: tutú de frijol y repollo de Minas Gerais, para recuperar los preciosos kilos perdidos. Estaba tan delgada por intentar acompañar el raciocinio brillante e interrumpido de Eduardo: bebía café sin azúcar sin parar para mantenerse despierta. Ángela Pralini tenía los senos muy bonitos, eran su punto fuerte. Tenía las orejas en punta y una boca bonita y redonda, besable. Los ojos con ojeras profundas. Ella aprovechaba el silbido aullante del tren para que fuese su propio grito. Era un berrido agudo, el suyo, sólo que vuelto hacia adentro. Era la mujer que bebía más whisky en el grupo de Eduardo. Aguantaba de seis a siete de una vez, manteniendo una lucidez de terror. En la hacienda iba a beber leche cruda de vaca. Una cosa unía a la vieja y a Ángela: ambas iban a ser recibidas con los brazos abiertos, pero una no sabía eso de la otra. Ángela se estremeció súbitamente: quién le daría el último día de vermicida al perro. Ah, Ulises, pensó ella del perro, no te abandoné porque quisiera, lo que necesitaba era huir de Eduardo, antes que él me arruinase totalmente con su lucidez: lucidez que iluminaba demasiado y lo quemaba todo. Ángela sabía que los tíos tenían remedio contra la picadura de víbora: pretendía entrar de lleno en la floresta espesa y verdosa, con botas altas y untada con algún remedio contra los piquetes de mosquito. Como si saliera de la carretera Transamazónica, la exploradora. ¿Qué animales encontraría? Era mejor llevar una escopeta, comida y agua. Y una brújula. Desde que descubrió —pero lo descubrió realmente con espanto— que iba a morir un día, desde entonces no tuvo más miedo a la vida y, a causa de la muerte, tenía derechos totales: lo arriesgaba todo. Después de haber tenido dos uniones que habían terminado en nada, esta tercera que terminaba en amor-adoración, cortada por la fatalidad del deseo de sobrevivir. Eduardo la había transformado: la había hecho mirar hacia adentro. Pero ahora veía hacia afuera. Veía a través de la ventana los senos de la tierra, en las montañas. ¡Existen pajaritos, Eduardo!, ¡existen nubes, Eduardo! Existe un mundo de caballos, yeguas y vacas, Eduardo, y cuando yo era una niña cabalgaba a la carrera en un caballo a pelo, sin silla. Y estoy huyendo de mi suicidio, Eduardo. Disculpa, Eduardo, pero no quiero morir. Quiero ser fresca y singular como una granada.
Y la vieja fingía que leía el periódico. Pero pensaba: su mundo era un suspiro. No quería que los otros la consideraran abandonada. Dios me dio salud para viajar sola.
También estoy bien de la cabeza, no hablo sola y yo misma me baño todos los días. Olía a agua de rosas secas y maceradas, era su perfume añejo y enmohecido. Tener un ritmo respiratorio, pensó Ángela de la vieja, era la cosa más bella que quedó desde que doña María Rita naciera. Era la vida.
Doña María Rita pensaba: cuando se hizo vieja comenzó a desaparecer para los otros, sólo la veían de reojo. Vejez: momento supremo. Era ajena a la estrategia general del mundo y la suya era parca. Había perdido los objetivos de mayor alcance. Ella ya era el futuro.
Ángela pensó: creo que si encontrara la verdad, no podría pensarla. Sería impronunciable mentalmente.
La vieja siempre había sido un poco vacía; bien, un poquito. ¿Muerte? Era raro, no formaba parte de los días. Y aun «no existir» no existía, era imposible no existir. No existir no cabía en nuestra vida diaria. La hija no era cariñosa. En compensación, el hijo era tan cariñoso, bonachón, medio gordo. La hija era seca, como sus besos rápidos, la public relations. La vieja tenía cierta pereza de vivir.
La monotonía, sin embargo, era lo que la sostenía.
Eduardo escuchaba música con el pensamiento. Y entendía la disonancia de la música moderna, sólo sabía entender. Su inteligencia la ahogaba. «Tú eres una temperamental, Ángela», le dijo una vez. ¿Y qué? ¿Qué mal hay en eso? Soy lo que soy y no lo que piensas que soy. La prueba de quién soy es esta salida del tren. Mi prueba también es doña María Rita, ahí enfrente. ¿Prueba de qué? Sí. Ella ya tuvo plenitud. Cuando ella y Eduardo estaban tan apasionados uno por el otro que estando juntos en la cama, con las manos unidas, ella sentía la vida completa. Poca gente conocía la plenitud. Y, porque la plenitud es también una explosión, ella y Eduardo cobardemente pasaron a vivir «normalmente». Porque no se puede prolongar el éxtasis sin morir. Se separaron por un motivo fútil casi inventado: no querían morir de pasión. La plenitud es una de las verdades encontradas. Pero la ruptura necesaria fue para ella una ablación, como ocurre a las mujeres a quienes les extraen el útero y los ovarios. Vacía por dentro.
Doña María Rita era tan antigua que en la casa de la hija estaban habituados a ella como a un mueble viejo. Ella no era novedad para nadie. Pero nunca le pasó por la cabeza que era una solitaria. Sólo que no tenía nada que hacer. Era un ocio forzado que en ciertos momentos se tornaba punzante: no tenía nada que hacer en el mundo, salvo vivir como un gato, como un perro. Su ideal era ser dama de compañía de alguna señora, pero eso ya no se usaba y además nadie la creería fuerte a los setenta y siete años, pensarían que era débil. No hacía nada, hacía sólo eso: ser vieja. A veces, se deprimía: pensaba que no servía para nada, no servía ni siquiera a Dios: doña María Rita no tenía infierno dentro de ella. ¿Por qué los viejos, aun los que no tiemblan, sugieren algo delicadamente trémulo? Doña María Rita tenía un temblor quebradizo de música de acordeón.
Pero, cuando se trata de la vida, ¿quién nos ampara? Pues cada uno es uno. Y cada vida tiene que ser amparada por esa propia vida de cada uno. Cada uno de nosotros: he ahí con lo que contamos. Como doña María Rita siempre había sido una persona común, le parecía que morir no era cosa normal. Morir era sorprendente. Era como si ella no estuviera a la altura del acto de la muerte, pues nunca le había ocurrido hasta ahora nada de extraordinario en la vida que justificara de pronto otro hecho extraordinario. Hablaba y hasta pensaba en la muerte, pero en el fondo era escéptica e incrédula. Pensaba que se moría cuando ocurría un desastre o alguien mataba a alguien. La vieja tenía poca experiencia. A veces tenía taquicardia: bacanal del corazón. Pero sólo eso, y le sucedía desde joven. En su primer beso, por ejemplo, el corazón se desordenó. Y había sido una cosa buena, en el límite con lo malo. Algo que recordaba su pasado, no como hechos sino como vida: una sensación de vegetación en sombra, papagayos, samambayas, culantrillos, frescor verdoso. Cuando sentía eso otra vez, sonreía.
Una de las palabras más eruditas que usaba era «pintoresco». Era bueno. Era como oír el murmullo de una fuente y no saber dónde nacía.
Un diálogo que sostenía consigo misma:
—¿Estás haciendo algo?
—Sí, claro: estoy siendo triste.
—¿No te molesta estar sola?
—No; pienso.
A veces no pensaba. A veces se quedaba sólo siendo. No necesitaba hacer. Ser era ya un hacer. Se podía ser lentamente o un poco deprisa.
En el asiento de atrás, dos mujeres hablaban y hablaban sin parar. Sus voces constantes se fundían con el ruido de las ruedas del tren y de las vías.
Doña María Rita había esperado que la hija permaneciera en el andén del tren para decirle adiós, pero esto no sucedió. El tren inmóvil. Hasta que arrancó.
—Ángela —dijo—, una mujer nunca dice la edad, por eso sólo puedo decirte que es mucha. Pero a ti (¿puedo tutearte, verdad?) voy a hacerte una confidencia: tengo setenta y siete años.
—Yo tengo treinta y siete —dijo Ángela Pralini.
Eran las siete de la mañana.
—Cuando era joven era muy mentirosilla. Mentía sin ton ni son.
Después, como si se hubiera desencantado de la magia de la mentira, dejó de mentir.
Ángela, mirando a la vieja doña María Rita, tuvo miedo de envejecer y de morir. Sostén mi mano, Eduardo, para no tener miedo de morir. Pero él no sostenía nada. Lo único que hacía era: pensar, pensar y pensar. Ah, Eduardo, ¡quiero la dulzura de Schumann! Su vida era una vida deshecha, evanescente. Le faltaba un hueso duro, áspero y fuerte, contra el cual nadie pudiera nada. ¿Quién sería ese hueso esencial? Para alejar esa sensación de enorme carencia, pensó: ¿cómo se las arreglaban en la Edad Media sin teléfono y sin avión? Misterio. Edad Media, yo te adoro con tus nubes negras y cargadas que desembocaron en el Renacimiento luminoso y fresco.
En cuanto a la vieja, estaba ida. Miraba hacia la nada.
Ángela se miró en el pequeño espejo de su bolsa. Me parezco a un desmayo. Cuidado con el abismo, le digo a aquella que se parece a un desmayo. Cuando me muera, voy a sentir tanta nostalgia de ti, Eduardo. La frase no resistía a la lógica; sin embargo, tenía en sí misma un imponderable sentido. Era como si ella quisiera expresar una cosa y expresara otra.
La vieja ya era el futuro. Parecía tener vergüenza. ¿Vergüenza de ser vieja? En algún punto de su vida debería con certeza haber habido un error, y el resultado era ese extraño estado de vida. Que, sin embargo, no la llevaba a la muerte. La muerte era siempre una sorpresa para quien moría. Tenía, a pesar de todo, el orgullo de no babear ni hacer pipí en la cama, como si esa forma de salud bravia hubiera sido meritoriamente el resultado de un acto de su voluntad. No sólo era una dama, una señora de edad, por no tener arrogancia: era una viejita digna que de repente tomaba un aire asustadizo. Ella, bueno, ella se elogiaba a sí misma, se consideraba una vieja llena de precocidad como una niña precoz. Pero la verdadera intención de su vida, no la sabía.
Ángela soñaba con la hacienda: allí se escuchaban gritos, latidos y aullidos, de noche. «Eduardo», pensó ella para él, «yo estaba cansada de intentar ser lo que tú creías que soy. Tengo un lado malo (el más fuerte y el que predominaba ahora, el que había intentado esconder por ti), y en ese lado fuerte yo soy una vaca, soy una yegua libre que patea en el suelo, soy una mujer de la calle, soy vagabunda, y no una “letrada”. Sé que soy inteligente y que a veces escondo eso para no ofender a los otros con mi inteligencia, yo que soy una inconsciente. Hui de ti, Eduardo, porque tú me estabas matando con tu cabeza de genio que me obligaba casi a taparme los oídos con las manos y casi a gritar de horror y de cansancio. Y ahora me voy a quedar seis meses en la hacienda, tú no sabes dónde estaré, y todos los días me bañaré en el río mezclando con el barro mi bendecido lodo. Soy vulgar, Eduardo, y tienes que saber que me gusta leer historias de folletín, mi amor, ¡oh, mi amor!, cómo te amo y cómo amo tus terribles maleficios, ah, cómo te adoro, soy tu esclava. Pero yo soy física, mi amor, yo soy física y tuve que esconder de ti la gloria de ser física. Y tú, que eres el mismo fulgor del raciocinio, aunque no lo sepas eras alimentado por mí. Tú, superintelectual y brillante y dejando a todos admirados y boquiabiertos».
—Me parece —se dijo en voz baja la vieja—, me parece que esa joven bonita no tiene interés en conversar conmigo. No sé por qué, pero ya nadie conversa conmigo. Aun cuando estoy junto a la gente, me parece que nadie se acuerda de mí. A fin de cuentas, no tengo la culpa de ser vieja. Pero no importa, yo me hago compañía. Y también tengo a Nandino, mi hijo querido que me adora.
¡El placer sufrido de rascarse!, pensó Ángela. Yo, yo que no voy en esa dirección ni en la otra, ¡soy libre! Estoy volviéndome más saludable, tengo deseos de decir una insolencia en voz alta para asustar a todos. ¿La vieja no entendería? No sé, ella debe haber parido varias veces. Yo no estoy de acuerdo en eso de que lo cierto es ser infeliz, Eduardo. Quiero gozar de todo y después morir y que me dañe, que me dañe, que me dañe. Sé bien que la vieja es capaz de ser infeliz sin saberlo.
Pasividad. Y no entro en eso tampoco, nada de pasividad, quiero bañarme desnuda en el río barroso que se parece a mí, ¡desnuda y libre! ¡Viva! ¡Tres vivas! ¡Lo abandono todo! ¡Todo! Y así no soy abandonada, no quiero depender más que de unas tres personas, y el resto es: Buenos días, ¿todo bien? Todo bien. Edu, ¿sabes? Te abandono. Tú, en el fondo de tu intelectualismo, no vales la vida de un perro. Te abandono, entonces. Y abandono el grupo falsamente intelectual que exigía de mí un vano y nervioso ejercicio continuo de inteligencia falsa y apresurada. Fue preciso que Dios me abandonara para que yo sintiera su presencia. Necesito matar a alguien dentro de mí. Tú arruinaste mi inteligencia con la tuya, que es de genio. Y me obligaste a saber, a saber, a saber. Ah, Eduardo, no te preocupes, llevo conmigo los libros que tú me diste para «seguir una carrera en casa», como querías. Estudiaré filosofía cerca del río, por el amor que te tengo.
Ángela Pralini tenía pensamientos tan hondos que no había palabras para expresarlos. Era mentira decir que sólo se podía tener un pensamiento a la vez: tenía muchos pensamientos que se entrecruzaban y eran diferentes. Sin hablar del «subconsciente» que explota en mí, quieras o no quieras tú. Soy una fuente, pensó Ángela, pensando al mismo tiempo dónde habría puesto la pañoleta, pensando si el perro habría tomado la leche que le había dejado, en las camisas de Eduardo, y en su extremado agotamiento físico y mental. Y en la vieja doña María Rita. «Nunca voy a olvidar tu rostro, Eduardo.» Era un rostro un poco asustado, asustado de su propia inteligencia. Él era un ingenuo. Y amaba sin saber que estaba amando. Iba a quedarse tonto cuando descubriera que ella se había ido, dejando al perro y a él. Abandono por falta de nutrición, pensó. Al mismo tiempo pensaba en la vieja sentada enfrente. No era verdad que sólo se pensaba en una sola cosa. Era, por ejemplo, capaz de escribir un cheque perfecto, sin un error, pensando en su vida. Que no era buena, pero, en definitiva, era suya. Suya otra vez. La coherencia, no la quiero más. La coherencia es mutilación. Quiero el desorden. Sólo adivino a través de una vehemente incoherencia. Para meditar saqué demasiadas cosas de mí y siento el vacío. Es en el vacío donde se pasa el tiempo. Ella que adoraba una buena playa, con sol, arena y sol. Él está abandonado, perdió el contacto con la tierra, con el cielo. Él ya no vive, existe. El aire entre ella y Eduardo Gomes era de emergencia. Ella se había transformado en una mujer urgente. Y que, para mantener despierta la urgencia, tomaba drogas excitantes que la adelgazaban cada vez más y le quitaban el hambre. Quiero comer, Eduardo, tengo hambre, Eduardo, hambre de mucha comida. ¡Soy orgánica!
«Conozca hoy el supertrén de mañana.» Selecciones del Reader’s Digest, que ella a veces leía a escondidas de Eduardo. Era como las Selecciones que decían: conozca hoy el supertrén de mañana. Positivamente no estaba conociendo hoy. Pero Eduardo era el supertrén. Supertodo. Ella conocía hoy el súper de mañana. Y no lo soportaba. No soportaba el motor perpetuo. Tú eres el desierto, y yo voy a Oceanía, a los mares del Sur, a las islas de Tahití. Aunque estén hechas un estrago por los turistas. Tú no eres más que un turista, Eduardo. Voy hacia mi propia vida, Edu. Y digo como Fellini: en la oscuridad y en la ignorancia creo más. La vida que llevaba con Eduardo tenía olor a farmacia nueva recién pintada. Ella prefería el olor vivo del estiércol por más repugnante que fuera. Él era correcto como una cancha de tenis. Además, practicaba el tenis para mantener la forma. En fin, él era un pesado que ella amaba y casi no amaba más. Estaba recobrando en el tren mismo su salud mental. Continuaba apasionada por Eduardo. Y él, sin saber, también lo estaba por ella. Yo que no consigo hacer nada bien, excepto omelette. Con una sola mano rompía los huevos con una rapidez increíble, y los vaciaba en la vasija sin derramar ni una gota. Eduardo se moría de envidia de tanta elegancia y eficiencia. Él a veces daba conferencias en las universidades y lo adoraban. Ella también asistía, ella también lo adoraba. ¿Cómo empezaba? «No me siento a gusto cuando veo algunas personas que se levantan cuando oyen anunciar que voy a hablar.» Angola siempre tenía miedo de que la gente se retirara y lo dejara solo.
La vieja, como si hubiera recibido una transmisión de pensamiento, pensaba: que no me dejen sola. ¿Qué edad tengo? Ya ni lo sé.
Después, en seguida, vació su pensamiento. Y era tranquilamente nada. Existía apenas. Era bueno así, muy bueno incluso. Inmersiones en la nada.
Ángela Pralini, para calmarse, se contó una historia muy calmante, muy tranquila: era una de un hombre a quien le gustaban mucho las jabuticabas.
Entonces fue hacia un huerto donde había árboles cargados de protuberancias negras, lisas y lustrosas, que le caían en las manos sin esfuerzo y que de las manos le caían a los pies. Era tal la abundancia de jabuticabas que se daba el lujo de pisarlas. Y éstas hacían un ruidito muy gracioso. Hacían así: cloc-cloc-cloc, etcétera. Ángela se calmó con el hombre de las jabuticabas. En la hacienda había jabuticabas y ella iba a hacer con los pies desnudos el cloc-cloc, suave y húmedo. Nunca sabía si debía o no tragar las semillas. ¿Quién le iba a contestar esa pregunta? Nadie. Sólo tal vez un hombre que, como Ulises, el perro, y contra Eduardo, respondiera: Mangia, bella, que te fa bene.11 Sabía un poquito de italiano pero nunca estaba segura de su sentido. Y después de lo que ese hombre dijera, ella tragaría las semillas. Otro árbol que le gustaba era uno cuyo nombre científico había olvidado pero que en la infancia todos habían conocido directamente, sin ciencia, era uno que en el Jardín Botánico de Río hacía un cloc-cloc sequito. ¿Ves? ¿Ves cómo estás renaciendo? Gato con siete vidas. El número siete la acompañaba, era su secreto, su fuerza. Se sentía linda. No lo era. Pero se sentía. Se sentía también bondadosa. Con ternura hacia la vieja María Rita que se había puesto las gafas para leer el diario. Todo era lento en la vieja María Rita. ¿Cerca del fin? Ay, cómo duele morir. En la vida se sufre pero se tiene algo en la mano: la inefable vida. Pero ¿y la pregunta sobre la muerte? Era preciso no tener miedo: ir hacia el frente, siempre.
Siempre.
Como el tren.
Y en algún lugar existe una cosa escrita en el muro. Y es para mí, pensó Ángela. De las llamas del Infierno llegará un telegrama fresco para mí. Y nunca más mi esperanza será decepcionada. Nunca. Nunca más.
La vieja era anónima como una gallina, como había dicho una tal Clarice, hablando de una vieja desvergonzada, enamorada de Roberto Carlos. Esa Clarice incomodaba. Hacía gritar a la vieja: ¡tiene! ¡que! ¡haber! ¡una! ¡puerta! ¡de saliiiiida! y la había. Por ejemplo: la puerta de salida de esa vieja era el marido que volvería al día siguiente, eran personas conocidas, era su empleada, era la plegaria intensa y fructífera frente a la desesperación. Ángela se dijo como si se mordiera rabiosamente: tiene que haber una puerta de salida. Tanto para mí como para doña María Rita.
Yo no puedo detener el tiempo, pensó María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo. Fracasé. Estoy vieja. Y fingió leer el diario sólo para recuperar la compostura.
Quiero sombra, gimió Ángela, quiero sombra y anonimato.
La vieja pensó: su hijo era tan bondadoso, tan cálido de corazón, tan cariñoso. La llamaba «mamacita». Sí, tal vez pase el resto de mi vida en la hacienda, lejos de la public relations que no me necesita. Y mi vida será muy larga, a juzgar por mis padres y abuelos. Podía alcanzar, fácil, fácil, los cien años, pensó confortablemente. Y morir de repente para no tener tiempo de sentir miedo. Se persignó discretamente y pidió a Dios una buena muerte.
Ulises, si tu cara fuera contemplada desde el punto de vista humano, serías monstruoso y feo. Era lindo desde el punto de vista de perro. Era vigoroso como un caballo blanco y libre, sólo que era castaño suave, anaranjado, color de whisky. Pero su pelo es lindo como el de un enérgico y empinado caballo. Los músculos del pescuezo eran vigorosos y se podían tocar con manos de dedos sabios. Ulises era un hombre. Sin mundo perro. Era delicado como un hombre. Una mujer debe tratar bien al hombre.
El tren entrando en el campo: los grillos cantaban agudos y ásperos.
Eduardo, una que otra vez, sin gracia, como quien se ve forzado a cumplir una función, le dio de regalo un gélido diamante. Ella habría preferido brillantes. En fin, suspiró ella, las cosas son como son. A veces, cuando miraba desde lo alto de su apartamento, tenía deseos de suicidarse. Ah, no por Eduardo, sino por una especie de fatal curiosidad.
No se lo contaba a nadie, por miedo de influir en un suicida latente. Ella quería la vida, vida plana y plena, formidable, leyendo sin ocultarse los artículos de Selecciones. Quería morir sólo a los noventa años, en medio de un acto de vida, sin sentir. El fantasma de la locura nos ronda. ¿Qué es lo que haces? Estoy esperando el futuro.
Cuando finalmente el tren se puso en movimiento, Ángela Pralini encendió el cigarrillo con un aleluya: tenía miedo de que mientras el tren no saliera, no tuviera el coraje de irse y terminara por bajar del vagón. Pero ya estaban sujetos los amortiguadores y las ruedas daban repentinos sobresaltos. El tren marchaba. Y la vieja María Rita suspiraba: estaba más cerca del hijo amado. Con él podría ser madre, ella que estaba castrada por su hija.
Una vez que Ángela tuvo dolores menstruales, Eduardo intentó, sin mucha gracia, ser cariñoso. Y le dijo una cosa horrorosa: estás enferma, ¿no? Se ruborizaba de vergüenza.
El tren corría cuanto podía. El maquinista feliz: así era bueno, y pitaba a cada curva del camino. Era un largo y grueso silbido de tren en marcha, ganando terreno. La mañana era fresca y llena de hierbas altas y verdes. Así, sí, vamos hacia delante, dijo el maquinista a la máquina. La máquina respondió con alegría.
La vieja era nada. Y miraba hacia el aire como se mira a Dios. Estaba hecha de Dios. Es decir: todo o nada. La vieja, pensó Ángela, era vulnerable. Vulnerable al amor, al amor de su hijo. La madre era franciscana, la hija polución.
Dios, pensó Ángela, si existes, ¡muéstrate! Porque llegó la hora. Es en esta hora, en este minuto y en este segundo.
Y el resultado fue que tuvo que ocultar las lágrimas que le vinieron a los ojos. Dios de algún modo le respondía. Ella estaba satisfecha y se tragó un sollozo ahogado. Vivir cómo dolía. Vivir era una herida abierta. Vivir es ser como mi perro. Ulises no tenía nada que ver con el Ulises de Joyce. Intenté leer a Joyce pero no seguí porque era pesado, disculpa, Eduardo. Sólo que un pesado genial. Ángela estaba amando a la vieja que era nada, la madre que le faltaba. Madre dulce, ingenua y sufriente. Su madre que murió cuando ella tenía nueve años de edad. Aun enferma, pero viva, servía. Aun paralítica, servía.
Entre ella y Eduardo el aire tenía gusto de sábado. Y de pronto los dos eran raros, la rareza en el aire. Ellos se sentían raros, no formando parte de las mil personas que iban por la calle. Los dos a veces eran cómplices, tenían una vida secreta porque nadie los comprendía. Y también porque los raros son perseguidos por el pueblo que no tolera la insultante ofensa de los que se diferencian. Escondían su amor para no herir a los otros con la envidia. Para no herirlos con un resplandor demasiado luminoso para los ojos.
Guau, guau, guau, ladró mi perro. Mi gran perro.
La vieja pensó: soy una persona involuntaria. Tanto que, cuando reía —lo que no ocurría a menudo—, nadie sabía si reía o lloraba. Sí. Ella era involuntaria.
Mientras tanto, Ángela Pralini se sentía efervescente como las burbujitas del agua mineral Caxambú: de repente. Así: de repente. ¿De repente qué? Sólo de repente. Cero. Nada. Tenía treinta y siete años y pretendía a cada instante volver a empezar su vida. Como las burbujitas efervescentes del agua Caxambú. Las siete letras de Pralini le daban fuerza. Las seis letras de Ángela la volvían anónima.
Con un largo silbido aullante, se llegaba a la pequeña estación donde Ángela Pralini descendería. Agarró su valija. En el espacio entre la gorra del empleado y la nariz de una joven, estaba la vieja durmiendo inflexible, con la cabeza derecha bajo el sombrero de fieltro, una mano cerrada sobre el diario.
Ángela bajó del vagón.
Naturalmente, eso no tenía la menor importancia: hay personas que siempre se arrepienten, es un rasgo de ciertas naturalezas culpables. Pero la dejó perturbada la imagen de la vieja cuando despertara, la visión de su rostro espantado frente al banco vacío de Ángela. Al fin, nadie sabía si se había dormido por confianza en ella.
Confianza en el mundo.
Clarise Lispector, Onde estivestes de noite (1974)
- Lispector, Clarice (Autor)
Relato breve de Vicente Huidobro: La hija del guardagujas
La casita del guardagujas está junto a la línea férrea, al pie de una montaña tan empinada que sólo algunos árboles especiales pueden escalonar a gatas, aferrándose con sus raíces afiladas, agarrándose a los terrones hasta llegar a la cumbre.
La casita de madera desvencijada a causa del estremecimiento constante y los fragores. La casita pequeña en un terraplén de veinte metros junto a tres líneas.
Allí vive el guardagujas con su mujer, contemplando pasar los trenes cargados de fantasmas que van de ciudad en ciudad. Cientos de trenes, trenes del norte al sur y trenes del sur al norte. Todos los días, todos los meses, todo el año. Miles de trenes con millones de fantasmas, haciendo crujir los huecos de la montaña.
La mujer, como buena mujer, le ayuda a enhebrar los trenes por el justo camino
La responsabilidad de tantas vidas satisfechas les ha puesto un gesto trágico en el rostro.
Apenas si pueden sonreír cuando se quedan como suspendidos mirando a su pequeña, una criatura de tres años, graciosa, delicada, con gestos de flor y de paloma.
Pasan los trenes con el fragor de hierros y largos metales arrastrados de toda una ciudad que soltara sus amarras, de tantos fantasmas desencadenados y ebrios de libertad.
La hija del guardagujas juega entre los trenes de su montaña con una confianza aterradora. Ignora que los niños ricos de la ciudad se entretienen con unos trenes pequeñitos como ratones sobre rieles de lata. Ella posee los trenes más grandes del mundo… y ya empieza a mirarlos con desprecio.
Es un encanto de niñita. Vive despreocupada, suelta como si no quisiera apegarse a nadie. Se diría que un tren la arrojó allí al pasar como por casualidad.
En cambio sus padres viven pendientes de ella, la contemplan, mientras todavía es tiempo, la miman, la adoran.
Ellos saben que un día la va a matar un tren.
Cuentos diminutos, La Nación. Suplemento, Santiago de Chile, 5 de noviembre de 1939, pág. 1
Relato corto de Sara Gallardo: Los trenes de los muertos
El rápido a Bahía Blanca arrastró al hijo del capataz de la cuadrilla que reparaba las vías. Era un hombre triste desde la muerte de su mujer; con esto se dio a beber.
El hijo estuvo un mes como dormido. Cuando volvió a su casa no era el mismo.
Rengo. Pero sobre todo ausente.
Se entregó a encender pequeñas fogatas.
Las alimentaba de día, de noche.
A veces levantaba los brazos dando un grito.
Una tarde, su padre llegó del almacén y se puso a llorar. ¿Qué hacía con esos fuegos, por Dios Santo? Causaban la compasión de los vecinos.
A la hora del accidente, dijo el niño, vi los trenes de los muertos.
Cruzándose como rayos sobre el mundo. Unos venían y otros iban y otros subían o bajaban sin dirección y sin destino. Vio en las ventanillas las caras de los muertos de este mundo. Lívidas caras con sonrisa, caras dobladas. Caras sujetas por telas que asfixian, manos que cuelgan, pelos de colores, electricistas, amas de hogar, sacerdotes, presidentes de compañías. Muertos en vida. Pómulos cubiertos de polvillo de hueso. Zarandeándose.
En trenes que refulgían como fantasmas que se levantan de pantanos. A cabezadas, rizos contra los vidrios, sin pedir ayuda, sin desearla. En una noche permanente, los trenes sin voz ni silbato, cruzándose. Sin señales, sin orden.
Se superponían, se sucedían, se cambiaban.
Nadie los oye ni los ve, volando en todas partes sobre el mundo.
El dolor que había visto era alegre junto al dolor en esos trenes. Vio, como si los tocara, que el frío congelaba a esos viajeros, igual que a los que duermen para siempre en los Andes. Y dentro de esos témpanos los ojos llamaban sin llamado.
Ponía señales para eso. Para los trenes de los muertos.
El país del humo (1977), Córdoba (República Argentina), Alción, 2003, págs. 185–186.
Relato corto de Sara Gallardo: Cosas de la vida
- Con punta de acero inoxidable pulido
- Con sistema de llenado de cartucho
- Cuenta con ventana de tinta
- Tiene clip de color plateado y anillo ornamental
Relato corto de Flannery O’Connor: El tren
De tanto pensar en el camarero casi se había olvidado de la litera. Le tocaba una de arriba. El hombre de la estación había dicho que podía darle una de las de abajo y Haze le había preguntado si no tenía de las de arriba. Al acomodarse en el asiento, Haze se había fijado en que, encima de su cabeza, el techo era redondeado. Ahí estaba la litera. Bajaban el techo y ahí estaba, y para subirte tenías que usar una escalera. No había visto ninguna escalera por ahí; supuso que las guardarían en el armario. El armario estaba justo por donde se entraba. Cuando se subió al tren había visto al camarero de pie, delante del armario, poniéndose la chaqueta del uniforme. Haze se había parado justo en ese instante, justo donde estaba.
La forma en que movía la cabeza era igual, y la nuca era igual, y el brazo lo tenía igual de corto. Se apartó del armario y miró a Haze, y Haze le vio los ojos y eran iguales; eran idénticos… así, de entrada, idénticos a los del viejo Cash, pero después eran diferentes. Se volvieron diferentes mientras los miraba; se endurecieron por completo.
–¿A… a qué hora bajan las camas? —farfulló Haze.
—Falta mucho todavía —contestó el camarero, y volvió a buscar otra vez dentro del armario.
Haze no supo qué más decirle. Se fue para su compartimento.
El tren era ahora una mancha gris que avanzaba rauda dejando atrás atisbos de árboles, campos veloces y un cielo inmóvil que se oscurecía mientras se alejaba. Haze reclinó la cabeza en el respaldo y miró por la ventanilla, la luz amarillenta del tren lo bañaba con su tibieza. El camarero había pasado dos veces: dos veces hacia atrás y dos veces hacia delante, y la segunda vez que había pasado hacia delante le había echado a Haze una mirada severa, y luego había seguido su camino sin decir nada; Haze se había dado la vuelta para verlo marchar tal como había hecho la vez anterior.
Hasta su forma de andar era igual. Todos los negros de la quebrada se parecían. Eran unos negros de un tipo muy personal, pesados y calvos, pura roca. En sus tiempos, el viejo Cash había pesado noventa kilos, sin un gramo de grasa, y no levantaba más de metro cincuenta y cinco del suelo. Haze quería hablar con el camarero. ¿Qué le comentaría el camarero cuando él le dijese: «Soy de Eastrod»? ¿Qué le diría él?
El tren había llegado a Evansville. Subió una señora y se sentó enfrente de Haze. Eso significaba que a ella le tocaría la litera que había debajo de la suya. La mujer comentó que le parecía que iba a nevar. Dijo que su marido la había llevado en coche hasta la estación y le había dicho que sería toda una sorpresa si no nevaba antes de que él estuviera de vuelta en casa. Tenía que recorrer quince kilómetros; vivían en las afueras. Ella iba a Florida, a visitar a su hermana. Nunca había tenido tiempo de hacer un viaje tan largo. La vida era así, las cosas iban pasando una detrás de la otra, y daba la impresión de que el tiempo volaba tanto que ya no sabías si eras joven o vieja. Puso una cara como si el tiempo la hubiese engañado al pasar el doble de deprisa cuando ella dormía y no podía vigilarlo. Haze se alegró de tener a alguien que le diera conversación.
Se acordó de cuando era niño, cuando su madre y él y los demás niños iban a Chattanooga en el ferrocarril de Tennessee. Su madre siempre se ponía a conversar con los demás pasajeros. Era como un viejo perro de caza al que acababan de soltar y salía corriendo, olía cada piedra y cada palo y olfateaba alrededor de cada objeto con el que se encontraba. Y además se acordaba de todos ellos. Años más tarde, de repente se preguntaba qué sería de aquella señora que iba a Fort West, o se preguntaba si el vendedor de biblias había conseguido sacar a su mujer del hospital. Sentía una especie de anhelo por la gente, como si lo que le pasaba a las personas con las que conversaba le pasara a ella. Era una Jackson. Annie Lou Jackson.
«Mi madre era una Jackson», dijo Haze para sus adentros. Había dejado de prestar atención a la señora, aunque seguía mirándola a la cara y ella creía que la escuchaba.
«Me llamo Hazel Wickers —dijo—. Tengo diecinueve años. Mi madre era una Jackson. Me crié en Eastrod, Eastrod, Tennessee». Pensó otra vez en el camarero. Le preguntaría al camarero. De pronto se le ocurrió que el camarero podía ser hijo de Cash. A Cash se le había fugado un hijo. Eso pasó antes de que Haze naciera. Aun así, seguro que el camarero conocía Eastrod.
Haze miró por la ventanilla y vio las negras siluetas giróvagas adelantándolo a toda velocidad. Si cerraba los ojos, entre cualquiera de ellas, distinguía Eastrod de noche, y lograba encontrar las dos casas con el camino en medio, y la tienda, y las casas de los negros, y aquel granero, y el trozo de valla que se internaba en el prado, entre gris y blanco, con la luna en lo alto. Era capaz de ver la cara de la mula suspendida encima de la valla y ahí la dejaba, para que sintiera la noche. El también la sentía. Sentía su suave caricia en el aire. Había visto a su mamá acercarse por el sendero y secarse las manos en el mandil que acababa de quitarse, la había visto aparecer sombría como si fuese la encarnación de la noche y luego de pie en la puerta: Haaazzzeee, Haaazzzeee, ven aquí. El tren lo decía por él. Quiso levantarse e ir a buscar al camarero.
—¿Vas para tu casa? —le preguntó la señora Hosen. Se llamaba señora de Wallace Ben Hosen; de soltera se apellidaba Hitchcock.
—¡Ummm! —exclamó Haze, sobresaltado—, me bajo en… me bajo en Taulkinham.
La señora Hosen conocía a algunas personas en Evansville que tenían un primo en Taulkinham… un tal señor Henrys, no estaba segura. Siendo de Taulkinham, Haze debía de conocerlo. ¿Alguna vez había oído hablar de…?
—Yo no soy de Taulkinham —refunfuñó Haze—. Yo no sé nada de Taulkinham.
No miró a la señora Hosen. Sabía lo que le iba a preguntar; vio venir la pregunta y vino:
—¿Y se puede saber dónde vives?
Quería huir de ella.
—Eso estaba allí —murmuró, revolviéndose en el asiento, Luego añadió—: Es que no m’acuerdo, estuve una vez pero… esta es la tercera vez que voy a Taulkinham —se apresuró a explicar; la cara de la mujer había surgido ante él y lo miraba con fijeza—, no volví más desde aquella vez que fui y yo tenía seis años. No sé na d’ese lugar. Una vez vi ahí un circo pero no…
Oyó un ruido metálico al final del vagón y se asomó para ver de dónde venía. El camarero iba bajando las paredes de los compartimentos del principio del vagón.
—Tengo que ver al camarero —dijo Haze, y escapó pasillo abajo.
No sabía qué le iba a decir al camarero. Cuando lo tuvo delante seguía sin saber qué le iba a decir.
—Supongo que se prepara pa hacerlas ya —comentó Haze.
—Así es —dijo el camarero.
—¿Cuánto tarda en hacer una? —preguntó Haze.
—Siete minutos —contestó el camarero.
—Yo soy de Eastrod —dijo Haze—. Soy de Eastrod, Tennessee.
—Pues eso no está en esta línea —le aclaró el camarero—. Te has equivocado de tren si cuentas con llegar a un sitio como ese.
—Voy a Taulkinham —dijo Haze—. Me crié en Eastrod.
—¿Quieres que te haga la litera ahora mismo? —le preguntó el camarero.
—¿Eh? —respondió Haze—. Eastrod, Tennessee. ¿Que n’oyó hablar de Eastrod?
El camarero bajó un lateral del asiento.
—Yo soy de Chicago —le dijo.
Echó las cortinas de ambas ventanillas y bajó el otro asiento. Hasta la nuca era la misma. Cuando se agachó, se le vieron tres pliegues. Era de Chicago.
—Estás justo en medio del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar —le dijo, y le dio la espalda a Haze.
—Me parece que mejor me voy a sentar un rato —dijo Haze sonrojándose.
Al regresar a su compartimento, notó que la gente lo observaba con atención. La señora Hosen miraba por la ventanilla. Se volvió y lo examinó con suspicacia; luego dijo que todavía no se había puesto a nevar, ¿verdad?, y soltó una parrafada.
Imaginaba que a esa hora su marido se estaría preparando la cena. Ella pagaba a una chica para que le hiciera la comida, pero para la cena se arreglaba solo. Le parecía que eso, de vez en cuando, no le hacía daño a ningún hombre. Al contrario, pensaba que a él le venía bien. Wallace no era gandul, pero no tenía ni idea de lo sacrificado que era ocuparse todo el santo día de la casa. La verdad es que no sabía cómo iba a sentirse en Florida con alguien sirviéndola todo el rato.
El camarero era de Chicago.
Hacía cinco años que ella no se tomaba vacaciones. La última vez había ido a ver a su hermana a Grand Rapids. El tiempo vuela. Su hermana se había mudado de Grand Rapids a Waterloo. Si llegaba a cruzarse ahí mismo con los hijos de su hermana, no sabía bien si iba a ser capaz de reconocerlos. Su hermana le había escrito que estaban tan grandes como su padre. Las cosas cambiaban deprisa, le decía. El marido de su hermana había trabajado en la compañía del agua de Grand Rapids, tenía un buen puesto, pero en Waterloo, se…
—Estuve allí la última vez —dijo Haze—. No me bajaría en Taulkinham si eso estuviera allí; se vino abajo como… no sé… como…
—Debes de estar pensando en otra Grand Rapids —le dijo la señora Hosen frunciendo el ceño—. La Grand Rapids de la que yo te hablo es una ciudad grande y está donde ha estado siempre.
Lo miró con fijeza un instante y luego continuó: cuando estaban en Grand Rapids se llevaban bien, pero en Waterloo él se dio a la bebida. Su hermana tuvo que sacar adelante la casa y educar a los niños. La señora Hosen no lograba entender cómo podía pasarse ahí sentado año tras año.
La madre de Haze nunca había hablado demasiado en el tren; más bien escuchaba. Era una Jackson.
Al cabo de un rato, la señora Hosen dijo que tenía hambre y le preguntó si quería acompañarla al vagón restaurante. Le dijo que sí.
El vagón restaurante estaba lleno y había gente esperando turno para entrar. Haze y la señora Hosen hicieron media hora de cola meciéndose en el estrecho pasillo; de cuando en cuando, se pegaban a los costados para dejar paso a un goteo de gente. La señora Hosen se puso a conversar con la mujer que tenía al lado. Haze miraba la pared con cara de tonto. Nunca se hubiera animado a ir solo al vagón restaurante; menos mal que había encontrado a la señora Hosen. Si ella no llegaba a estar hablando, él le hubiera contado con inteligencia que había estado allí la última vez y que el camarero no era de allí, pero que se parecía bastante a los negros de la quebrada, también se parecía al viejo Cash lo suficiente para ser su hijo. Se lo hubiera contado durante la comida. Desde donde estaba no se veía el vagón restaurante; se preguntó cómo sería por dentro. «Como un restaurante», imaginó. Pensó en la litera. Cuando terminara de comer, seguro que la litera estaba hecha y se podía subir a ella. ¿Qué diría su mamá si lo viera ocupando una litera en un tren? Seguro que ella nunca llegó a imaginar que eso iba a pasar. Cuando se acercaron un poco más a la entrada del vagón restaurante, vio el interior. ¡Era igualito a un restaurante de la ciudad! Seguro que su mamá nunca llegó a imaginar que sería así.
Cada vez que alguien salía del vagón restaurante, el encargado le hacía señas a las personas del principio de la cola; a veces le hacía señas a una sola persona, a veces a varias. Pidió que entraran dos personas, la cola avanzó y Haze, la señora Hosen y la mujer con la que conversaba quedaron al final del vagón restaurante, mirando hacia el interior. Al cabo de poco, se marcharon dos personas más. El hombre hizo una seña y entraron la señora Hosen y la mujer; Haze las siguió. El hombre detuvo a Haze y le dijo: «Dos nada más», y lo hizo retroceder hasta la puerta. Haze se puso colorado como un tomate. Intentó colocarse detrás de la persona que iba antes que él y luego intentó abrirse paso en la cola para regresar al vagón en el que viajaba, pero había demasiada gente apretujada cerca de la puerta. Tuvo que quedarse allí de pie y aguantar que todos lo miraran. Durante un rato nadie se marchó y tuvo que quedarse ahí de pie. La señora Hosen no volvió a fijarse en él. Al final, la señora que se encontraba al fondo del vagón restaurante se levantó y el encargado agitó la mano, Haze vaciló, vio la mano agitarse otra vez y entonces avanzó, recorrió el pasillo tambaleándose y, antes de llegar a su sitio, chocó contra dos mesas y se le cayó encima el café de alguien. No miró a las personas que estaban sentadas a su mesa.
Pidió lo primero que vio en el menú y, cuando se lo sirvieron, se lo comió sin pensar en lo que era. La gente con la que compartía mesa había acabado y notó que esperaban y, mientras, aprovechaban para verlo comer.
Cuando salió del vagón restaurante se sentía débil y las manos le temblaban solas, con movimientos imperceptibles. Era como si hubiera pasado un año desde que había visto al encargado hacerle señas para que se sentara. Se detuvo entre dos vagones; para despejarse inspiró hondo el aire frío. Funcionó. Cuando regresó a su vagón, todas las literas estaban montadas y los pasillos, oscuros y siniestros, flotaban envueltos en un verde espeso. Se dio cuenta otra vez de que tenía una litera, de las de arriba, y de que ya podía meterse en ella. Podía tumbarse y subir la persiana un poquito para mirar y vigilar —justo lo que pensaba hacer— y ver cómo pasaban las cosas de noche desde un tren en marcha. Podía observar la noche en movimiento.
Cogió el macuto, se fue al lavabo de caballeros y se puso la ropa de dormir. Un cartel indicaba que había que avisarle al camarero para subir a las literas de arriba. Se le ocurrió de repente que a lo mejor el camarero era primo de algunos de los negros de la quebrada; podía preguntarle si tenía algún primo en Eastrod, o en Tennessee. Fue pasillo abajo, a buscarlo. A lo mejor podían charlar un poco antes de que él se metiera en la litera. No encontró al camarero al final de vagón y se fue para la otra punta. Al ir a doblar chocó con algo pesado, color rosa, que lanzó un grito ahogado y masculló:
«¡Serás torpe!». Era la señora Hosen envuelta en un salto de cama rosa, con la cabeza llena de bigudíes. Se había olvidado de ella. Daba miedo verla con el pelo brillante, peinado para atrás y esos rizadores que parecían setas negras enmarcándole la cara.
Ella trató de avanzar y él quiso dejarla pasar, pero los dos se movieron a la vez. A ella se le puso la cara morada salvo por unas manchitas blancas que no se le encendieron.
Se puso tiesa, se quedó inmóvil y le preguntó:
—¿Se puede saber qué es lo que te pasa?
El se escurrió como pudo, salió corriendo pasillo abajo y chocó con tal fuerza contra el camarero que este perdió el equilibrio y él le cayó encima; la cara del camarero quedó muy cerca de la suya, era clavado al viejo Cash Simmons. Por un instante no pudo quitarse de encima del camarero por estar pensando en que era Cash, y musitó:
«Cash», y el camarero se lo sacó de encima, se levantó y se alejó pasillo abajo, a toda prisa, y Haze se incorporó como pudo, fue tras él y le dijo que quería subirse a su litera mientras pensaba: «Es pariente de Cash», y entonces, de repente, como si alguien se lo hubiera soltado cuando estaba distraído: «Este es el hijo que se le fugó a Cash». Y luego: «Conoce Eastrod y no quiere saber nada, no quiere hablar de eso, no quiere hablar de Cash».
Se quedó mirando mientras el camarero le ponía la escalera para subir a la litera; luego subió sin dejar de mirar al camarero; veía a Cash, aunque distinto, no tenía los mismos ojos, y cuando estaba a medio subir, dijo, sin dejar de mirar al camarero:
—Cash está muerto. Un puerco le pegó el cólera.
El camarero se quedó con la boca abierta y, observando a Haze con desdén, masculló:
—Soy de Chicago. Mi padre era empleado del ferrocarril.
Haze se le quedó mirando y se echó a reír: un negro empleado de ferrocarril; y rió otra vez y el camarero apartó la escalera con un movimiento del brazo tan brusco que Haze tuvo que agarrarse de la manta.
Se acostó boca abajo en la litera, temblando por la forma en que había subido. El hijo de Cash. De Eastrod. Pero que no quería saber nada de Eastrod, que odiaba Eastrod.
Siguió acostado boca abajo durante un rato, sin moverse. Era como si hubiese pasado un año desde que se había caído en el pasillo encima del camarero.
Al cabo de un rato se acordó de que, en realidad, estaba en la litera, se dio la vuelta, encendió la luz y miró a su alrededor. No había ventana.
En la pared del costado no había ninguna ventana. No se subía hacia arriba para convertirse en ventana. No había ninguna ventana disimulada en la pared. Había como una red de pesca en toda la pared del costado, pero no había ninguna ventana. Por un instante, se le pasó por la cabeza que eso era obra del camarero: le había dado esa litera que no tenía ventana, solo una red de pesca colgando a lo largo, porque lo odiaba. Seguro que eran todos iguales.
El techo encima de la litera era bajo y curvo. Se acostó. El techo curvo daba la impresión de no estar bien cerrado; daba la impresión de estar cerrándose. Se quedó acostado un rato, sin moverse. Notó en la garganta como una esponja con sabor a huevo. En la cena había tomado huevos. Ahora los notaba en la esponja que tenía en la garganta. Justo en la garganta los tenía. No quería darse la vuelta, tenía miedo de que se movieran; quería que la luz estuviera apagada; quería que estuviera oscuro.
Levantó la mano sin darse la vuelta, tanteó en busca del interruptor, le dio y la oscuridad le cayó encima, y después se hizo menos intensa por la luz que se filtraba por el espacio sin cerrar, como de un palmo. Quería que la oscuridad fuera completa, no que estuviera diluida. Oyó al camarero acercarse por el pasillo, sus pasos mullidos en la alfombra, avanzaba sin pausa, rozando las cortinas verdes, luego los pasos se fueron perdiendo a lo lejos hasta que no se oyeron más. El camarero era de Eastrod.
Era de Eastrod pero no quería saber nada de ese lugar. Cash no lo hubiera reclamado.
No lo hubiera querido. No hubiera querido nada que llevara una chaquetilla blanca y ajustada y anduviera con una escobilla en el bolsillo. La ropa de Cash tenía la misma pinta que si la hubiesen guardado un tiempo debajo de una piedra; y olía como los negros. Pensó en cómo olía Cash, pero el olor que le vino era el del tren. En Eastrod ya no quedaban negros de la quebrada. En Eastrod. Al entrar por el camino vio en la oscuridad, en la penumbra, la tienda de comestibles cerrada con tablas y el granero abierto donde la oscuridad andaba suelta, y la casa más pequeña medio desmontada, sin porche ni suelo en la entrada. Se suponía que debía ir a casa de su hermana en Taulkinham la última vez que estuvo de permiso, al volver del campamento de Georgia, pero no quería ir a Taulkinham y había regresado a Eastrod pese a que sabía lo que se iba a encontrar: las dos familias desperdigadas por los pueblos y hasta los negros que vivían en el camino se habían marchado a Memphis, a Murfreesboro y a otros sitios. Él había vuelto a dormir en la casa, en el suelo de la cocina, y del techo se había desprendido una tabla que le había caído en la cabeza y hecho un corte en la cara. Pegó un salto, como si notara la tabla, y el tren dio una sacudida, se detuvo y volvió a arrancar. Recorrió la casa para comprobar que no quedara nada que conviniera llevarse.
Su mamá siempre dormía en la cocina y guardaba allí su ropero de nogal. En ninguna parte había otro ropero así. Su mamá era una Jackson, había pagado treinta dólares por aquel ropero y no había vuelto a comprarse nada grande. Y ahí se lo dejaron. Él calculó que en el camión no había quedado sitio para llevarlo. Abrió todos los cajones.
En el de arriba de todo encontró dos trozos de bramante y nada en los demás. Le pareció raro que no hubiera entrado nadie a robar un ropero como aquel. Cogió el bramante, ató las dos patas a unas tablas sueltas del suelo y dejó una hoja de papel en cada uno de los cajones: ESTE ROPERO PERTENECE A HAZEL WICKERS. NO ROBAR. AL QUE LO ROBE LO VOY A PERSEGUIR Y LO VOY A MATAR.
Así ella descansaría mejor sabiendo que el mono estaba protegido de alguna manera.
Si ella llegaba a buscarlo por la noche, lo vería. Haze se preguntó si alguna vez su mamá caminaba de noche y pasaba por ahí… si pasaba con aquella expresión en la cara, inquieta y fija, si subía por el sendero y recorría el granero abierto por todas partes y si se paraba en la penumbra, cerca de la tienda de comestibles cerrada con tablas, si se acercaba intranquila con aquella expresión en la cara como la que él le había visto a través de la grieta cuando la bajaban. Le había visto la cara a través de la grieta cuando le ponían la tapa, había visto la sombra que le nubló la cara y le hizo torcer la boca como si no estuviera contenta de descansar, como si fuera a levantarse de un salto, apartar la tapa y salir volando como un espíritu que iba a estar satisfecho, pero ellos encerraron dentro al espíritu. A lo mejor ella iba a salir volando de ahí dentro, a lo mejor iba a levantarse de un salto; tremenda, como un enorme murciélago que se colaba por la rendija, la vio salir volando de ahí pero la oscuridad caía sobre ella, se cerraba todo el tiempo, se cerraba; desde dentro la vio cerrarse, acercarse más y más, tapando la luz y el cuarto y los árboles que se veían por la ventana, por la rendija que se cerraba más deprisa, más negra. Abrió los ojos, vio que la tapa bajaba, se levantó de un salto, se coló por la grieta y se quedó ahí moviéndose, qué mareo, la tenue luz del tren le permitió ver poco a poco la alfombra del suelo, moviéndose, qué mareo. Se quedó ahí, mojado y frío, y vio al camarero en el otro extremo del vagón, una silueta blanca en la oscuridad, ahí de pie, observándolo sin moverse. Las vías describieron una curva y él, mareado, cayó de espaldas en la intensa calma del tren.
Historia corta de Francisco Rodríguez Criado: Los trenes fantasma
Cada tarde, al salir del colegio, mis compañeros y yo echábamos a correr en dirección a la estación de ferrocarril, que estaba en las afueras, muy cerca del barrio de los mineros. Allí fue donde empezamos a fumar a hurtadillas los primeros cigarrillos. Nos gustaba poner monedas sobre la vía a la espera de que el tren las deformara a su paso. El guardabarreras siempre nos regañaba, por el asunto de las monedas y por otras travesuras, y como le hacíamos burla acabó por tomarnos ojeriza. Por suerte teníamos buenas piernas y nunca nos pillaba a la carrera.
Pasábamos las horas muertas en la estación, ese mundo nuevo para nosotros donde la gente iba y venía con sus maletas y sus sueños, y donde las parejas se escondían tras el muro del deseo para que nadie pudiera sorprenderlas mientras se besaban.
Era como el cine. Un cine sin taquilla, sin butacas, sin acomodador, un cine al aire libre.
En mi afán por contribuir al séptimo arte, imaginaba que cuando fuese mayor tendría una novia rubia muy guapa, de piel blanquecina, los ojos claros, una de esas extranjeras del Este que te miran desde las alturas… cuando te miran. Mi extranjera vendría y se iría en tren, claro. Para que pudiéramos llenar unos minutos del metraje con ventanas, despedidas y besos.
Volviendo a la realidad, la estación era nuestra segunda casa. Y la de aquellos hombres olvidados, de mediana edad, que se agrupaban en el andén o a la puerta de la cafetería para hablar de sus cosas. Hombres como otros cualesquiera, sombras de sí mismos, hombres descoloridos y un poco agrietados, siempre con los zapatos zurcidos por el pasado y los ojos nublados por la desidia.
Pero ocurrió que un día los trenes comenzaron a llegar vacíos. Nosotros nos empinábamos para mirar por las ventanillas tratando de averiguar qué ocurría en su interior… Nunca conseguimos ver a un solo pasajero. Tampoco al conductor, cuya cabina estaba igualmente vacía. ¿Quién se encargaba, pues, de conducir aquellas máquinas? Nadie lo sabía.
En el ayuntamiento se celebró un pleno para tratar la cuestión. El partido gobernante dijo que no tenía sentido permitir la entrada en la estación de trenes fantasma. Querían derribar la estación porque “se había quedado obsoleta”. “Es un gasto innecesario –añadían–. Podríamos hacer un jardín botánico que ocupara su lugar”. Pero la oposición, como corresponde, se negó en rotundo. Los trenes vacíos, obstinados, continuaron bramando desde el horizonte.
Ante la falta de clientela se cerró la cafetería y el quiosco de las revistas, y se trasladó la parada de taxis al centro urbano.
Los chicos dejamos de ir a la estación.
Yo soy el único que se atrevería, muchos años después, a subir a uno de aquellos trenes. “Ahora sabremos qué demonios pasa”, me dije. Convoqué a los periodistas. Los curiosos se apelotonaron en el andén, ansiosos de conocer mi veredicto tras la ronda de reconocimiento. Abrí la puerta con mucho esfuerzo. Y con miedo… ¿Y qué había allí? Nada. Nadie. Polvo. Olvido. Ventanas empañadas de ausencia durante años.
El aire era turbio y olía a perros muertos.
Una triste imagen, aquella.
Al bajar, todos me abordaron con agitación.
–¿Qué has visto?
–¿Es cierto que está vacío?
–¿Quién lo conduce?
–¿Adónde se dirige?
Aseguré con desparpajo que aquellos vagones estaban atestados de pasajeros: artistas, cantantes, músicos, pintores, escultores, empresarios… E incluso había una princesa muy elegante que fumaba cigarrillos largos y cubría sus finas manos en guantes rojos de seda.
–¿No habéis escuchado la música de la orquesta? Tienen un violinista francés muy bueno –añadí–. Según me ha contado el revisor, es famoso en el mundo entero.
Se sintieron felices al escuchar mi crónica.
Desde aquella tarde la cafetería y los taxistas de la estación no dan abasto en atender las demandas de los numerosos pasajeros que nuevamente bajan y suben al tren. Cada tarde los observo con fruición mientras, sentado en un banco del andén, espero la llegada de mi rubia del Este.
Cuento de Fredric Brown: El último tren
Eliot Haig estaba sentado solo en un bar, del mismo modo que antes se había sentado solo en muchos bares, mientras afuera caía el crepúsculo, un extraño crepúsculo. El interior de la taberna estaba en penumbra y sombrío, casi más que el exterior. El espejo azul de la barra aumentaba este efecto en él. Haig creía verse como en la pálida luz de una melancólica luna. Se vio a sí mismo pálida pero claramente; no doble, a pesar de los tragos que había bebido, sino solo. Tremendamente solo. Y, como siempre que bebía durante varias horas seguidas, pensó: «Quizás esta vez lo haga».
Ello era impreciso y grandioso: quería decir todo. Significaba dar un gran salto de una vida a otra, lo que durante tanto tiempo había proyectado. Significaba, simplemente, dejar plantado a un picapleitos moderadamente triunfador llamado Eliot Haig, dejar plantadas todas las mezquinas complicaciones de su vida, los enredos personales, la trapacería legal que se encontraba dentro del carácter de la ley o imperceptiblemente fuera; significaba cortar el cable del hábito que le ataba a una existencia que se había vuelto sin sentido, designio o incentivo.
La melancólica imagen le deprimió y sintió, con más fuerza que de costumbre, la necesidad de moverse, de ir a otra parte aunque sólo fuese por otra copa. Bebió el último sorbo de su whisky con soda y hielo, y bajó del taburete hasta el suelo firme.
–Adiós, Joe –dijo, y caminó hacia la entrada.
El tabernero comentó:
–En alguna parte debe de haber un gran incendio. Mire el cielo. Me pregunto sí será en los depósitos de madera del otro lado del pueblo.
El tabernero estaba asomado a la ventana de delante y miraba hacia fuera y hacia arriba.
Después de atravesar la puerta, Haig miró hacia arriba. El cielo tenía un tono gris rosado, como el del resplandor de un fuego lejano. Desde donde estaba vio que cubría todo el firmamento y que no había indicios respecto al origen del incendio.
Anduvo sin rumbo fijo hacia el sur. El silbido lejano de una locomotora llegó hasta sus oídos y le trajo recuerdos.
«¿Por qué no? –pensó–. ¿Por qué no esta noche?»
El viejo impulso –espectro de miles de noches insatisfactorias– era más poderoso esta noche. Incluso en ese momento andaba hacia la estación del tren; pero lo había hecho antes a menudo. A menudo había llegado al extremo de presenciar la salida de los trenes y pensar, mientras miraba: «Debería estar en ese tren». Nunca había subido a ninguno.
A media calle de la estación oyó el sonido de la campana, el resoplido del vapor y el arranque del tren. Lo habría perdido, si hubiese tenido el valor de tomarlo.
Y súbitamente comprendió que esta noche era distinta, que esta noche lo haría realmente. Sólo con la ropa que llevaba puesta, con el dinero que tuviera en los bolsillos. Exactamente como se lo había propuesto siempre: la salida limpia. Que ellos informaran de su desaparición, que se hicieran preguntas, que alguien enderezara la enredada maraña en que se convertirían súbitamente sus actividades profesionales sin él.
Walter Yates estaba delante de la puerta abierta de su taberna, a pocos pasos de la estación. Dijo:
–Hola, señor Haig. Esta noche hay una hermosa aurora boreal. La mejor que he visto en mi vida.
–¿De eso se trata? – preguntó Haig–. Creí que era el reflejo de un gran incendio.
Walter meneé la cabeza.
–No. Mire hacia el norte; allí donde el cielo parece trémulo. Es la aurora.
Haig se volvió y miró hacia el norte. El resplandor rojizo en esa dirección era. Sí, la palabra «trémulo» lo describía bien. También era hermoso, pero algo atemorizante, aunque uno supiera de qué se trataba.
Se volvió nuevamente y pasó junto a Walter para entrar en la taberna, al tiempo que preguntaba:
–¿Tiene un trago para un sediento?
Más tarde, mientras revolvía su whisky con una varilla de cristal, inquirió:
–Walter, ¿a qué hora sale el próximo tren?
–¿Hacia adónde?
–Hacia cualquier parte.
Walter levantó la mirada hasta el reloj.
–Dentro de pocos minutos. Entrará en cualquier momento.
–Demasiado pronto; quiero terminar esta copa. ¿Y el siguiente?
–Hay uno a las diez y catorce. Quizá sea el último de esta noche. Quiero decir, hasta medianoche; como cierro a esa hora, no lo sé.
–¿Adónde…? Espere, no me diga adónde va. No quiero saberlo. Pero viajaré en él.
–¿Sin saber adónde va?
–Sin preocuparme adónde va – corrigió Haig –. Escuche, Walter, hablo en serio. Quiero que haga algo por mí: si se entera por los periódicos de que he desaparecido, no diga a nadie que esta noche estuve aquí ni lo que hablé. No quería contárselo a nadie.
Walter asintió sabiamente.
–Puedo mantener cerrado el pico, señor Haig. Ha sido un buen cliente. No lo rastrearán a través de mí.
Haig se balanceó ligeramente en el taburete. Sus ojos se fijaron en el rostro de Walter y vieron la ligera sonrisa. Había una obsesionante sensación de familiaridad en esa conversación. Era como si se hubiesen pronunciado las mismas palabras con anterioridad, como si hubiese obtenido la misma respuesta. Bruscamente preguntó:
–Walter, ¿le he dicho esto antes? ¿Cuántas veces?
–Seis… Ocho… Quizá diez veces. No me acuerdo.
–Dios –musitó Haig suavemente. Fijó la mirada en Walter el rostro de éste se desdibujó y se separó en dos caras y sólo un esfuerzo logró reunirlas en una ligeramente sonriente, irónicamente tolerante. Ahora supo que habían sido más de diez veces –. Walter, ¿soy un borracho?
–Señor Haig, yo no diría eso. Bebe mucho, pero…
Ya no quería mirar a Walter.
Fijó la vista en su vaso y vio que estaba vacío. Pidió otro y, mientras Walter le servía, se observó en el espejo situado detrás de la barra. Gracias a Dios, aquí no había un espejo azul. Era bastante malo ver dos imágenes de sí mismo en un espejo común; las imágenes gemelas, Haig y Haig, sólo que ahora ésa era ya una broma gastada y uno de los motivos por que iba a coger ese tren. Iba a… Por Dios, borracho o sobrio viajaría en ese tren.
Sólo que esa frase también tenía un tono de inquietante familiaridad.
¿Cuántas veces?
Fijó la mirada en un vaso lleno hasta la cuarta parte y a la vez siguiente estaba lleno hasta la mitad y Walter decía:
–Señor Haig, tal vez es un incendio, un gran incendio; se vuelve demasiado brillante para ser una aurora. Saldré un segundo.
Pero Haig permaneció en el taburete y cuando volvió a mirar, Walter estaba de nuevo detrás de la barra y manipulaba los botones de la radio.
–¿Es un incendio? – preguntó Haig.
–Tiene que serlo. Pondré el noticiero de las diez y cuarto y lo averiguaré. – La radio emitía música de jazz, un clarinete agudo e inquieto sobre los bronces enmudecidos y los agitados tambores –. Estará dentro de un minuto; es en esta estación.
–Estará dentro de un minuto… –Estuvo a punto de caer mientras bajaba del taburete –. ¿Entonces son las diez y catorce?
No esperó respuesta. El suelo pareció inclinarse ligeramente mientras se dirigía hacia la puerta abierta. Sólo unos pocos pasos y estaría en la estación. Podría alcanzarlo; realmente podría alcanzarlo. De repente era como si no hubiese bebido una sola gota y su mente estuviese despejada como el cristal, al margen de que sus pies trastabillaran. Y los trenes rara vez partían al minuto exacto y Walter pudo decir «en un minuto» refiriéndose a tres, dos o cuatro minutos. Existía una posibilidad.
Cayó en los escalones pero se levantó y continuó, perdiendo unos pocos segundos. Pasó junto a la taquilla – podría comprar el billete en el tren – y atravesó las puertas de atrás hasta el andén, las vías y el farol trasero rojo de un tren que se alejaba a pocos pero irremediables metros de distancia. Diez, cien metros. Se perdía.
El jefe de estación estaba al borde del andén y miraba el tren que se alejaba.
Debió de oír las pisadas de Haig; dijo por encima del hombro:
–Es una pena que lo haya perdido. Era el último.
Súbitamente Haig vio el lado gracioso del asunto y empezó a reír. Simplemente era demasiado ridículo para tomarse en serio la estrechez del margen por el cual había perdido ese tren. Además, habría uno temprano. Lo único que tenía que hacer era volver a la estación y esperar hasta que… preguntó:
–¿A qué hora sale el primero de mañana?
–Usted no lo entiende –respondió el jefe de estación.
Se volvió por primera vez y Haig vio su rostro contra el cielo carmesí y flameante.
–No lo entiende –repitió–. Ese era el último tren.
- Brown, Fredric (Autor)
- Brown, Fredric (Autor)
Historia breve de Thomas Bernhard: Tren de la mañana
Sentados en el tren de la mañana, miramos por la ventanilla precisamente cuando pasamos por el barranco al que, hace quince años, cayó el grupo de colegiales con el que íbamos de excursión a la cascada, y pensamos en que nosotros nos salvamos pero los otros, sin embargo, están muertos para siempre. La profesora que llevaba a nuestro grupo a la cascada se ahorcó inmediatamente después de la sentencia de la Audiencia de Salzburgo, que fue de ocho años de prisión. Cuando el tren pasa por ese sitio, oímos, con los gritos del grupo, nuestros propios gritos.
El imitador de voces (1978), trad. Miguel Sáenz, Madrid, Alfaguara, 1999, pág. 33.
Cuento de Juan José Arreola: El guardagujas
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:
–Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
–¿Lleva usted poco tiempo en este país?
–Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
–Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros –y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
–Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
–Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
–¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
–Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
–Por favor…

–Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
–Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
–Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
–¿Me llevará ese tren a T.?
–¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
–Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
–Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
–Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…
–El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
–Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
–Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.
–¿Cómo es eso?
–En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera –es otra de las previsiones de la empresa– se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
–¡Santo Dios!
–Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
–¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
–Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
–¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
–¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.
–¿Y la policía no interviene?
–Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
–Pero una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas contingencias?
–Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.
–Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
–Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.
–¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
–Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.
–¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
–Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
–En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.
–¿Y eso qué objeto tiene?
–Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
–Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
–Yo, señor, sólo soy guardagujas1. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
–¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
–¿Es el tren? –preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
–¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
–¡X! –contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
Confabulario, 1952
Narrativa completa, México D.F., Alfaguara, 1997, págs. 200–206
[Véase del mismo autor y en esta sección, LA MIGALA]
GALLETITAS, un cuento de Jorge Bucay
A una estación de trenes llega una tarde, una señora muy elegante. En la ventanilla le informan que el tren está retrasado y que tardará aproximadamente una hora en llegar a la estación.
Un poco fastidiada, la señora va al puesto de diarios y compra una revista, luego pasa al kiosco y compra un paquete de galletitas y una lata de gaseosa.
Preparada para la forzosa espera, se sienta en uno de los largos bancos del andén. Mientras hojea la revista, un joven se sienta a su lado y comienza a leer un diario. Imprevistamente la señora ve, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, agarra el paquete de galletitas, lo abre y después de sacar una comienza a comérsela despreocupadamente.
La mujer está indignada. No está dispuesta a ser grosera, pero tampoco a hacer cuenta de que nada ha pasado; así que, con gesto ampuloso, toma el paquete y saca una galletita que exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente.
Por toda respuesta, el joven sonríe… y toma otra galletita.
La señora gime un poco, toma una nueva galletita y, con ostensibles señales de fastidio, se la come sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho.
El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora cada vez más irritada, el muchacho cada vez más divertido.
Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete queda sólo la última galletita. “No podrá ser tan caradura”, piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletitas.
Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galletita y, con mucha suavidad, la corta exactamente por la mitad. Con su sonrisa más amorosa le ofrece media a la señora.
–¡Gracias! –dice la mujer tomando con rudeza la media galletita.
–De nada –contesta el joven sonriendo angelical mientras come su mitad.
El tren llega.
Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: “Insolente”.
Siente la boca reseca de ira. Abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado, su paquete de galletitas… ¡Intacto!
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