Relatos cortos hechos sueños

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Son muchos los textos literarios breves que se han amparado en las posibilidades que da el sueño. Aquí os ofrecemos algunos de los relatos, cuentos, microrrelatos, fábulas, etc., más seductores que se han escrito sobre los sueños, bien sea entendido estos como la acción física que nos permite reparar fuerzas (como el de Ramón Gómez de la Serna) o como deseo (por ejemplo, “El sueño de la lechera”, de Esopo).

Relato corto de Rachid Ed-Dira

Un hombre que hablaba árabe y que no profesaba el Islam acudió a rendirle honores al emperador y le habló, mientras se prosternaba:

–He visto en sueños a Gengis Kan y me dije: “Dile a mi hijo que mate a muchos musulmanes porque estos son muy malvados”.

El emperador reflexionó un instante y respondió:

–¿Te habló por medio de un intérprete o de forma directa?

–De forma directa.

–¿Hablas tú la lengua de los mongoles?

–No.

–Entonces mientes, sin duda, porque estoy seguro de que Gengis Khan no sabía otro idioma salvo el mongol.

Dicho esto, el emperador hizo una seña para que ejecutaran al visitante.

El cuento de la lechera (Esopo)

Una lechera llevaba en la cabeza un cubo de leche recién ordeñada y caminaba hacia su casa soñando despierta. “Como esta leche es muy buena”, se decía, “dará mucha nata. Batiré muy bien la nata hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa, que me pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero, me compraré un canasto de huevos y, en cuatro días, tendré la granja llena de pollitos, que se pasarán el verano piando en el corral. Cuando empiecen a crecer, los venderé a buen precio, y con el dinero que saque me compraré un vestido nuevo de color verde, con tiras bordadas y un gran lazo en la cintura. Cuando lo vean, todas las chicas del pueblo se morirán de envidia. Me lo pondré el día de la fiesta mayor, y seguro que el hijo del molinero querrá bailar conmigo al verme tan guapa. Pero no voy a decirle que sí de buenas a primeras. Esperaré a que me lo pida varias veces y, al principio, le diré que no con la cabeza. Eso es, le diré que no: “¡así!”

La lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no, y entonces el cubo de leche cayó al suelo, y la tierra se tiñó de blanco. Así que la lechera se quedó sin nada: sin vestido, sin pollitos, sin huevos, sin mantequilla, sin nata y, sobre todo, sin leche: sin la blanca leche que le había incitado a soñar. 

Microficción de Ramón Gómez de la Serna: El sueño y la muerte

Al sentirse envarado por el sueño y la muerte, se apresuró a irse a la cama.

Quería saber quién iba a llegar antes, si el sueño o la muerte, pero en mitad del pasillo cayó dormido para siempre.

El sueño y la muerte habían empatado en él su eterna jugada.

Un sueño | Cuento del ruso Iván Turguéniev

I

Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería… No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria… ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios, también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de por siempre.

He dicho que mi madre me quería; sin embargo, había momentos en que me rechazaba, en que mi presencia le pesaba, se le hacía insoportable. Experimentaba ella entonces una especie de involuntaria repulsión hacia mí, de la que se espantaba luego, pagándola con lágrimas y estrechándome sobre su corazón. Yo cargaba la culpa de estos intempestivos brotes de hostilidad a la alteración de su salud y a su desgracia… Verdad es que estas sensaciones hostiles podían haber sido provocadas, hasta cierto punto, por unos extraños arrebatos de sentimientos malignos y criminales, incomprensibles para mí mismo, que despertaban de tarde en tarde dentro de mí… Pero estos arrebatos no coincidían con aquellos instantes de repulsión. Mi madre vestía siempre de negro, como si guardase luto. Llevábamos un tren de vida bastante holgado, aunque apenas nos relacionábamos con nadie.

II

Mi madre había concentrado en mí todos sus pensamientos y su solicitud. Su vida se había fundido con mi vida. Este género de relaciones entre padres e hijos no favorecen siempre a los hijos… Suele ser más bien nocivo. Por añadidura, mi madre no tenía más hijo que yo… y los hijos únicos, por lo general, no se desarrollan adecuadamente. Al educarlos, los padres se preocupan tanto de sí mismos como de ellos… Eso es un error. Yo no me volví caprichoso ni duro (una y otra cosa suele aquejar a los hijos únicos), pero mis nervios estuvieron alterados hasta cierta época; además, tenía una salud bastante precaria, saliendo en esto a mi madre, a quien también me parecía mucho de cara. Yo evitaba la compañía de los chicos de mi edad, en general rehuía a la gente e incluso con mi madre hablaba poco. Lo que más me gustaba era leer, pasear a solas y soñar… ¡soñar…! ¿De qué trataban mis sueños? No podría explicarlo. A veces tenía la impresión, es cierto, de hallarme delante de una puerta entornada que ocultaba ignotos misterios, y yo permanecía allí, a la espera de algo, anhelante, y no trasponía el umbral, sino que cavilaba en lo que podría haber al otro lado… Y seguía esperando, y me quedaba transido… o transpuesto. Si hubiera latido en mí la vena poética, probablemente me habría dedicado a escribir versos; de haberme sentido atraído por la religión, quizá me hubiera hecho fraile. Pero, como no experimentaba nada de eso, continuaba soñando y esperando.

III

Acabo de referirme a cómo me quedaba transpuesto, en ocasiones, bajo el influjo de ensoñaciones y pensamientos confusos. En general, yo dormía mucho, y los sueños desempeñaban un papel considerable en mi vida. Soñaba casi todas las noches. Los sueños no se me olvidaban, y yo les daba importancia, los consideraba premoniciones, procuraba desentrañar su sentido oculto. Algunos se repetían de vez en cuando, hecho que siempre me parecía prodigioso y extraño. Un sueño, sobre todo, me hacía cavilar. Me parecía que iba caminando por una calle estrecha y mal empedrada de una vieja ciudad, entre altos edificios de piedra con los tejados en pico. Yo andaba buscando a mi padre, que no había muerto, sino que se escondía de nosotros, ignoro por qué razón, y vivía precisamente en una de aquellas casas. Yo entraba por una puerta cochera, baja y oscura, cruzaba un largo patio abarrotado de troncos y tablones y penetraba por fin en una estancia pequeña que tenía dos ventanas redondas. En medio de la habitación estaba mi padre, con batín y fumando en pipa. No se parecía en absoluto a mi padre verdadero: era un hombre alto, enjuto, con el pelo negro, la nariz ganchuda y ojos sombríos y penetrantes, que aparentaba unos cuarenta años. Le disgustaba que hubiera dado con él; tampoco yo me alegraba en absoluto de nuestro encuentro y permanecía allí parado, indeciso. Él giraba un poco, empezaba a murmurar algo entre dientes y a ir de un lado para otro con paso menudo… Luego se alejaba poco a poco, sin dejar de murmurar y mirando a cada momento hacia atrás por encima del hombro; la estancia se ensanchaba y desaparecía en la niebla… Espantado de pronto ante la idea de que perdía nuevamente a mi padre, yo me lanzaba tras él, pero ya no lo veía, y sólo llegaba hasta mí su rezongar, bronco como el de un oso… Angustiado el corazón, me despertaba y ya no podía volver a conciliar el sueño en mucho tiempo… Me pasaba todo el día siguiente cavilando en este sueño sin que mis cavilaciones, como es natural, me llevaran a ninguna conclusión.

IV

Llegó el mes de junio. Por esa época, la ciudad donde vivíamos mi madre y yo se animaba extraordinariamente. En el muelle atracaban multitud de barcos, y en las calles aparecían multitud de rostros nuevos. Entonces me gustaba deambular por la costanera, delante de los cafés y los hoteles, observando las diversas siluetas de marineros y demás gentes sentadas bajo los toldos de lona, en torno a los veladores blancos, con sus jarras de metal llenas de cerveza.

Conque una vez, al pasar delante de un café, vi a un hombre que atrajo inmediatamente toda mi atención. Vestía un largo guardapolvos negro, llevaba el sombrero de paja encasquetado hasta los ojos y permanecía inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Unos rizos negros y ralos le caían casi hasta la nariz; los labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta. Este hombre me pareció tan conocido, mi recuerdo conservaba tan indudablemente grabado cada rasgo de su rostro moreno y bilioso, así como toda su figura, que no pude por menos de detenerme ante él y preguntarme: ¿quién es este hombre, dónde le he visto? Al notar probablemente mi mirada fija, levantó hacia mí los ojos negros, penetrantes… No pude reprimir una exclamación ahogada…

¡Aquel hombre era el padre a quien yo había encontrado, a quien yo había visto en sueños!

Imposible equivocarse: el parecido era demasiado rotundo. Incluso el largo guardapolvos que envolvía sus miembros enjutos recordaba, por el color y el corte, el batín con que se me había aparecido mi padre.

–¿Estaré dormido? –me pregunté–. No… Es de día, hay multitud de gente alrededor, el sol brilla en el cielo azul, y lo que tengo delante de mí no es un fantasma, es un hombre vivo…

Me dirigí hacia un velador desocupado, pedí una jarra de cerveza y un periódico y me senté a escasa distancia de aquel ser misterioso.

V

Con el periódico desplegado a la altura del rostro, seguí devorando con los ojos al desconocido, que apenas hacía un movimiento y sólo de tarde en tarde alzaba un poco la desmayada cabeza. Evidentemente, esperaba a alguien. Yo seguía mirando, mirando… A veces me parecía que todo aquello era invención mía, que en realidad no existía la menor semejanza, que yo había cedido a una fantasía de mi imaginación… Pero «aquél» giraba un poco en su silla de pronto o alzaba ligeramente una mano, y de nuevo veía yo a mi padre «nocturno» delante de mí.

Acabó por advertir mi pertinaz curiosidad y, a poco de mirarme, primero perplejo y luego contrariado, hizo intención de levantarse. Un pequeño bastón que tenía recostado contra el velador cayó entonces al suelo. Yo me precipité a recogerlo y se lo entregué. El corazón me latía con fuerza.

El hombre me dio las gracias con una sonrisa forzada y, aproximando su rostro al mío, enarcó las cejas y entreabrió los labios como si algo le sorprendiera.

–Es usted muy amable, joven –pronunció de pronto con voz gangosa, áspera y dura–. Por los tiempos que corren, es cosa rara. Permítame que lo felicite: le han dado a usted una buena educación.

No recuerdo exactamente lo que repliqué, pero pronto hubimos entablado conversación. Supe que era compatriota mío, que había vuelto recientemente de América, donde había vivido muchos años y adonde regresaría en breve plazo… Se presentó con el título de barón…, pero no pude captar bien el nombre. Lo mismo que mi padre «nocturno», terminaba cada una de sus oraciones con una especie de confuso murmullo interno. Se interesó por conocer mi apellido… Al oírlo pareció sorprenderse otra vez; luego me preguntó si llevaba mucho tiempo residiendo en aquella ciudad y con quién. Contesté que vivía con mi madre.

–¿Y su señor padre?

–Mi padre falleció hace mucho.

Preguntó el nombre de pila de mi madre y al oírlo soltó una risa extraña, de la que luego se disculpó diciendo que se debía a sus modales americanos y que, además, él era un tipo bastante raro. Luego tuvo la curiosidad de conocer nuestro domicilio. Yo se lo dije.

VI

La emoción que me había embargado al iniciarse nuestra plática se aplacó gradualmente; nuestro acercamiento me parecía algo extraño, pero nada más. No me agradaba la sonrisita con que el señor Barón me interrogaba, ni tampoco me agradaba la expresión de sus ojos cuando me miraba como clavándomelos… Había en ellos algo rapaz y protector… algo que sobrecogía. Aquellos ojos, yo no los había visto en mi sueño. ¡Qué rostro tan extraño tenía el Barón! Marchito, cansado, pero aparentando al mismo tiempo menos años, lo que causaba una impresión desagradable. Mi padre «nocturno» tampoco estaba marcado por el profundo costurón que cruzaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido y que yo no advertí hasta hallarme más cerca de él.

Apenas había yo informado al Barón del nombre de la calle y el número de la casa donde habitábamos cuando un negro de elevada estatura, embozado en su capa hasta las cejas, se le acercó por detrás y le rozó un hombro. El Barón volvió la cabeza, profirió: «¡Ah! ¡Por fin!» y, haciéndome una leve inclinación de cabeza, se dirigió con el negro hacia el interior del café. Yo seguí bajo el toldo con la idea de esperar a que saliera el Barón, no tanto para reanudar la conversación con él pues en realidad no sabía de qué podríamos haber hablado, como para contrastar nuevamente mi primera impresión. Pero transcurrió media hora, luego una hora entera… El Barón no reaparecía. Penetré en el establecimiento, recorrí todas las salas, pero en ninguna parte vi al Barón ni al negro… Se conoce que se habían ausentado los dos por la puerta de atrás.

Se me había levantado un ligero dolor de cabeza y, para refrescarme, me encaminé a lo largo de la orilla del mar hasta un vasto parque plantado en las afueras unos doscientos años atrás. Después de pasear un par de horas a la sombra de los robles y los plátanos gigantescos, volví a casa.

VII

En cuanto aparecí en el recibimiento, nuestra sirvienta corrió a mí toda alarmada. Por su expresión adiviné al instante que algo malo había sucedido en nuestra casa durante mi ausencia. Y así era: supe que, hacía cosa de una hora, se escuchó de pronto un grito terrible en el dormitorio de mi madre. La sirvienta, que acudió corriendo, la encontró tendida en el suelo, sin conocimiento, y su desmayo había durado varios minutos. Mi madre recobró al fin el sentido, pero se vio obligada a acostarse y tenía un aire asustado y extraño. No decía ni una palabra, no contestaba a las preguntas, y todo era mirar a su alrededor y estremecerse. La sirvienta envió al jardinero en busca de un médico. Llegó el doctor, le recetó un calmante, pero tampoco a él quiso decirle nada mi madre. El jardinero afirmaba que a los pocos instantes de escucharse el grito en la habitación de mi madre, él había visto a un desconocido que corría hacia la puerta de la calle pisoteando los macizos de flores. (Vivíamos en una casa de una sola planta cuyas ventanas daban a un jardín bastante grande.) El jardinero no tuvo tiempo de fijarse en el rostro de aquel hombre, pero era alto, enjuto, llevaba un sombrero de paja muy encasquetado y una levita de faldones largos… «¡El atuendo del Barón!», me pasó en seguida por la mente. El jardinero no pudo darle alcance. Además, lo llamaron inmediatamente de la casa y lo enviaron en busca del médico. Pasé a ver a mi madre. Estaba acostada, más blanca que la almohada sobre la que reposaba la cabeza. Sonrió débilmente al reconocerme y me tendió una mano. Tomé asiento a su lado y me puse a hacerle preguntas. Al principio eludía las respuestas, pero acabó confesando haber visto algo que la asustó mucho.

–¿Ha entrado aquí alguien? –inquirí.

–No –se apresuró a contestar–. No ha venido nadie, pero a mí me pareció… se me figuró…

Calló y se cubrió los ojos con una mano. Iba yo a decirle lo que había sabido a través del jardinero y a contarle, de paso, mi encuentro con el Barón… pero, ignoro por qué, las palabras expiraron en mis labios. Sin embargo, hice observar a mi madre que los fantasmas no suelen aparecerse de día.

–Deja eso, por favor –susurró–. No me atormentes ahora. Algún día lo sabrás…

De nuevo enmudeció. Tenía las manos frías y el pulso acelerado e irregular. Le administré la medicina y me aparté un poco para no molestarla. No se levantó en todo el día. Estaba tendida, quieta y callada, y sólo de vez en cuando exhalaba un profundo suspiro y abría los ojos con sobresalto. Todos en la casa estaban extrañados.

VIII

Al llegar la noche le dio un poco de fiebre a mi madre, y me pidió que me retirase. Sin embargo, no me fui a mi cuarto, sino que me tendí sobre un diván de la habitación contigua. Cada cuarto de hora me levantaba, llegaba de puntillas hasta la puerta y prestaba oído… Todo continuaba en silencio, pero no creo que mi madre conciliara el sueño en toda la noche. Cuando entré a verla a primera hora de la mañana, me pareció que tenía el semblante arrebatado y un extraño brillo en los ojos. Durante el día pareció aliviarse un poco; al atardecer volvió a subir la fiebre. Hasta entonces había guardado un silencio pertinaz, pero de pronto rompió a hablar con voz anhelante y entrecortada. No deliraba: sus palabras tenían sentido, aunque ninguna ilación. Poco antes de la medianoche se incorporó de repente en el lecho con brusco movimiento (yo estaba sentado junto a ella) y con la misma voz precipitada se puso a contar, apurando a sorbos un vaso de agua y moviendo débilmente las manos, sin mirarme ni una sola vez… Se interrumpía, pero reanudaba el relato haciendo un esfuerzo… Todo aquello era tan extraño como si lo hiciera en sueños, como si ella estuviera ausente y fuese otra persona quien hablara por su boca o la hiciera hablar a ella.

IX

–Oye lo que te voy a contar, –comenzó–. Ya no eres un muchachuelo. Lo debes saber todo. Yo tenía una buena amiga… Se casó con un hombre al que amaba de todo corazón y era muy feliz con su marido. El primer año de matrimonio hicieron un viaje a la capital para pasar allí algunas semanas divirtiéndose. Se hospedaban en un buen hotel y salían mucho, a teatros y a fiestas. Mi amiga era muy agraciada, llamaba la atención y los hombres la cortejaban. Pero entre ellos había uno, un oficial, que la seguía constantemente y adondequiera que ella fuese, allí se encontraba con sus ojos negros y duros. No se hizo presentar ni habló con ella una sola vez: solamente la miraba de manera descarada y extraña. Todos los placeres de la capital los echaba a perder su presencia. Mi amiga empezó a hablarle a su marido de marcharse cuanto antes, y así lo dispusieron, en efecto. Una tarde, el marido se fue a un club: lo habían invitado a jugar a las cartas unos oficiales del mismo regimiento al que pertenecía aquel otro… Por primera vez se quedó ella sola. Como su marido tardaba en volver, despidió a la doncella y se acostó… De pronto le entró tanto miedo que se quedó fría y se puso a temblar. Le pareció oír un ruido ligero al otro lado de la pared –como si arañara un perro–, y se puso a mirar fijamente hacia aquel sitio. En el rincón ardía una lamparilla. Toda la habitación estaba tapizada de tela… Súbitamente, algo rebulló allí, se alzó, se abrió… Y de la pared surgió, largo, todo negro, aquel hombre horrible de los ojos duros. Ella quería gritar, pero no podía. Estaba totalmente paralizada del susto. El hombre se acercó a ella rápidamente, como una fiera salvaje, y le cubrió la cabeza con algo asfixiante, pesado, blanco… De lo que sucedió después, no me acuerdo… ¡No me acuerdo! Fue algo parecido a la muerte, a un asesinato… Cuando aquella espantosa niebla se disipó al fin, cuando yo… cuando mi amiga volvió en sí, no había nadie en la habitación. De nuevo se encontró sin fuerzas para gritar, durante mucho tiempo, hasta que por fin llamó… y luego se embrolló todo otra vez…

Después vio junto a ella a su marido, que había sido retenido en el club hasta las dos de la madrugada… Estaba demudado y se puso a hacerle preguntas, pero ella no le dijo nada… Luego cayó enferma… Sin embargo, recuerdo que al quedarse sola en la habitación fue a inspeccionar aquel sitio de la pared. Debajo de la tapicería había una puerta secreta. Y a ella le había desaparecido de la mano el anillo de casada. Era un anillo de forma poco corriente, con siete estrellitas de oro y siete de plata alternando: una antigua joya de familia. El marido le preguntaba qué había sido del anillo, pero ella no podía contestar nada. Pensando que se le habría caído inadvertidamente, el marido lo buscó por todas partes. No lo encontró. Presa de extraña angustia, decidió que volverían a su casa lo antes posible y, en cuanto lo permitió el doctor, el matrimonio abandonó la capital… Pero imagínate que el día mismo de su marcha se cruzaron en la calle con una camilla… En la camilla yacía un hombre con la cabeza partida al que acababan de matar. Y ese hombre era el terrible visitante nocturno de los ojos duros. ¡Imagínate!… Lo habían matado durante una partida de cartas…

Mi amiga se trasladó luego al campo…, fue madre por primera vez… y vivió varios años en compañía de su marido. Él nunca supo nada. Además, ¿qué podría haberle dicho ella? Ella misma no sabía nada.

Sin embargo, su anterior felicidad desapareció. En sus vidas se hizo la oscuridad, y esa oscuridad no se disipó ya nunca… No tuvieron más descendencia, como tampoco la habían tenido antes… y aquel hijo…

Toda temblorosa, mi madre se cubrió el rostro con las manos.

–Y ahora, dime –prosiguió con redoblada energía–, ¿tenía alguna culpa mi amiga? ¿Qué podía reprocharse? Fue castigada; pero, ¿no tenía derecho a declarar, incluso ante Dios, que el castigo era injusto? Entontes, ¿por qué se le representa al cabo de tantos años y en forma tan horrible lo ocurrido, como si fuese una criminal atormentada por los remordimientos? Macbeth mató a Banquo, y no es sorprendente que se le apareciera… Pero yo…

Al llegar a este punto, el discurrir de mi madre se hizo tan incoherente, que dejé de comprenderlo. Ya no dudaba de que estuviese delirando.

X

Cualquiera comprenderá fácilmente la estremecedora impresión que me produjo el relato de mi madre. Desde sus primeras palabras adiviné que estaba hablando de sí misma y no de una amiga. La propia estratagema confirmó mis sospechas. De modo que aquel era efectivamente mi padre, al que yo había encontrado en sueños, al que había visto en persona. No lo habían matado, como suponía mi madre, sino herido solamente. Y había ido a verla, huyendo luego, asustado por el susto de ella. Todo lo comprendí de repente: comprendí el involuntario sentimiento de repulsión que yo despertaba a veces en mi madre, su constante pesar, nuestra vida de aislamiento… Recuerdo que se me iba la cabeza, y yo la agarré con ambas manos como queriendo mantenerla en su sitio. Pero una decisión se clavó en mi mente: la de encontrar nuevamente a aquel hombre; encontrarle sin falta, costara lo que costara. ¿Para qué? ¿Con qué fin? No me lo planteaba, pero el hecho de encontrarlo, de dar con él, se había convertido para mí en cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente se calmó por fin mi madre… cedió la fiebre y se quedó dormida. Después de recomendarla a los cuidados de los dueños de la casa y de la servidumbre, salí para ponerme en campaña.

XI

Ante todo, como es natural, fui al café donde había encontrado al Barón, pero nadie lo conocía allí. Ni siquiera habían advertido su presencia. Era un cliente casual. En el negro sí se habían fijado los propietarios del establecimiento, pues llamaba demasiado la atención, si bien nadie sabía tampoco quién era ni dónde vivía. Después de dejar, a todo evento, mi dirección en el café, me lancé a rondar por las calles y las costaneras de la ciudad, alrededor de los muelles, por las avenidas, asomándome a todos los establecimientos públicos. No encontré a nadie que se pareciera al Barón o a su acompañante. Como no había retenido el apellido del Barón, estaba en la imposibilidad de acudir a la policía. Sin embargo, di a entender a dos o tres celadores del orden (que por cierto me contemplaron con sorpresa sin dar del todo crédito a mis palabras) que recompensaría generosamente su celo si encontraban la pista de los dos individuos cuyas señas personales procuré darles con la mayor exactitud posible. Después de corretear así hasta la hora del almuerzo, regresé a mi casa rendido de cansancio. Mi madre se había levantado. Su habitual tristeza tenía un matiz nuevo, cierta absorta perplejidad que se me clavaba en el corazón como un cuchillo. Pasé la tarde con ella. Apenas hablamos: ella hacía solitarios y yo contemplaba en silencio los naipes. No hizo la menor alusión a su relato ni a lo sucedido la víspera. Era como si hubiéramos acordado tácitamente no referirnos a todos aquellos hechos terribles y extraños… Daba la impresión de que estaba contrariada y cohibida por lo que se le había escapado sin querer. O quizá no recordara muy bien lo que había dicho durante aquel conato de delirio febril y tuviese la esperanza de que yo me mostrase compasivo con ella… Así lo hacía, efectivamente, y ella se daba cuenta, pues rehuía mi mirada lo mismo que la víspera. No pude conciliar el sueño en toda la noche. Se había desencadenado de pronto una tormenta espantosa. El viento aullaba y se arremolinaba frenéticamente, los cristales de las ventanas temblaban y tintineaban, silbidos y lamentos desesperados cruzaban el aire como si algo se desgarrase en lo alto y volara con furioso llanto sobre las casas estremecidas. Poco antes del amanecer, me quedé transpuesto… Súbitamente, tuve la impresión de que alguien había entrado en mi cuarto y me llamaba, pronunciando mi nombre a media voz, pero imperiosamente. Levanté un poco la cabeza y no vi nada. Pero, cosa extraña, lejos de asustarme me alegré: llegué de pronto a la convicción de que ahora alcanzaría sin falta mi meta. Me vestí a toda prisa y salí de casa.

XII

La tormenta había amainado, aunque se notaban todavía sus últimos estremecimientos. Era muy temprano, y no andaba nadie por las calles. En muchos sitios había trozos de chimeneas, tejas, tablas arrancadas a las vallas, ramas partidas… «La noche ha debido de ser terrible en el mar», me dije al ver las huellas de la tormenta. Pensé dirigirme al embarcadero, pero los pies me llevaron hacia otra parte como si obedecieran a una irresistible atracción. A los diez minutos escasos me encontraba en una parte de la ciudad que nunca había visitado hasta entonces. Caminaba paso a paso, sin premura pero también sin detenerme, con una extraña sensación interna: esperaba algo extraordinario, imposible, y al mismo tiempo estaba persuadido de que aquello extraordinario se cumpliría.

XIII

Y, en efecto, ocurrió lo extraordinario, lo que esperaba. Repentinamente descubrí, a unos veinte pasos delante de mí, al mismo negro que habló con el Barón en el café en presencia mía. Embozado en la misma capa que ya advertí yo entonces, pareció surgir de bajo tierra y, dándome la espalda, echó a andar a buen paso por la estrecha acera de una calleja tortuosa. Me lancé al instante tras él, pero también él aceleró el paso, aunque no volvió la cabeza y, de pronto, dobló la esquina de una casa que formaba saliente. Corrí hasta aquella esquina, la doblé con la misma celeridad que el negro… ¡Qué cosa tan extraña! Ante mí se abría una calle larga, estrecha y totalmente desierta. La niebla matutina la invadía toda con su plomo opaco, pero mi mirada penetraba hasta el extremo opuesto, permitiéndome discernir cada uno de los edificios… ¡Y en ninguna parte rebullía un solo ser viviente! El negro de la capa había desaparecido tan repentinamente como surgió. Me quedé sorprendido, pero sólo un instante. En seguida me embargó otra sensación: ¡había reconocido la calle que se extendía ante mis ojos, toda muda y como muerta! Era la calle de mi sueño. Me estremecí, encogido –la mañana era tan fresca–, y en seguida avancé sin la menor vacilación, impelido por cierta medrosa seguridad.

Empecé a buscar con los ojos… Allí estaba: a la derecha, haciendo saliente sobre la acera con una de sus esquinas, la casa de mi sueño; allí estaba la vieja puerta cochera, con adornos de piedra labrada a ambos lados… Cierto que las ventanas no eran redondas, sino cuadradas, pero eso no tenía importancia… Llamé al portón. Llamé dos veces, tres veces, arreciando en los golpes. Hasta que el portón se abrió, lentamente, rechinando mucho, como si bostezara. Me hallaba ante una criada joven, con el cabello alborotado y ojos de sueño. Al parecer, acababa de despertarse.

–¿Vive aquí un Barón? –pregunté a la vez que inspeccionaba con rápida mirada el patio, profundo y estrecho… Todo, todo era igual: allí estaban los tablones y los troncos que había visto en mi sueño.

–No –contestó la criada–. El Barón no vive aquí.

–¿Cómo que no? ¡Imposible!

–Ahora no está… Se marchó ayer.

–¿A dónde?

–A América.

–¡A América! –repetí sin querer–. Pero, volverá, ¿verdad?

La criada me miró con aire suspicaz.

–Eso no lo sabemos. Quizá no vuelva nunca.

–¿Ha vivido aquí mucho tiempo?

–No. Cosa de una semana. Ahora, ya no está.

–¿Y cuál era el apellido de ese barón?

La criada me observó extrañada.

–¿No lo sabe usted? Nosotros lo llamábamos Barón, sin más. ¡Eh! ¡Piotr! –gritó al ver que yo intentaba pasar–. Ven acá. Hay aquí un extraño que hace muchas preguntas.

Desde la casa se dirigió hacia nosotros la recia figura de un criado.

–¿Qué pasa? ¿Qué desea? –preguntó con voz tomada– y, después de escucharme hoscamente, repitió lo dicho por la sirvienta.

–Bueno, pero, ¿quién vive aquí? –murmuré.

–Nuestro amo.

–¿Y quién es?

–Un carpintero. En esta calle todos son carpinteros.

–¿Podría verle?

–Ahora no. Está durmiendo.

–¿Y podría entrar en la casa?

–Tampoco. Retírese.

–Bueno; pero, más tarde, ¿estará visible tu amo?

–¿Por qué no? Claro que se le puede ver siempre… Para eso es un comerciante. Sólo que ahora, retírese. ¿No ve usted que es muy temprano?

–Oye, ¿y el negro ese? –inquirí de pronto.

El criado nos miró perplejo, primero a mí y luego a la sirvienta.

–¿A qué negro se refiere? –profirió finalmente–. Retírese, caballero. Puede usted volver luego y hablar con el amo.

Salí a la calle. El portón se cerró detrás de mí, pesada y bruscamente, sin rechinar esta vez.

Me fijé bien en la calle y en la casa, y me alejé de allí, pero no hacia la mía. Me sentía como decepcionado. Todo lo que me había ocurrido era tan extraño, tan inusitado… Y, por otra parte, el final resultaba tan absurdo… Yo estaba seguro, estaba persuadido, de que encontraría en aquella casa la estancia que recordaba y, en el centro, a mi padre, el Barón, con su batín y su pipa… En lugar de eso, el amo de la casa era un carpintero, se le podía visitar cuantas veces se deseara e incluso encargarle algún mueble, quizá…

¡Y mi padre se había marchado a América! ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Contárselo a mi madre o enterrar por los siglos incluso el recuerdo de aquella entrevista?… Era rotundamente incapaz de aceptar la idea de que un principio tan sobrenatural y misterioso pudiera conducir a un final tan descabellado y prosaico.

No quería volver a casa, y eché a andar sin rumbo, dejando atrás la ciudad.

XIV

Caminaba cabizbajo, sin pensar ni apenas sentir nada, totalmente ensimismado. Me sacó de aquella abstracción un ruido acompasado, sordo y amenazador. Levanté la cabeza: era el mar que rumoreaba y zumbaba a unos cincuenta pasos de mí. Me percaté de que caminaba por la arena de una duna. Estremecido por la tormenta nocturna, el mar estaba salpicado de espuma hasta el mismo horizonte, y las altas crestas de las olas alargadas llegaban rodando una tras otra a romperse en la orilla lisa. Me acerqué a ellas y seguí andando justo a lo largo de la raya que su flujo y reflujo dejaba en la arena gruesa, salpicada de retazos de largas plantas marinas, restos de caracolas y cintas serpenteantes de los carrizos. Gaviotas de alas puntiagudas y grito plañidero llegaban con el viento desde la lejana sima del aire, remontaban el vuelo, blancas como la nieve en el cielo gris nublado, se desplomaban verticalmente y, lo mismo que si saltaran de ola en ola, volvían a alejarse y a desaparecer en destellos plateados entre las franjas de espuma arremolinada. Algunas, según observé, giraban tenazmente sobre una roca grande que despuntaba, solitaria, en medio del lienzo uniforme de la orilla de arena. Los ásperos carrizos marinos crecían en matojos desiguales a un lado de la roca y allí donde sus tallos enmarañados emergían del amarillo saladar negreaba algo alargado, redondo, no muy grande… Me fijé más… Un bulto oscuro yacía allí, inmóvil, junto a la roca… Conforme me acercaba, sus contornos aparecían más nítidos y definidos…

Me quedaban sólo treinta pasos para llegar a la roca…

¡Pero, si eran los contornos de un cuerpo humano! ¡Era un cadáver, un ahogado que había arrojado el mar! Llegué hasta la misma roca.

¡Aquel era el cadáver del Barón, de mi padre! Me detuve como petrificado. Sólo entonces comprendí que desde primera hora de la mañana me habían conducido ciertas fuerzas ignotas, que yo me hallaba en su poder; y, durante unos momentos, no hubo en mi alma nada más que el incesante rumor del mar y algo de temor ante el destino que se había adueñado de mí…

XV

Yacía de espaldas, un poco ladeado, con el brazo izquierdo extendido sobre la cabeza… y el derecho doblado bajo el cuerpo encogido. Un lodo viscoso absorbía sus pies, calzados con altas botas de marinero; la chaquetilla azul, toda impregnada de sal marina, no se había desabrochado; una bufanda roja ceñía su cuello con nudo apretado. El rostro acezado, vuelto hacia el cielo, parecía burlarse; bajo el labio superior enarcado asomaban unos dientes pequeños y prietos; las pupilas opacas de los ojos entreabiertos apenas se diferenciaban de los glóbulos oscurecidos; el cabello enmarañado, salpicado de pompas de espuma, se esparcía por el suelo, descubriendo la frente lisa con la línea lilácea de la cicatriz; la nariz, fina, trazaba en relieve una neta raya blancuzca entre las mejillas hundidas. La tormenta de la noche anterior había hecho su obra… ¡No había llegado a ver América! El hombre que había agraviado a mi madre, mutilando su vida, mi padre –¡sí, mi padre, pues no podía dudarlo ya!–, yacía en el fango a mis pies. Me embargaba un sentimiento de venganza satisfecha, compasión, asco y horror… incluso de doble horror: por lo que estaba viendo y por lo sucedido. Ese fondo malvado y criminal del que he hablado ya, esos impulsos incomprensibles que nacían dentro de mí… que me ahogaban. «¡Ah! –me decía–. Por eso soy así… De esa manera se manifiesta la sangre.» De pie junto al cadáver, lo contemplaba, atento por ver si se estremecían aquellas pupilas muertas o temblaban aquellos labios helados. ¡No! Todo estaba inmóvil. Incluso los carrizos adonde lo había arrojado la marea parecían estáticos; incluso las gaviotas que se habían alejado volando. Y no se veía en ningún sitio ni un fragmento de nada, ni una tabla ni un aparejo roto. Vacío por todas partes… Solamente él –y yo– y el mar rumoreando a lo lejos. Miré hacia atrás. Idéntico vacío. Una cadena de colinas sin vida recortándose sobre el horizonte… ¡Y nada más! Me angustiaba dejar a aquel desdichado en semejante soledad, sobre el lodo de la orilla, como pasto para los peces y las aves. Una voz interior me decía que yo debía buscar y llamar a alguien, ya que no fuera para prestarle auxilio –¿de qué podría servir?–, al menos para retirarlo de allí y conducirlo bajo techado. Pero un inefable pavor me embargó de pronto. Me pareció como si aquel hombre muerto supiera que yo había llegado allí, como si él mismo hubiese amañado aquel último encuentro, y hasta creí escuchar el sordo murmujeo de otras veces… Precipitadamente, me aparté un poco… de nuevo miré hacia atrás… Un objeto brillante llamó mi atención, me hizo detenerme. Era un cíngulo de oro en la mano extendida del cadáver. Reconocí el anillo de matrimonio de mi madre. Recuerdo el esfuerzo que me impuse para volver sobre mis pasos, acercarme, inclinarme…, recuerdo el contacto viscoso de los dedos; recuerdo cómo jadeaba, cerraba los ojos y rechinaba los dientes al tirar del anillo que se resistía…

Por fin cedió, y yo emprendí una carrera alejándome de allí a toda prisa, perseguido por algo que intentaba darme alcance y apresarme.

XVI

Todo lo sufrido y experimentado se reflejaba probablemente en mi rostro cuando volví a casa. Apenas entré en su habitación, mi madre se incorporó súbitamente y posó en mí una mirada de interrogación tan tenaz, que yo terminé por presentarle el anillo, sin palabras, después de haber intentado en vano explicarme. Ella se puso horriblemente pálida, sus ojos se abrieron mucho, desorbitados y sin vida, como los de aquél. Exhaló un grito débil, me arrebató el anillo, vaciló y cayó sobre mi pecho, donde quedó como paralizada, vencida la cabeza hacia atrás y devorándome con aquellos ojos dementes muy abiertos. Yo rodeé su cintura con mis brazos y allí mismo, sin moverme y sin prisa, le referí todo a media voz: mi sueño, el encuentro, todo… No le oculté el menor detalle. Ella me escuchó hasta el final. No pronunció ni una palabra, pero su respiración se hacía más agitada, hasta que sus ojos se animaron de pronto y bajó los párpados. Luego se puso el anillo en el dedo y, apartándose un poco, buscó un chal y un sombrero. Le pregunté adónde pensaba ir. Levantó hacia mí una mirada sorprendida y quiso contestarme, pero le falló la voz. Se estremeció varias veces, frotó sus manos una contra otra, como intentando calentarlas, y al fin profirió:

–Vamos allá ahora mismo.

–¿A dónde, madre?

–Donde está tendido… quiero ver… quiero saber… lo sabré…

Intenté disuadirla; pero estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Comprendí que era imposible oponerse a su deseo, y salimos juntos.

XVII

De nuevo caminaba yo por la arena de la duna, pero esta vez no iba solo. El mar se había retirado, alejándose más. Se calmaba; pero, aunque debilitado, todavía era pavoroso y tétrico su rumor. Por fin se divisaron la roca solitaria y los carrizos. Yo miraba con atención, tratando de discernir el bulto redondo tendido en tierra, pero no veía nada. Nos acercamos más. Yo aminoraba instintivamente el paso. Pero ¿dónde estaba aquello negro, inmóvil? Sólo los tallos de los carrizos resaltaban en oscuro sobre la arena ya seca. Llegamos hasta la propia roca… El cadáver no aparecía por ninguna parte, y sólo en el lugar donde estuvo tendido quedaba todavía un hoyo que permitía adivinar el sitio de los brazos, de las piernas… Los carrizos parecían aplastados en torno, y se advertían huellas de pisadas de una persona; cruzaban la duna y desparecían luego al llegar a un rompiente de rocas.

Mi madre y yo nos mirábamos, asustados de lo que leíamos en nuestros rostros…

¿Se habría levantado y se habría marchado él solo?

–Pero, ¿no lo viste tú muerto? –preguntó mi madre en un susurro.

Yo sólo pude asentir con la cabeza. No habían transcurrido ni tres horas desde que yo tropecé con el cadáver del Barón… Alguien lo descubriría y lo retiraría de allí. Había que buscar al que lo hubiera hecho y enterarse de lo que había sido de él.

XVIII

Mientras se dirigía hacia el sitio fatal, mi madre estaba febril, pero se dominaba. La desaparición del cadáver la aplanó como una desdicha irreparable. Yo temía por su razón. Me costó gran trabajo llevarla de vuelta a casa. De nuevo hice que se acostara y de nuevo requerí los cuidados del médico para ella. Pero, en cuanto se recobró un poco, mi madre exigió que yo partiera inmediatamente en busca de «esa persona». Obedecí. Sin embargo, nada descubrí a pesar de todas las pesquisas imaginables. Acudí varias veces a la policía, visité todas las aldeas próximas, puse anuncios en los periódicos, fui buscando datos por todas partes, pero en vano. Me llegó la noticia de que habían llevado a un náufrago a uno de los pueblos de la costa. Allá fui corriendo, pero lo habían enterrado ya y, por las señas, no se parecía al Barón. Me enteré del barco que había tomado para irse a América. Al principio, todo el mundo estaba persuadido de que se había ido a pique durante la tempestad; sin embargo, al cabo de algunos meses empezaron a cundir rumores de que lo habían visto anclado en el puerto de Nueva York. No sabiendo ya qué emprender, me puse a buscar al negro que había visto, ofreciéndole a través de los periódicos una recompensa bastante fuerte si se presentaba en nuestra casa. Cierto negro, alto y vestido con una capa, vino efectivamente a vernos en ausencia mía… Pero se alejó de pronto después de hacerle algunas preguntas a la sirvienta y no volvió más.

Así se perdió la pista de mi… de mi padre. Así desapareció irremediablemente en la muda tiniebla. Mi madre y yo no hablábamos nunca de él. Sólo una vez, recuerdo, se extrañó de que jamás hubiera aludido yo antes a mi extraño sueño. Enseguida añadió: «Conque, era precisamente…», y no terminó de formular su idea. Mi madre estuvo enferma mucho tiempo, y cuando al fin se repuso no volvieron ya a su cauce nuestras relaciones anteriores. Hasta su muerte, se encontró violenta a mi lado. Violenta, sí; justamente. Y ésa es una desgracia que no se puede remediar. Todo se embota con el tiempo. Incluso los recuerdos de los sucesos familiares más trágicos pierden gradualmente su fuerza y su acuidad. Pero, si entre dos personas entrañables se introduce una sensación de violencia, eso no hay nada que lo extirpe. Jamás volví yo a tener aquel sueño que tanto me angustiaba, ya no «encontraba» a mi padre, pero en ocasiones se me figuraba –y aún ahora se me figura– escuchar en sueños alaridos lejanos y tristes lamentos inextinguibles. Resuenan en algún lugar, tras un alto muro que no es posible trasponer, me desgarran el corazón y yo lloro con los ojos cerrados, incapaz de comprender si es un ser vivo el que gime o si escucho el prolongado y salvaje rumor del mar encrespado. Y de nuevo se transforma en el murmujeo de una fiera, y yo me despierto con angustia y pavor en el alma.

Microrrelato de Ramón Gómez de la Serna: Traspaso de los sueños

De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado a ser ya una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.

Descansando y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.

Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchar su incumbencia:

–Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.

–¿Y en qué lo ha podido notar?

–Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar… Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver…

–¿Pero cómo ha podido pasar eso?

–Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya…

–¿Y qué cree usted que podemos hacer?

–Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.

Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.

Minicuento de Chuang Ztu: Sueño de la mariposa

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Cuento corto de Gustavo Sainz: El río de los sueños

Yo, por ejemplo, misántropo, hosco, jorobado, pudrible, inocuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, y por si fuera poco, mexicano, duermo poco y mal desde hace muchos meses, en posiciones fetales, bajo gruesas cobijas, sábanas blancas o listadas, una manta eléctrica o al aire libre, según el clima, pero eso sí, ferozmente abrazado a mi esposa, a flote sobre el río de los sueños.

El libro de la imaginación. Editorial Fondo de Cultura Económica.

Relato muy corto de Jorge Luis Borges: Un sueño

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

238 (Ana María Shua)

Cuando mi sillón predilecto avanza por el living con los brazos extendidos y el paso decidido pero torpe, sé que se trata de un sueño. Vaya a saber qué pesadilla lo tiene otra vez así, sonámbulo.

Ana María Shua, La sueñera, Minotauro, Buenos Aires, 1984

Relato muy corto de Jorge Luis Borges: Un sueño

En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular… El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.

Narración breve de Francisco Rodríguez Criado: Al despertar

Nada marchaba bien ya. Nuestras disputas eran cada vez más frecuentes y agresivas. Todo estaba roto, hueco, olía a podrido. Se acercaba el fin de la relación.

Aquella tarde, después de echarnos en cara tantas y tantas cosas (todas ciertas y todas mentiras), se marchó de casa, dando un portazo. Cuando regresó, yo estaba en la cama, casi dormido. Noté su cuerpo pegarse tímidamente al mío, transmitiéndome el calor de la indiferencia. Para confirmar la idea de que no había salvación posible, hicimos el amor salvajemente, mintiéndonos, ahogándonos aún más, matando el veneno de la verdad con chillidos artificiales. Al acabar, nos quedamos mirando al techo, cubriendo nuestros presentimientos de silencio. Ella lo sabía y yo lo sabía: la proximidad era lo que nos alejaba.

(Es todo tan gris cuando estás con una mujer que ya no te ama y a quien ya no amas…).

Ambos esperábamos el sueño como una tabla de salvación. ¿Hasta cuándo aquella agonía? Decidí entonces que a la mañana siguiente, en cuanto despertase (en vez de aceptar un alto el fuego, como venía siendo lo habitual), me levantaría para hacer las maletas. No podía vivir más tiempo a su lado.

Pero al despertar resulta que no despertamos. No estábamos allí, en aquella cama sin deshacer; no era aquella nuestra casa, ni aquellos cuerpos eran nuestros cuerpos; nuestras riñas no habían existido tampoco en el mundo de la realidad. Simplemente, no estábamos. De repente comprendimos que toda nuestra vida había sido un sueño. Nos miramos, deseando ser soñados nuevamente.

Relato corto de Raymond Carver: Sueños

Mi mujer tiene la costumbre de contarme todo lo que sueña. Cuando se despierta le llevo el café y el zumo y me siento en una silla al lado de la cama mientras se espabila y se aparta los cabellos del rostro. Tiene la expresión de quien acaba de despertarse, pero en su mirada también se aprecia que viene de muy lejos.

—A ver —le digo.

—Qué raro —contesta ella—. He tenido un sueño entero y la mitad de otro. He soñado que era un chico y que iba a pescar con mi hermana y su amiga, pero estaba borracho. Figúrate. ¿No es el colmo? Tenía que llevarlas en el coche, pero no había forma de encontrar las llaves. Luego, cuando las he encontrado, el coche no arrancaba. De buenas a primeras estábamos pescando en el lago, en una barca. Se acercaba una tormenta, pero no podía poner en marcha el motor. Mi hermana y su amiga no paraban de reírse. Pero yo tenía miedo. En eso me he despertado. ¿No es raro? ¿Qué te parece?

—Escríbelo —le dije, encogiéndome de hombros.

No tenía otra cosa que decirle. Yo no sueño. Hace años que no sueño nada. O a lo mejor sí, pero cuando me despierto no me acuerdo de nada. No soy ningún especialista en sueños; ni en los míos ni en los de nadie. Una vez Dotty me contó que poco antes de casarnos se pasó la noche ladrando en sueños. Al despertarse vio a su perrito, Bingo, sentado a los pies de la cama y mirándola de manera extraña. Se dio cuenta de que había ladrado en sueños. ¿Qué significaría eso?, se preguntó. Lo calificó de pesadilla, añadiéndolo a su libro de sueños, y eso fue todo. No le dio más vueltas. Nunca interpretaba sus sueños. Se limitaba a escribirlos y luego, cuando tenía otro, lo anotaba a continuación.

—Bueno, me subo —le dije—. Tengo que ir al cuarto de baño.

—Estaré enseguida. Primero tengo que espabilarme. Quiero pensar un poco más en este sueño.

En realidad no tenía que ir al cuarto de baño, de manera que cogí una taza de café y me senté a la mesa de la cocina. Estábamos en agosto, en plena canícula, y teníamos las ventanas abiertas. Hacía calor, ya lo creo. Asfixiante. Mi mujer y yo nos pasamos casi todo el mes durmiendo en el sótano. Pero nos arreglamos bien. Llevamos abajo colchones, almohadas, sábanas, de todo. Teníamos una mesita, una lámpara, un cenicero. Nos reíamos. Era como volver a empezar. Pero arriba todas las ventanas estaban abiertas, y en la casa de al lado también lo estaban. Sentado a la mesa, oí a Mary Rice, la vecina. Era temprano, pero ya se había levantado y andaba por la cocina en camisón. Tarareaba una melodía, y me puse a escucharla mientras me bebía el café. Luego sus hijos aparecieron en la cocina y los saludó diciendo:

—Buenos días, niños. Buenos días, mis seres queridos.

En serio. Eso es lo que les dijo su madre. Luego se sentaron a la mesa, riéndose de algo, y uno de los niños empezó a golpear la silla contra el suelo, riendo a carcajadas.

—Ya está bien, Michael —le dijo su madre—. Termínate los cereales, cariño.

Al cabo de un momento, Mary Rice mandó a sus hijos a que fueran a vestirse para ir al colegio. De nuevo se puso a tararear mientras fregaba los cacharros. Al escucharla, pensé: Soy un hombre de suerte. Tengo una mujer que siempre sueña algo diferente, que todas las noches se acuesta a mi lado y en cuanto se queda dormida algún hermoso sueño la transporta muy lejos. Unas veces sueña con caballos, con tormentas y gente, y otras hasta cambia de sexo en el sueño. Yo no echaba en falta mis propios sueños. Sólo tenía que pensar en los suyos para no sentirme frustrado. Y además en la casa de al lado, tengo una vecina que se pasa el día cantando o tarareando. En general, me sentía bastante afortunado.

Me acerqué a la ventana para ver cómo se marchaban al colegio los niños de al lado. Vi cómo Mary Rice los besaba a los dos en la mejilla, diciendo:

—Adiós, niños.

Luego cerró la puerta mosquitera, se quedó detrás un momento, viendo cómo los niños se alejaban por la calle, y después dio media vuelta y volvió a entrar en la casa.

Conocía sus costumbres. Ahora dormiría unas horas: nunca se acostaba al volver de su trabajo nocturno, poco después de las cinco de la mañana. La chica que le hacía de canguro —Rosemary Bandel, una vecina— esperaba a que ella llegase y luego cruzaba la calle y entraba en su casa. Y entonces las luces permanecían encendidas en casa de Mary Rice durante el resto de la noche. A veces, si tenía las ventanas abiertas, como ahora, oía música de piano, y una vez hasta oí a Alexander Scourby leyendo Grandes esperanzas.

A veces, cuando no podía conciliar el sueño —mi mujer dormía y soñaba a mi lado—, me levantaba de la cama y subía para sentarme a la mesa y escuchar su música o sus libros grabados, acechando el momento en que su silueta pasara delante de un visillo o se recortara por detrás de la persiana. Alguna que otra vez sonaba el teléfono muy temprano, a una hora intempestiva, pero ella siempre lo cogía a la tercera llamada.

Sus hijos, según averigüé, se llamaban Michael y Susan. A mis ojos no se diferenciaban en nada de los demás niños del barrio, salvo en que cuando los veía, pensaba: Qué suerte tenéis, niños, de tener una madre que os cante. Vuestro padre no os hace ninguna falta. Una vez vinieron a casa a vendernos unas pastillas de jabón, y en otra ocasión llamaron a la puerta para ofrecernos semillas. Nosotros no tenemos jardín, desde luego —donde vivimos nosotros no crece nada—, pero se las compré de todos modos, qué demonios. La noche de Halloween también vinieron, con la chica que los cuidaba —su madre, naturalmente, estaba trabajando—, y les di chocolatinas y saludé con la cabeza a Rosemary Bandel.

Mi mujer y yo somos los vecinos más antiguos del barrio. Hemos visto llegar y marcharse a todo el mundo. Mary Rice vino hace tres años con su marido y sus hijos. Su marido era un técnico de la compañía telefónica, encargado del tendido y mantenimiento, y se marchaba a trabajar a las siete de la mañana y volvía a las cinco de la tarde. Luego dejó de llegar a esa hora. Volvía cada vez más tarde, si es que volvía.

Mi mujer también lo notó.

—Hace tres días que no lo veo —dijo.

—Yo tampoco —dije.

Unos días antes, por la mañana, había oído gritos, y uno de los niños lloraba; quizás los dos.

Luego, en el mercado, la vecina que vivía al lado de Mary Rice contó a mi mujer que el matrimonio se había separado.

—Los ha abandonado, a ella y a los niños —dijo aquella mujer—. El hijo de puta.

Y entonces, no mucho después, como su marido se había despedido del trabajo y se había marchado de la ciudad, Mary Rice tuvo que buscarse el sustento y encontró trabajo en un restaurante donde servía cócteles y no tardó mucho en pasarse toda la noche escuchando música y grabaciones de libros. Y cantando unas veces y tarareando otras. La otra vecina de Mary Rice dijo que se había matriculado en la universidad para hacer dos cursos por correspondencia. Se estaba creando una nueva vida, aseguró la vecina, una nueva vida para ella y para sus hijos.

Como el invierno se acercaba decidí poner las contraventanas. Mientras estaba fuera, subido en la escalera, los niños de al lado, Michael y Susan, salieron de la casa como un tromba, en compañía del perro y haciendo que la puerta mosquitera se cerrara de golpe tras ellos. Corrieron por la acera ya con los abrigos puestos, dando patadas a los montones de hojas muertas.

Mary Rice salió a la puerta y vio cómo se alejaban. Luego me miró a mí.

—Buenos días —dijo—. Por lo visto, ya se está preparando para el invierno.

—Así es —dije—. Pronto se nos echará encima.

—Sí, no tardará mucho —dijo ella. Luego esperó un momento, como si fuera a añadir algo, y dijo—: Bueno, encantada de hablar con usted.

—El placer ha sido mío.

Eso fue poco antes del día de Acción de Gracias. Una semana después, más o menos, cuando entré en la habitación con el café y el zumo de mi mujer, me la encontré ya despierta e incorporada y lista para contarme su sueño. Dio unas palmaditas sobre la cama, y me senté a su lado.

—Este sí que es la monda —dijo—. Si quieres oír algo bueno, atiende.

—Adelante —dije.

Tomé un sorbo de su taza y se la di. Ella cerró las manos en torno a la taza, como si las tuviera frías.

—Íbamos en barco —dijo.

—Nunca hemos ido en barco —dije.

—Lo sé, pero íbamos en un barco grande, un crucero, creo. Estábamos acostados, en una litera o algo así, cuando llamaron a la puerta y entró alguien con una bandeja de magdalenas. Dejaron la bandeja y volvieron a salir. Me levanté a coger una magdalena. Tenía hambre, sabes, pero cuando la toqué, me quemó la punta de los dedos. Entonces se me empezaron a encoger los dedos de los pies, como cuando tienes miedo, ya sabes. Me volví a acostar pero entonces oí una música fuerte, de Scriabin, y luego un entrechocar de copas, centenares, quizás miles de copas, todas resonando a la vez. Te desperté, te lo conté y me dijiste que ibas a ver lo que pasaba. Recuerdo que cuando saliste vi pasar la luna fuera, por delante del ojo de buey. Luego el barco debió de virar o algo así, porque volvió a pasar la luna inundando de luz el camarote. Entonces volviste, en pijama, tal como te habías marchado, y te acostaste y te dormiste otra vez sin decir palabra. La luna brillaba al otro lado de la ventana y en el camarote relucía todo, pero tú seguías sin decir nada. Me acuerdo de que me asustaste un poco con tu silencio y de que se me volvieron a encoger los dedos de los pies. Luego me volví a dormir y aquí estoy. ¿Qué te parece? Menudo sueño, ¿no? ¡Dios mío de mi vida! ¿Qué podrá significar? Tú no has soñado nada, ¿verdad?

Dio un sorbo de café y se me quedó mirando. Sacudí la cabeza. No sabía qué decir, de manera que le recomendé que lo anotara en el cuaderno.

—Pues vaya, no sé. Se están volviendo muy raros, ¿no te parece?

—Anótalo en el cuaderno.

Enseguida llegaron las navidades. Compramos un árbol, lo adornamos y la mañana de Navidad intercambiamos regalos. Dotty me regaló un par de manoplas, un globo terráqueo y una suscripción a la revista Smithsonian. Yo le regalé un perfume —se sonrojó al abrir el paquete— y un camisón. Me abrazó. Luego subimos al coche y fuimos a comer a casa de unos amigos.

Entre Navidad y primero de año vino una ola de frío. Nevó, y luego volvió a nevar. Un día, Michael y Susan estuvieron en la calle el tiempo suficiente para hacer un muñeco de nieve. Le pusieron una zanahoria en la boca. Por la noche veía el resplandor de la tele por la ventana de su cuarto. Mary Rice seguía yendo a trabajar todas las noches, Rosemary venía a cuidar de los niños y la luz siempre permanecía encendida toda la noche.

En Nochevieja fuimos al otro extremo de la ciudad a cenar con nuestros amigos. Jugamos a las cartas, vimos la tele y a medianoche abrimos una botella de champán. Harold y yo nos estrechamos la mano y nos fumamos un puro. Luego Dotty y yo cogimos el coche y volvimos a casa.

Pero —y aquí es donde empieza lo malo— al llegar al barrio nos encontramos la calle bloqueada por dos coches patrulla. Sus luces giraban sin parar sobre la carrocería. Otros coches, automovilistas curiosos, se habían parado, y los vecinos habían salido de sus casas. Muchos estaban vestidos y llevaban abrigo, pero había gente en pijama con gruesos abrigos encima que evidentemente se habían puesto a toda prisa. Cerca de casa había dos coches de bomberos aparcados, uno delante del jardín y otro en el camino de entrada de la casa Mary Rice.

Di mi nombre a un policía y le expliqué que vivíamos allí, donde estaba el camión grande.

—¡Están delante de nuestra casa! —gritó Dotty.

El policía me dijo que teníamos que aparcar e ir andando.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

—Parece que se ha prendido fuego una estufa. Bueno, eso es lo que me han dicho. En la casa había unos niños. Tres, contando la canguro. Ella salió. Por desgracia, los niños se quedaron dentro. Se asfixiaron con el humo.

Echamos a andar por la calle, hacia casa. Dotty me cogió del brazo y se apretó contra mí.

—¡Ay, Dios mío! —repetía.

Ya cerca, en el tejado de la casa de Mary Rice, iluminado por los focos de los bomberos, vi a un hombre con una manguera. Pero ya no echaba sino un hilillo de agua. Habían roto la ventana del dormitorio, y dentro se veía a un hombre que se movía por el cuarto con algo que podía ser un hacha. Entonces un bombero salió por la puerta con algo en los brazos, y vi que era el perro de los niños. Me causó mucha impresión.

Había por allí una camioneta de la cadena local de televisión y un operador filmaba con una cámara que llevaba sobre el hombro. Los vecinos se apiñaban alrededor. Los coches de bomberos estaban con el motor en marcha, y de cuando en cuando se oían voces por la radio. Pero ninguno de los mirones decía nada. Me fijé en ellos y reconocí a Rosemary, que estaba con la boca abierta entre su padre y su madre. Luego sacaron a los niños, en camilla. Eran tipos enormes, los bomberos, con botas, impermeables y cascos, hombres de aspecto indestructible que parecían tener cien años más de vida por delante. Salieron a la calle, uno a cada extremo de las camillas, llevando a los niños.

—Oh, no —decía la gente que estaba mirando. Y repetía luego—: Oh, no.

—¡No! —lloró alguien.

Dejaron las camillas en el suelo. Apareció un hombre con traje y gorro de lana que aplicó un estetoscopio al corazón de los niños para ver si había algún latido. Hizo luego una seña con la cabeza a los enfermeros de la ambulancia, que fueron a recoger las camillas.

En aquel momento llegó un coche pequeño y Mary Rice bajó de un salto del asiento del pasajero. Corrió hacia los enfermeros que estaban a punto de introducir las camillas en la ambulancia.

—¡Déjenlos en el suelo! —gritó—. ¡Déjenlos en el suelo!

Y los enfermeros se detuvieron, pusieron las camillas en el suelo y dieron un paso atrás. Mary Rice se irguió sobre sus hijos y aulló; sí, no hay otra palabra. La gente se retiró y se acercó de nuevo cuando Mary se arrodilló en la nieve junto a las camillas y, primero a uno y luego a otro, acarició el rostro de los niños.

El hombre del traje y el estetoscopio se aproximó a Mary Rice y se arrodilló a su lado. Otro —seguramente el jefe de bomberos o, si no, su ayudante— hizo una seña a los enfermeros, luego se acercó a Mary Rice, la ayudó a ponerse en pie y le rodeó el hombro con los brazos. El del traje estaba al otro lado de ella, pero no la tocó. El conductor del coche que la había traído a casa se adelantó ahora a ver lo que pasaba, pero no era más que un muchacho de aspecto asustado, un friegaplatos o ayudante de camarero. Se dio cuenta de que no tenía derecho a presenciar el dolor de Mary Rice. Retrocedió y se apartó de la gente, mirando fijamente las camillas que los enfermeros introducían en la parte trasera de la ambulancia.

—¡No! —gritó Mary Rice, precipitándose hacía el vehículo cuando introducían en él las camillas.

Me acerqué entonces a ella —nadie hacía nada— y la cogí del brazo.

—Mary, Mary Rice —dije.

Se dio media vuelta rápidamente y se encaró conmigo.

—No lo conozco, ¿qué quiere usted? —me dijo.

Llevó el brazo hacia atrás y me dio una bofetada en la cara.

Luego subió a la ambulancia con los enfermeros. La ambulancia arrancó y fue patinando por la calle, tocando la sirena mientras los mirones se apartaban para dejarla pasar.

Dormí mal aquella noche. Y Dotty no paró de moverse ni de quejarse en sueños. Comprendí que estaba muy lejos de mí. Por la mañana no le pregunté lo que había soñado, y ella tampoco me dijo nada. Pero cuando entré en la habitación con el zumo de naranja y el café, tenía el cuaderno en las rodillas y un bolígrafo en la mano. Dejando dentro el bolígrafo, cerró el cuaderno y me miró.

—¿Qué pasa ahí al lado? —me preguntó.

—Nada —dije—. La casa está a oscuras. Hay huellas de neumáticos en la nieve. La ventana de la habitación de los niños está rota. Eso es todo. Nada más. A no ser por eso, por la ventana de la habitación, nadie pensaría que ha habido fuego. Nadie se imaginaría que han muerto dos niños.

—Esa pobre mujer —dijo Dotty—. Pobrecilla, por Dios Santo, qué desgraciada debe ser. Que Dios nos asista. Y a ella también.

Durante toda la mañana no dejó de pasar gente por delante de la puerta de Mary Rice. Coches que circulaban despacio, mientras sus ocupantes contemplaban la casa. O peatones que se acercaban a observar la ventana, fijándose en la nieve pisoteada de la parte delantera, para luego seguir su camino. Hacia mediodía me encontraba frente a la ventana cuando llegó una furgoneta y aparcó. Mary Rice y su ex marido, el padre de los niños, se bajaron y se dirigieron a la casa. Caminaban despacio, y el hombre la cogió del brazo para ayudarla a subir los escalones del porche. La puerta se había quedado abierta la noche anterior. Ella entró primero. Luego pasó él.

Por la noche revivimos todo el suceso en las noticias locales.

—No puedo verlo —dijo Dotty, pero siguió mirando, igual que yo.

En las imágenes salía la casa de Mary Rice y un bombero en el tejado que dirigía la manguera hacia la ventana rota. Luego sacaban a los niños de la casa, y de nuevo vimos cómo Mary Rice caía de rodillas. Después, cuando introducían las camillas en la ambulancia, Mary Rice daba media vuelta, se encaraba con alguien y gritaba: «¿Qué quiere usted?»

Al día siguiente, sobre la doce, la furgoneta se detuvo delante de la casa. Un momento después, antes incluso de que el conductor pudiera apagar el motor, Mary Rice bajaba los escalones del porche. El conductor se bajó, dijo «Buenos días, Mary» y le abrió la puerta del pasajero. Luego se marcharon al entierro.

El hombre pasó las cuatro noches siguientes en la casa, y al otro día, al levantarme —temprano, como siempre—, vi que la furgoneta no estaba y comprendí que se había marchado.

Aquella mañana Dotty me contó uno de sus sueños. Estaba en una casa de campo y aparecía un caballo blanco que la miraba por la ventana. En eso se despertó.

—Quiero hacer algo para mostrarle nuestro pesar —dijo Dotty—. Invitarla a cenar, quizás.

Pero pasaron los días y no hicimos nada, ni Dotty ni yo, para que viniera a casa. Mary Rice volvió a trabajar, sólo que ahora lo hacía de día, en una oficina. Yo la veía salir por la mañana y volver poco después de las cinco. Sobre las diez de la noche se apagaban las luces. En la habitación de los niños siempre estaba bajada la persiana, y suponía, aunque no podía estar seguro, que la puerta permanecía cerrada.

Un sábado, hacia finales de marzo, salí a desmontar las contraventanas. Al oír ruido volví la cabeza y vi a Mary Rice, que trataba de remover la tierra con una pala en la parte de atrás de su casa. Llevaba pantalones, jersey y un sombrero de paja.

—Buenos días —dije.

—Buenos días —dijo—. No sé si me estoy precipitando, pero tengo mucho tiempo libre, ya sabe, y bueno, pues es la época del año que indican en el paquete. —Sacó del bolsillo un paquete de semillas—: El año pasado mis hijos fueron vendiendo semillas por el barrio. Al limpiar los cajones encontré unos paquetes.

No le mencioné los que yo tenía en el cajón de la cocina.

—Hace tiempo que mi mujer y yo queríamos invitarla a cenar —le dije—. ¿Le apetecería venir un día de éstos? ¿Esta noche, si no tiene otra cosa que hacer?

—Bueno, por qué no. De acuerdo. Pero ni siquiera sé cómo se llama usted. Ni su mujer tampoco.

Se lo dije y luego le pregunté:

—¿Le parece bien a las seis?

—¿Cuándo? Ah, sí. A las seis está bien. —Empuñó la pala y removió la tierra—. Voy a seguir, a ver si planto las semillas. Iré a las seis. Gracias.

Volví a casa y le dije a Dotty lo de la cena. Saqué los platos y los cubiertos. Cuando volví a mirar por la ventana Mary Rice se había metido en casa, ya no estaba en el jardín.

(“Dreams”)

Originalmente publicado, en forma ligeramente diferente, en

Esquire Magazine, 134, n.° 2 (agosto de 2000);

Call If You Need Me (2000);

Collected Stories (2009)

Nota de Señor Breve: Publicamos este relato de Raymond Carver en la versión que puede leerse en Literatura.us. La editorial Anagrama lo incluyó en su libro Si me necesitas, llámame.

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