Paz Monserrat Revillo es bióloga de formación y trabaja como profesora de instituto. Es autora de libros de narraciones breves como Hormonautas y Jardinería de interior. Algunas de sus ficciones fueron seleccionadas para la antología Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto, 2012).
Hoy ofrecemos dos de sus relatos de viaje «muy poco espirituales».
Puedes seguir a Paz Monserrat Revillo en su blog Crónicas desenfocadas.
- Los diseños elegantes, refinados y de eficacia probada se combinan con una silueta moderna y cónica
- El acabado lacado en negro brillante se complementa con un llamativo adorno cromado y el emblemático clip...
- La punta del roller permite que la tinta fluya sobre el papel de forma suave, homogénea y sin esfuerzo.
- Su forma cómoda y ergonómica se combina con el trabajo artesanal de PARKER para evocar la rica tradición de...
- Este bolígrafo roller, que constituye un regalo asequible pero sofisticado, se presenta en un estuche PARKER...
Rogelio Sinán (en PanamáPoesía.com)
Un viaje inolvidable
Yo no quería ir a una cremación, por supuesto, pero me vi abocada. Te empujan, te acorralan… y cuando te das cuenta estás allí delante, con ese calor insufrible y el olor a churrasco que flota por toda la ciudad impregnando tu piel y cubriendo tu ropa como una costra. De repente ves una pierna que se desprende y cae donde las cenizas. Y no puedes escapar ni desconectar tus sentidos, aunque en ese momento desearías tener un interruptor que lo apagara todo.
Cuando por fin pudimos huir de aquel espanto, nos acercamos a un restaurante en el que se podían pedir macarrones y pizza. Hasta mi amiga −que viajaba buscando su karma y deseando dejarse transformar de forma holística por todas las experiencias, olores y sabores que nos deparara nuestra estancia en la India− cedió gustosa ante la idea de una comida sin especias. Así que nos sentamos en la terraza dispuestas a dar un respiro a nuestros neurotransmisores. Todo parecía reconducirse hacia una cierta normalidad. Hasta que −tras un súbito viraje en la dirección del viento− una lluvia de cenizas, procedente con mucha probabilidad del difunto que acabábamos de despedir, cayó sobre nosotras y nuestros macarrones recién servidos. Allí se quedaron, en aquella terraza desde donde se contemplaba una ciudad sin final en el horizonte, pagados pero sin consumir.
Tampoco quería navegar por el Ganges, pero al final, ay, lo hice. Todos mis pensamientos estaban ocupados en convencerme a mí misma de que aquel barquito no iba a volcar. Me aferraba a la madera que me cubriría como una trampa mortal antes de morir ahogada en esas aguas hediondas y fangosas. Mientras estas ideas atravesaban mi mente, algunos “bultitos” nos adelantaban arrastrados por la corriente. Yo me maldecía por esa manía mía de documentarme antes de los viajes. Si no lo hubiera hecho no me habría impactado ver esos paquetes tan bien atados flotando por el río, porque jamás se me hubiera ocurrido que pudieran ser cadáveres de niños, a los que no está permitido quemar. Al final del paseo desembarqué mareada y tensa, jurando que no volvería a claudicar. Menos mal, pensé, que al día siguiente nos íbamos de allí hacia una zona rural. Un escenario, que imaginaba idílico, donde podríamos desconectar de aquella sobredosis de estímulos y aprendizajes. Me tranquilizaba saber que habíamos reservado un vagón de primera clase con literas donde podríamos dormir y recuperarnos.
Entonces aún no sabía que los cientos de niños de ojos enormes que merodeaban en la estación eran habilidosos ladronzuelos especializados en detectar las carteras de turistas europeas. Ni que aquellos destellos al fondo de la estación no eran otra cosa que una concentración de ratas que subían y bajaban por la pared. Ni que nuestro vagón, como el resto del tren, era el paraíso de las cucarachas. Y que pasaríamos la noche envueltas como momias con el fin de evitar que entraran en contacto con la piel, para no pegar ojo de todas formas. Ni que, al cabo de dos horas de “amortajamiento”, a mi amiga se le agotarían las reservas de calma y espiritualidad. Se olvidaría por completo de sus ínfulas zen y terminaría chillando a zapatazo limpio contra las cucarachas, que crujían, caían al suelo, y a continuación volvían a la vida, dándonos una valiosísima lección práctica sobre el significado de la reencarnación.
Es posible que todo tenga un sentido, que sea cíclico y que detrás de cada experiencia se esconda un aprendizaje, como proclamaba mi amiga al principio del viaje. La devoción y la renuncia son métodos de purificación y preparación, y hay que alcanzar la liberación del cuerpo mortal a través del conocimiento, según los textos del Brahma-Sūtra. Pero a esas alturas yo solo quería volver a mi casa, confirmar definitivamente que la vida era lineal, y no aprender nada más en el resto de mis días.
Viaje de ida y vuelta
La ventanilla de un tren a punto de salir es un observatorio privilegiado para saber en qué consiste despedirse. Si quisiéramos tener una visión global del asunto de los apegos humanos y escuchar el genuino sonido del velcro de nuestras relaciones (pegándose y despegándose) tendríamos que completar el trabajo de campo con una visita a una terminal de llegada de vuelos de un aeropuerto, con sus pancartas de bienvenida, abrazos exagerados y empalagosos grititos. Pero, como ocurre con la tristeza y la alegría en la música −cuánto mejor un bolero que la canción del verano−. da mucho más juego el desgarro de una despedida que un recibimiento rebosante de azúcar.
Es por eso que cuando, el otro día, vi a esa pareja despidiéndose en la estación del Norte como si estuvieran cantando un bolero, apoyé el codo en la ventanilla y me dispuse a disfrutar del espectáculo, rezando para que ese día el tren también saliera con retraso.
Ella era joven pero no en exceso, estaba en esa edad en la que en la época de mis padres todas las mujeres ya tenían hijos, mientras que ahora viven una interminable prórroga de la adolescencia. El, en cambio, se situaba en esa incipiente madurez que tan seductores nos vuelve a los hombres. ¿Quizás fuera su profesor? Probablemente, pues ella llevaba una carpeta.

El abrazo era contundente y profundo. Había algo de violencia contra el destino de separarse que le daba un toque de desesperación muy atractivo para un voyeur tan fantasioso como yo. El tren estaba a punto de salir. El velcro se resistía a despegarse. ¿Quién de los dos subiría al tren? El último encaje de sus cuerpos derivó en un acrobático enlace de brazos y acabó en una caricia que él deslizó con tristeza en el rostro de la chica. Cuídate, cuídate −me pareció descifrar de la lectura de sus labios.
Ella subió a mi vagón. Avanzó con gesto lento, concentrado. Ligera, como si levitase unos milímetros por encima del suelo del pasillo. El azar la depositó en el asiento vacío frente al mío, dándome la oportunidad de observar −con la cautela que requiere el voyerismo más sofisticado− cómo iba mudando su rostro tras el desgarro del velcro, cómo se iniciaba la cicatrización.
El tren comenzó a moverse. Ella se aferraba a la carpeta y al bolso. Su mirada no apuntaba a ningún objeto del exterior, flotaba en el aire sin tratar de captar nada, sin tratar de comprender lo que veía. Una mirada acurrucada sobre sí misma como un perro que duerme. Llevábamos media hora de trayecto y yo estaba a punto de estallar de éxtasis por tener el privilegio de asistir en directo a la visión de un volcán en aparente calma pero que emite ondas que avisan a los sismógrafos de su actividad. De repente abrió el bolso. Sacó una toallita húmeda, que se pasó por todo el rostro. Después cogió su móvil, marcó un número que tenía archivado, tragó saliva y cuando contestaron al otro lado dijo:
–¿Cómo va, cariño? Ya estoy a punto de llegar. Sí, sí. Espérame para el baño del niño, ¿vale? Un beso.
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