Relatos narrados por un personaje muerto

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En esta sección os ofrecemos cuentos breves narrados por un personaje que cumple una curiosidad: está muerto.

Aquí podemos leer historias cortas narradas por un muerto como «Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido», del argentino Oliverio Girondo, «Monólogo de un muerto», del autor italiano Giorgio Manganelli, «Mi entierro. Discurso de un loco», de Leopoldo Alas «Clarín», e «Historia de un muerto narrado por él mismo», de Alejandro Dumas, padre. (Recordemos que su hijo también fue escritor), que nos hace llegar una narración con un título de por sí explícito: «Historia de un muerto contada por sí mismo».

Últimos textos publicados: 4 cuentos narrados por un personaje muerto de Alejandro Barrón.

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4 cuentos de Alejandro Barrón

Los errantes

Las luces parpadearon por un momento brevísimo. Parpadearon de nuevo y enseguida se encendieron. El aire acondicionado también se encendió. Habíamos estado en la penumbra por un buen rato. El vagón comenzó a moverse, a avanzar. Por momentos se detenía. Una chispa por aquí y otra por acá. Cuando por fin salió al exterior por el paso a desnivel, la ciudad era otra. Cuatro de los edificios más emblemáticos habían desaparecido, las avenidas estaban quebradas, tres socavones inmensos habían nacido caprichosamente. El ambiente estaba infecto, y el aire olía a cadáver, a nuestros cadáveres, porque en teoría cuando nos sacaron de allá adentro, ya nadie estaba vivo.

Prófugo

El efecto había pasado y abrí los ojos en el último instante, me habría gustado gritar para que me sacaran cuanto antes, pero lo cierto es que no deseaba estar más en este mundo. Me mordí la lengua hasta partirla en dos y conseguí ahogarme con mi propia sangre. Nadie se enteró, afuera seguían llorando mi primera muerte. Lo último que escuché fue la tierra que caía sobre mi ataúd.

Aparición

Fue una visión extraña la que tuve me vi a mí mismo caminar hacia el granero, echar la soga entre la viga, hacerme el nudo y dejarme caer. Por suerte desperté a tiempo de ese raro sueño, –dijo el granjero. Pero nadie reparó en su presencia.

Los olvidados

—… de pronto se volvió loco y pegó fuego a todo. El incendio comenzó en la biblioteca. Había atrancado las puertas de la casa, lo tuvo premeditado. Se vino abajo la mole y la cosa se consumió en menos de dos horas.

—¿Y qué pasó después?

—Después vinieron ustedes y sacaron lo poco que había quedado de nosotros…

Alejandro Barrón

Cuento breve de Oliverio Girondo: Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

Oliverio Girondo.

(Agradecemos a Alejandro Barrón la recomendación del cuento de Girondo).

Monólogo del muerto (un relato corto Giorgio Manganelli)

¡Eh! ¡Qué golpe! Bueno, debo decir que podía haberme ido peor; sólo una contusión aquí, y ni siquiera me duele, apenas –no, nada grave–. Y qué silencio ahora: parece que dejaron de disparar. Podía haber ido peor, mucho peor. Ah, eso es: no creía que fuese tan simple. El golpe ya no me duele, pero igual me dieron. Y quedé seco. Muerto. Es curioso: lo digo: me mataron. Y sí, me mataron. Qué silencio; ahora disparan allá arriba, no, no oigo nada, pero se ven los rastros blancos de los disparos. Qué extraño, y nosotros vaya uno a saber qué creemos que sea morir. Simple, muy simple, de verdad; ¿y quién no podría imaginarlo? ¿Cómo te la imaginabas? Ya sé, los ángeles, los santos, Dios, María, el tribunal celestial y todo eso. Ahora estoy muerto, así de simple, y no pasa nada. Sin embargo algo puede pasar de un momento a otro. Creo que es así. Estoy en el más allá, por lo tanto el más allá existe. Por lo tanto existe todo el resto: el tribunal, el paraíso, el infierno, el purgatorio. Imagino que sólo es cuestión de tiempo; debe de haber tantos muertos, a lo mejor hay un embotellamiento, pero luego vendrán a buscarme. ¿Y qué dirás, eh, Francisco? ¿Qué dirás?

Nada, esperaré a que ellos me pregunten. Callaré, trataré de callar; después de todo, este asunto no lo busqué yo. Me decían cuando era chico que los muertos de guerra van al paraíso. ¡Figúrate! ¿Por qué no?

Pero veamos un poco: cuando venga el ángel a decirme ven, te toca a ti, ¿yo qué haré? Sentémonos aquí. Aquí estoy, yo, Francisco. Bello no, nunca fui bello, pero cierta gracia tenía aquel cuerpo flaco. ¿Cuánto durará la putrefacción? Una lástima. No, no pensar en eso; ahora no hay que tener pensamientos malignos, nos jugamos la vida entera, ¿no es así? Bien, Señor, te diré, no soy un santo, pero conocí gente peor que yo –me parece el tono apropiado, humildad, bondad, confianza; sí, es cierto, andaba con mujeres–, pero Señor, ¿a cuántos muertos de veinticinco años debes juzgar?; eso es, apelar al sentimiento, el muerto joven, bien, bien. Y andaba con mujeres, pero sabes que nunca me metí en líos con ninguna –no, mejor dejémoslo–. Nunca fui violento con una mujer, ni siquiera cuando bebía. Sí, bebía, pero la guerra, los amigos, el cansancio, Señor, ¿crees que vivir es fácil? ¿Siempre llevando encima el miedo a la muerte? Decirlo es fácil: la muerte; pero tú, Señor, siempre has sabido lo que era; sí, a nosotros también nos contaron muchas cosas, ¿pero quién podía darlas por ciertas? No, no, no era fácil. Entonces se bebía, se miraban mujeres, se trataba de hacer esas cosas –¿qué se supone que se haga en guerra? Claro, dirá él, porque antes de la guerra no andabas con mujeres… Siempre con prostitutas. Señor, nada más; es cierto, no digo que fuese un asunto limpio, pero en el fondo tampoco estaba tan claro que era un asunto sucio. No tenía tiempo de pensar en ciertas cosas. Eso es. Veinticinco años son demasiado pocos.

Nunca robé, nunca golpeé a alguien más débil que yo, y antes de la guerra nunca maté. Tú sabes que hay gente peor que yo; no voy a dar nombres, no te hacen falta, pero creo que sabes en quienes pienso… Si maldecía, también rezaba; y aquí, en la guerra, aprendí a decir letanías. Las decía porque tenía miedo, pero hay quien por miedo maldice. Yo maldecía poco, poquísimo, casi nada. No, no soy malo; al contrario, si te lo puedo decir, creo que soy casi bueno –casi, se sabe–, ¿pero te acuerdas?… no, tú estas cosas las sabes, y además sé que no debo hablar de mí. Está el ángel para defenderme, ¿no? ¿Qué ángel? Quién sabe, a lo mejor pasó de largo. Aquí ángeles no hay. Tampoco había ninguno cuando me la dieron de ese modo. Qué silencio. A lo mejor a los tipos como yo, a los pecadores de medio pelo, los dejan para lo último. Mirada experimentada: a éste nos lo sacamos de encima enseguida. Mejor dejarlo para el final. Primero les toca a los generales, ¿no? Creo que sí. Pero algo podrían decirme: mandar un ángel a decirme algo, tipo eh, tú, Francisco, espera ahí, vuelve a pasar en un par de horas. Imagino que no sería prudente irme de aquí; podrían, Dios me libre, no encontrarme más. Sería algo terrible. No, no Señor, yo no me muevo. ¿De ese modo te resultará fácil encontrar a tu servidor indigno, no?

A lo mejor no se hacen esperar mucho. ¿No habrá algún modo de llamarlos? ¿Y si no se hubiesen dado cuenta…? Tonterías, acá saben todo. Es cuestión de paciencia. Ya vendrán. Qué silencio. Desde aquí hasta esa casa hay trescientos metros; pero seguro que allí no hay nadie. Es aburrido estar aquí. ¿Quién lo habría dicho? Los muertos se aburren. Estar muerto parecía una situación tan excitante… Qué aburrimiento.

¿Y si quieren castigarme por las cosas que he callado? Ellos saben todo, naturalmente. Está bien, a lo mejor no soy tan bueno, Señor, sí, hubo algún asunto que me pesa, esa chica de la otra noche. Pero yo soy un miserable que tiene miedo de la muerte, ¿quién puede entender algo cuando tiene miedo? Dios mío, Dios mío, no debí haberlo hecho, lo sé, pero estaba borracho. Y después el prisionero… lo maté porque tenía miedo de él. Lo hacen todos –¿yo seré el único condenado por eso? Pero después de todo no es mucho, ¿no es cierto? Hay quien hace cosas peores, ¿no es cierto? ¿Por qué no dices nada? Sé que debo ir al purgatorio, ¿por qué no me dices enseguida por cuánto tiempo debo ir? ¿Por veinte años, por un siglo?

¿Por qué no hablas? Qué silencio, qué silencio. Casi es de noche. ¿Me dejarán aquí hasta mañana? ¿Con éste aquí, tan cerca? A lo mejor, si pudiera silbar me calmaría. O cantar. O contarme una historia. ¿Ningún ángel para Francisco? Ya es tarde. Estoy muerto desde hace algunas horas. Sí, hice más cosas; lo sabes, violé, practiqué la sodomía, maté tres veces inútilmente, no le hice asco a nada, a nada, soy lujurioso, borracho, he deseado incluso a mi hermana, maldíceme, maldíceme, maldíceme, pero haz ruido, golpéame, maldíceme, no me dejes aquí así. Eso es, tal vez no basta: ¡yo te maldigo, te insulto, te escupo, Dios creador! Has oído. Te maldije.

Si volviera a la vida haría otra cosa que no he podido hacer; ¡soy un delincuente, Dios! ¿Por qué no me maldices? ¿Quieres que siga haciendo maldades? Dame un poco de vida y verás. ¡Pero habla, despierta, marmota; llámame!

Nada, nada. Qué cosa más divertida este silencio. Da miedo. No se entiende. Quisiera morir –pero claro, ¡qué tontería!

Giorgio Manganelli

Cuento breve de Leopoldo Alas Clarín: Mi entierro. Discurso de un loco

Una noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo. Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo pronto, los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me parecían las torres negras. Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me dejó la acera, y yo en vez de decir –gracias–, exclamé –enroco–, y seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera. Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de persona medio dormida, preguntó: –¿Quién? –¡Rey negro! –contesté, y no me abrieron–. ¡Jaque! –grité tres veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus casillas a cada paso. –Chico –le dije cuando le tuve a salto de peón–. ¡Ni que fueras un caballo; vaya modo de comer que tienes! –El pollín será usted y el comedor, y el sin vergüenza… Y poco ruido, que hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente. –¡Alguna víctima de la humedad! –dije lleno de compasión, y con los pies como sopa en vino.

–Sí, señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo que manda la justicia. –¿Y tú qué sabes, mala lengua? –Que no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé como un santo, pero muerto el perro… ¡Allá voy! –gritó aquel oso del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico. –¡Cómo has tardado tanto, animal! –¡Chist! No grite V., que se ha muerto el amo. –¿El amo de quién? –Mi amo. –¿De qué? –De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después de una partida de ajedrez con el Sr. Roque… y claro, lo que decía don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse los pies después de calentarse los cuernos…». –Los cascos diría, que es como se dice. –No, señor, cuernos decía. –Sería por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha muerto, ¿quién soy yo? –Toma, V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le mandaría a estas horas por no dar que decir… Suba V., suba V.–. Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de blandones, como en Lucrecia Borgia están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto. Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin, quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio. ¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban. Aquella sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor. A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas me echaban fuego… En fin, me vestí de duelo, como conviene a un difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no llegaba su brazo al candelero… y bostezando, volvió a dormir pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche.

Al amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno de ellos era el Mississippí y el otro un río muy grande que hay en el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la luz amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca, bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los músculos, teníalos en tensión forzosa… En presencia de mi mujer sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi única compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer cosa alguna. –Sal –dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó mentalmente en esta forma:

«Padre nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya), y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad ha de ser la primera y no admito ancas de nadie –ancas, pensó mi mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo (¿estará ya en el purgatorio este animal?)».

A las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo mío político y privado, aunque no le creía yo tan metido en mis cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas subrepticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí, delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos lo desearon ardientemente. No era el amor lo que los atraía, sino el placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a través de la ropa… Clemente inclinábase ya hacia mi viuda… Ella, sin verle, le sentía venir… Yo no podía moverme; pero él creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver. Llegó gente.

Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte.

–Es una pérdida, una verdadera pérdida –dijo alto para que los otros le ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos, como dice Pérez Escrich–. ¡Una gran pérdida! –repitió.

–Sí, pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo vender –contestó otro de los que presidían.

–¿Cómo vender? Ronzuelos era incapaz… era integérrimo… eso es, integérrimo.

–Pero ¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió Pérez Pinto…

–Pues yo hablo del difunto.

–Ah, sí. Era un carácter.

–Justo, un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin…

–Sin carácteres –añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo apuntado.

Don Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde entonces a qué atenerse.

*
* *

Llegamos al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez. –Es un inepto, ahora lo vamos a ver –decían unos. –No sabe hablar, pero es un hombre enérgico. Es lo que necesitamos –interrumpía alguno. –Menos palabras y más hechos es lo que necesita el país.

–¡Eso!… Eso… Eso… –dijeron muchos. –¡Esooo!… –repitió el eco a lo lejos.

–Señores –exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y abrocharse un guante–. Señores, otro campeón ha caído herido como por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales… –don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte, maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso y prosiguió: –¡Ah, señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un hombre de palabra, quiero decir, no era un orador, porque en este desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es carácter, hechos y mucha consecuencia–. Hubo un murmullo de aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité.

–La verdad es –dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd–, lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares comunes.

–Claro, hombre –dijo otro–, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter!

–Ni consecuencia.

–Lo que era un gran jugador de ajedrez.

–De eso habría mucho que hablar –replicó un tercero–. Ganaba porque hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo.

¡El que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba después de haber movido el rey!

No pude contenerme.

–¡Mientes! –grité saltando de la caja. Pero no vi a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las ramas, como poco antes, cuando se cortó don Mateo. Llegó un enterrador. –¿Qué hace V. ahí? –me dijo, un poco asustado. –Soy el difunto –respondí–. Sí, el difunto, no te espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los vivos… Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo… y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco–. El enterrador dijo a todo amén. Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco, me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, sin que nadie me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo fuera arroz.

Leopoldo Alas «Clarín»

Historia de un muerto contada por él mismo (Alexajandro Dumas, padre)

Una noche de diciembre estábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacía un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.

El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una chimenea en torno a la que conversábamos.

Aunque todos fuéramos jóvenes y joviales, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.

Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los inmensos bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.

Cada vez que la pequeña cuchara de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barbas blancas hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como rubíes, los labios pálidos y las mejillas hundidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.

Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que puede cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa; lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.

En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, en las demás, sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.

Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los cigarros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.

Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos; hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.

–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?

–¡Por supuesto! –respondió Henri.

–Y, ¿qué piensas de él?

–Pienso que es admirable, y tanto más, porque creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama, frecuentemente, sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.

–¿O sea, que te gusta lo fantástico?

–Mucho.

–¿Y a ti? –preguntó dirigiéndose a mí.

–También.

–Pues bien, voy a contarles una historia fantástica que me ocurrió.

–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.

–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.

–A mí mismo.

–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.

–Tanto más, cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.

–Bueno, adelante, te escuchamos.

Dejó caer la pequeña cuchara en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con sólo las piernas iluminadas por el fuego de la chimenea.

Él comenzó:

–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens como tenía por costumbre, hice que me llevaran a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint-Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara y, durante algún tiempo, me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.

Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.

–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.

–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.

–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por usted para acompañarle.

Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.

Llovía a cántaros.

Afortunadamente, no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata y pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome. Me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas, tapizada con una antigua y rica tela de seda, y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angelical, los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.

Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños. Cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:

Sufro mucho.

Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando abrí la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.

Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos. Detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se giró hacia mí, y mirándome, con una de esas miradas que condenan o salvan, me dijo:

–Gracias, sufro menos.

Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.

Se durmió.

Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco…

Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.

Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.

Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada, llegaron las reflexiones. Me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer; que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.

Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.

Finalmente, llegó la hora y salí.

Cuando llegué, me hicieron entrar en una reducida habitación exquisita, de un rococó furioso, de un pompadour sorprendente; estaba sola y leía. Un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.

Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.

–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, usted es imprudente.

–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien y, además, no estaba enferma.

–Sin embargo, decía que sufría.

–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.

–¿Tiene alguna pena, señora?

–Oh, una profunda. Afortunadamente, Dios también es médico y ha encontrado la panacea universal, el olvido.

–Pero hay dolores que matan –le dije.

–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.

–Pero usted, señora –dije–, ¿cómo puede tener una pena? Está demasiado alta para que la alcance, y los dolores deben sentirse bajo sus pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para usted la serenidad.

–Eso es lo que le engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda su ciencia se detiene ahí, en el corazón.

–Y bien –le dije–, trate de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, ¿cierto?; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.

–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué cura semejante herida?

Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.

Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.

Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.

Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista. En la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado y reflejarse sólo en el presente.

–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?

–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.

–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella–; ¿vendrá, verdad? Debe tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que verá, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa para que nadie las adivine. Quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.

Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:

–¿Hasta pronto, verdad?

Yo llevé su mano a mis labios y salí.

Llegué a mi casa atontado.

Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día después por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»

–¡Muerto! –exclamamos nosotros.

–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.

–Continúa –le dije.

La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la chimenea, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.

Él continuó:

–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron a la fosa.

Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar, pero, al moverse, mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:

–¿Quién me llama?

–Yo –respondió.

–¿Quién eres tú?

–Yo.

Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el viento o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.

Por tercera vez, todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.

Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.

Siempre recordaré el espanto sombrío del que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.

Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.

Tuve miedo.

–¿Quién es? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué me ha despertado?

–Para prestarte un servicio –me respondió.

–¿Dónde estoy?

–En el cementerio.

–¿Quién es?

–Un amigo.

–Déjeme en mi sueño.

–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?

–No.

–¿No echas de menos nada?

–No.

–¿Cuánto hace que duermes?

–Lo ignoro.

–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?

–Sí.

–¿Quieres vivir?

–¿Usted es Satán?

–Satán o no, ¿quieres vivir?

–¿Nada más que vivir?

–No, volverás a verla.

–¿Cuándo?

–Esta noche.

–¿Dónde?

–En su casa.

–Acepto –dije yo tratando de levantarme–. ¿Cuáles son tus condiciones?

–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.

–Vayamos, pues.

–Vayamos.

Satán me tendió la mano y me encontré de pie.

Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros; es todo cuanto puedo decir.

–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues. Vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más, cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.

Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.

–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así están hechos los hombres, ingratos con sus amigos. No es que censure la ingratitud; es un vicio que yo inventé y es uno de los más difundidos, pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.

Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.

–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.

–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?

–Como un ángel.

–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más, cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no, son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta. He cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta. Con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido, ordinariamente, tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.

–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.

–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor. ¿Qué sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de rencor, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo. ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Sus poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde, porque gracias a mí, lo que siempre buscan no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, sino una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.

–¿Llegaremos pronto? –dije yo porque el horizonte iba renovándose siempre y caminábamos sin avanzar.

–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio, y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que te mueres, que te entierran, y que un buen día te puedes marchar sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás; yo cumplo mis promesas y mi firma es conocida.

Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de decirles, creo oírlo todavía.

Caminamos algún tiempo más, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.

Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.

Me tendió la mano diciéndome:

–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.

Cuando estuve a su lado me dijo:

–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?

–No, sigamos.

Saltamos del muro a tierra.

La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había pisado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas y nadie turbaría el silencio. Creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.

Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente, llegamos a nuestra casa.

–¿La reconoces? –me dijo Satán.

–Sí –respondí sordamente–, entremos.

–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo; tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la del paraíso, por supuesto.

Entramos.

La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.

Yo creía soñar, no respiraba ya. Imagínense volviendo a entrar en su habitación donde habían muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante su enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por ustedes. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.

Fui a la chimenea, encendí una vela para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación. Vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.

En cuanto a Satán, se había sentado al fondo y leía atentamente la Vida de los Santos.

En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido y me llevé la mano al corazón.

Mi corazón no latía.

Me llevé la mano a la frente y estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.

Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.

El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.

Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego una más.

En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.

Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola vela en una sala grande.

El miedo había llegado a su colmo; lancé un grito.

Satán se despertó.

–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?

–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.

–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.

Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho; los dos estaban fríos.

Cuando estuve preparado, miré a Satán.

–¿Vamos a verla? –le dije.

–Dentro de cinco minutos.

–¿Y mañana?

–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.

–¿Sin condiciones?

–Sin condiciones.

–Salgamos –le dije.

–Sígueme.

Bajamos.

Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.

Subimos.

Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, flores, pedrerías y mujeres.

Estaban bailando.

A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.

Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.

–¿Dónde está ella? –le dije.

–En su coqueta.

Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón; los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.

Llegado a la puerta de la habitación, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.

–Ya ve que soy fuerte –me dijo.

La orquesta se dejó oír.

–Y para probárselo –continuó cogiéndome del brazo– vamos a bailar el vals juntos.

Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.

–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.

–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.

Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba y la arrastré al salón.

Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo bailaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: “¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!”.

Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.

Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.

Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: “¡Te amo!”.

La llevé a la habitación, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.

Ella se dejó caer sobre un asiento alargado y mullido, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.

Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:

–¡Si supiera cuánto la amo!

–Lo sé –me dijo ella–, y también yo lo amo.

Era para volverse loco.

–Daría mi vida –dije– por una hora de amor con usted, y mi alma por una noche.

–Escuche –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos solos. Espéreme.

Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.

Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego porque tenía frío; me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.

Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y para la que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueño. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que le recordaban a mí, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento! Tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.

Me volví; era mi hermosa amada.

Afortunadamente, mi corazón no latía, porque de emoción habría terminado por romperse.

Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.

Me atrajo a su lado y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.

Por fin, la lámpara comenzó a palidecer cuando el día empezaba.

–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿sí?

Por última vez, sentí sus labios sobre los míos. Ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.

Fuera seguía la misma quietud.

Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!

Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante; una segunda.

La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.

La noche llegó temprano.

Corrí a la casa del baile.

En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi a un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.

–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.

–A casa de la señora de P… –le dije.

–La señora de P… –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–; ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.

Lancé un grito y caí de espaldas.

–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.

–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

Alejandro Dumas

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