Tatuajes. 3 relatos cortos de 3 grandes autores

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Hoy que casi todo el mundo (hombres y mujeres) parecen haber sucumbido a la moda de los tatuajes, compartimos con vosotros tres relatos cortos relacionados con los tatuajes, de tres grandes autores.

Nos referimos al venezolano Ednodio y a los británicos Hector Hugh Munro, más conocido por su seudónimo (Saki), y Roald Dahl, autor que se labró una exitosa carrera para lectores adultos y también para niños.

Presentamos las narraciones de menor a mayor extensión. Si son de vuestro agrado, por favor, compartidlas, para que otras personas se beneficien de su lectura.

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Tatuaje (cuento breve de Ednodio Quintero)

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.

La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.

El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal. 

El tatuaje (relato corto de Saki)

–La jerga artística de esa mujer me cansa –dijo Clovis a su amigo periodista–. Le gusta tanto decir que ciertos cuadros “crecen sobre nosotros”, como si fueran una especie de hongos.

–Eso me recuerda –dijo el periodista– la historia de Henri Deplis. ¿Te la conté alguna vez?

Clovis negó con la cabeza.

–Henri Deplis era por nacimiento un nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Por una reflexión más madura, se convirtió en un viajante de comercio. Sus actividades frecuentemente lo llevaban más allá de los límites del Gran Ducado, y paraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegaron noticias de que había recibido un legado de una parienta distante que había fallecido.

»No era un gran legado, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó hacia algunas extravagancias aparentemente inofensivas. En particular lo condujo a patrocinar el arte local en tanto representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, tal vez, el más brillante maestro de tatuaje que Italia había conocido jamás, pero estaba decididamente empobrecido, y por la suma de seiscientos francos emprendió alegremente la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la clavícula hasta la cintura, con una brillante representación de la Caída de Ícaro. El diseño, cuando fue finalmente desarrollado, le produjo una ligera desilusión a Monsieur Deplis, que había imaginado que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein en la Guerra de los Treinta Años, pero quedó más que satisfecho con el trabajo ejecutado, que fue aclamado por todos los que tuvieron el privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.

»Fue su más grande esfuerzo, y el último. Sin siquiera esperar que le pagaran, el ilustre artesano dejó este mundo y fue enterrado en una ornamentada tumba, cuyos querubines alados habrían proporcionado poco campo de aplicación para el ejercicio de su arte favorito. Quedaba, sin embargo, la viuda de Pincini, a quien se le debían los seiscientos francos. Y acto seguido surgió la gran crisis en la vida de Henri Deplis, viajante de comercio. El legado, bajo el peso de numerosos pequeños reclamos, había menguado hasta una proporción insignificante, y cuando una apremiante factura de vinos y diversas otras cuentas corrientes habían sido pagadas, quedaba poco más de cuatrocientos treinta francos para ofrecerle a la viuda. La dama estaba justamente indignada; no tanto, como explicó volublemente, debido a la sugerencia de suprimir ciento setenta francos, sino también por el intento de disminuir el valor de la reconocida obra maestra de su difunto esposo. En una semana, Deplis se vio obligado a reducir su oferta a cuatrocientos cinco francos, lo que atizó la indignación de la viuda, que se transformó en furia. Canceló la venta de la obra de arte, y algunos días después Deplis se enteró consternado de que la había donado a la municipalidad de Bérgamo, que la había aceptado con agradecimiento. Dejó la vecindad lo más discretamente posible, y se sintió genuinamente aliviado cuando sus negocios lo condujeron a Roma, donde esperaba que su identidad y la del famoso cuadro pudieran perderse de vista.

»Pero cargaba en su espalda el peso del genio del difunto. Al aparecer un día en el humeante corredor de un baño de vapor, fue enseguida obligado a ponerse sus ropas por el propietario, que era un italiano del norte, que rehusó enfáticamente permitir que la celebrada Caída de Ícaro fuera exhibida en público sin el permiso de la municipalidad de Bérgamo. El interés público y la vigilancia oficial aumentaron cuando la cuestión fue más ampliamente conocida, y Deplis no pudo tomar un simple baño en el mar o en un río en las tardes más tórridas, a menos que se cubriera hasta la clavícula con un amplio traje de baño. Más adelante, las autoridades de Bérgamo concibieron la idea de que el agua salada podía ser perjudicial para la obra de arte y se obtuvo un perpetuo interdicto que impedía al atormentado viajante comercial bañarse en el mar en ninguna circunstancia. Se sintió fervientemente agradecido cuando la firma que lo empleaba lo destinó a una nueva rama de actividades en la vecindad de Bordeaux. Su agradecimiento, sin embargo, cesó abruptamente en la frontera franco-italiana. Un imponente despliegue de fuerzas oficiales impidió su partida, y se le recordó severamente que una estricta ley prohibía la exportación de obras de arte italianas.

»Una reunión diplomática entre los gobiernos italiano y luxemburgués siguió a continuación, y en un momento la situación europea se ensombreció con la posibilidad de problemas. Pero el gobierno italiano se mantuvo firme; declinó ocuparse en absoluto de las peripecias o aun de la existencia de Henri Deplis, viajante de comercio, pero permaneció inconmovible en su decisión de que la Caída de Ícaro (obra del difunto Pincini, Andreas), actualmente propiedad de la municipalidad de Bérgamo, no debía abandonar el país.

»La excitación decayó con el tiempo, pero el desgraciado Deplis, que estaba constitucionalmente en condiciones de retirarse, se encontró unos meses más tarde otra vez en el centro mismo de una furiosa controversia. Cierto experto en arte de nacionalidad alemana, que había obtenido de la municipalidad de Bérgamo el permiso para inspeccionar la famosa obra maestra, declaró que era un Pincini falso, probablemente la obra de un discípulo que había empleado en los años de su decadencia. La declaración de Deplis sobre el asunto carecía obviamente de valor, puesto que había estado bajo la influencia de los habituales narcóticos durante el largo proceso de punzar el diseño. El editor de una revista italiana de arte refutó las opiniones del experto alemán y se propuso demostrar que su vida privada no se adecuaba a ningún criterio moderno de decencia. La totalidad de Italia y Alemania se trenzaron en la disputa, hubo escenas borrascosas en el Parlamento español, y la Universidad de Copenhague otorgó una medalla de oro al experto alemán (enviando después una comisión para examinar sus pruebas in situ), mientras que dos escolares polacos en París se suicidaron para mostrar lo que ellos pensaban del asunto.

»Entretanto, al desagraciado portador humano no le iba mejor que antes, y no es sorprendente que cayera en las filas de los anarquistas italianos. Cuatro veces por lo menos fue escoltado hasta la frontera como un peligroso e indeseable extranjero, pero era siempre traído de vuelta como La caída de Ícaro (atribuido a Pincini, Andreas, principios del siglo XX). Y luego, un día, en un congreso anarquista de Génova, un compañero trabajador, en el calor del debate, derramó una ampolla de líquido corrosivo en su espalda. La camisa roja que usaba mitigó los efectos, pero el Ícaro quedó arruinado al punto de ser irreconocible. Su atacante fue severamente reconvenido por atacar a un camarada anarquista y fue condenado a siete años de prisión por destruir un tesoro de arte nacional. Tan pronto como pudo abandonar el hospital, Henri Deplis fue obligado a cruzar la frontera como un extranjero indeseable.

»En las calles más tranquilas de París, especialmente en la vecindad del Ministerio de Bellas Artes, se puede encontrar a veces un hombre deprimido y ansioso, a quien si se le pregunta la hora, responderá con un acento ligeramente luxemburgués. Abriga la ilusión de que es uno de los brazos perdidos de la Venus de Milo, y espera persuadir al gobierno francés para que lo compre. Sobre toda otra cuestión creo que está tolerablemente cuerdo.

Relato largo de Roald Dahl: Tatuaje

En el año 1946 el invierno fue muy largo. Aunque estábamos en el mes de abril, un viento helado soplaba por las calles de la ciudad. En el cielo, las nubes cargadas de nieve se movían amenazadoras.

Un hombre llamado Drioli se mezclaba entre la gente del paseo de la rué de Rivoli. Tenía mucho frío, embutido como un erizo en un abrigo negro, saliéndole sólo los ojos por encima del cuello subido.

Se abrió la puerta de un restaurante y el característico olor de pollo asado le produjo una dolorosa punzada en el estómago. Continuó andando, mirando sin interés las cosas de los escaparates: perfumes, corbatas de seda, camisas, diamantes, porcelanas, muebles antiguos y libros ricamente encuadernados. Después vio una galería de pintura. Siempre le gustaron las galerías de pintura. Esta tenía un solo lienzo en el escaparate. Se detuvo a mirarlo y se volvió para seguir adelante, pero tornó a pararse y miró de nuevo. De repente se apoderó de él un pequeño desasosiego, un movimiento en su recuerdo, un conjunto de algo que había visto antes en alguna parte. Miró otra vez; era un paisaje, un grupo de árboles tremendamente inclinados hacia una parte, como azotados por el viento, el cielo gris oscuro, de tormenta. En el marco había una pequeña placa que decía: Chaim Soutine (1894-1943).

Drioli miró el cuadro, pensando vagamente por qué le parecía familiar. Pintura estrambótica, pensó. Extraña y atrevida, pero me gusta… Chaim Soutine… Soutine…

—¡Dios mío! —gritó de repente—. ¡Mi pequeño calmuco, eso es! ¡Mi pequeño calmuco, uno de sus cuadros en la mejor tienda de París! ¡Imagínate!

El viejo acercó más su rostro a la ventana. Recordaba al muchacho, sí, lo recordaba muy bien, pero ¿cuándo? Eso ya no era tan fácil de recordar. Hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Veinte, no, más: casi treinta años, eso es, fue un año antes de la guerra, la primera guerra, en 1913, y Soutine, el pequeño y feo calmuco, un muchacho adulto que le gustaba mucho y al que casi amaba por ninguna razón que él supiera, excepto la de que pintaba.

Ahora recordaba mejor: la calle, los cubos de basura alineados, su mal olor, y los gatos recorriendo los cubos de uno en uno. Luego, aquellas mujeres gordas sentadas en los portales de la calle. ¿Qué calle? ¿Dónde vivía el chico?

La Cité Falaguiére. ¡Eso era! El hombre movió la cabeza varias veces, contento de recordar el nombre. Tenía un estudio con una sola silla, y el sucio jergón que el muchacho usaba para dormir, las fiestas que acababan en borracheras, el vino blanco barato, las terribles peleas, y siempre, siempre, el rostro amargo y adusto de aquel muchacho absorto en su trabajo.

Era extraño, pensaba Drioli, con qué facilidad recordaba estas cosas ahora y cómo los recuerdos se enlazaban tan estrechamente.

Por ejemplo, aquello del tatuaje, fue realmente una tontería, una locura. ¿Cómo empezó? ¡Ah, sí! Un día había hecho un buen negocio y había comprado mucho vino. Se veía a sí mismo entrar en el estudio con un paquete de botellas bajo el brazo. El chico estaba sentado delante del caballete, y la esposa de Drioli, en el centro de la habitación, posaba para él.

—Hoy vamos a celebrar algo —dijo.

—¿Qué hay que celebrar? —preguntó el muchacho sin mirarle—. ¿Has decidido divorciarte de tu esposa para que se case conmigo?

—No —dijo Drioli—, vamos a celebrar que he ganado una gran cantidad de dinero trabajando.

—Y yo no he ganado nada, celebraremos también eso.

—Si tú quieres, de acuerdo.

Drioli estaba junto a la mesa abriendo el paquete. Estaba cansado y tenía ganas de beber vino. Nueve clientes, era estupendo, pero sus ojos no podían mantenerse abiertos. Nunca había tenido tantos, nueve soldados ebrios, y lo mejor era que siete habían pagado al contado. Esto le convertía en una persona rica, pero el trabajo era terrible para los ojos. La fatiga le obligaba a tenerlos casi cerrados. Los tenía terriblemente enrojecidos. Sentía mucho dolor bajo el globo de los ojos. Pero ahora ya estaba libre y era rico como un cerdo y en el paquete había tres botellas, una para su esposa, otra para su amigo y otra para él. Cogió un sacacorchos y fue descorchando las botellas. El muchacho bajó su pincel.

—¡Dios mío! —dijo—. ¿Cómo voy a trabajar así? —La chica cruzó la habitación para ver el cuadro. Drioli también fue hacia allí, llevando una botella en una mano y un vaso en la otra.

—¡No! —gritó el chico, poniéndose colorado—. ¡Por favor, no!

Cogió el lienzo del caballete y lo puso contra la pared, pero Drioli ya lo había visto.

—Me gusta.

—Es horrible.

—Es maravilloso, como todos los que tú pintas, es fantástico. Me gustan todos.

—Lo único que pasa es que no son nutritivos. No me los puedo comer.

—De cualquier forma, son maravillosos. —Drioli le tendió un vaso de vino blanco—. Bebe —dijo—, te sentirás mejor.

Nunca había encontrado una persona más desgraciada, con la cara tan triste. Se había fijado en él en un café, unos siete meses antes, bebiendo solo, y como parecía ruso o por lo menos algo asiático, se había sentado en su mesa y entablado conversación.

—¿Es usted ruso?

—Sí.

—¿De dónde?

—De Minsk.

Drioli dio un brinco y le abrazó, diciéndole que él también había nacido en aquella ciudad.

—No fue en Minsk exactamente —había declarado el muchacho—, pero muy cerca.

—¿Dónde?

—Smilovichi, a diecinueve kilómetros.

—¡Smilovichi! —había exclamado Drioli, abrazándole otra vez—, allí fui varias veces cuando era niño.

Luego se sentó otra vez, mirando con cariño el rostro de su compañero.

—¿Sabe una cosa? —le había dicho—, no parece un ruso del oeste, parece un tártaro o un calmuco.

Ahora Drioli miraba otra vez al muchacho mientras bebía su vaso de vino. Sí, tenía la cara de un calmuco: muy ancha, de pómulos salientes y con la nariz aplastada y gruesa. La anchura de las mejillas se acentuaba en las orejas, que sobresalían de la cabeza. Tenía ojos pequeños, el pelo negro y la boca gruesa y adusta de un calmuco; pero lo más sorprendente eran las manos, tan pequeñas y blancas como las de una mujer, de dedos pequeños y delgados.

—Sírvanse más —dijo el chico—, si lo celebramos vamos a hacerlo bien.

Drioli sirvió el vino y se sentó en una silla. El muchacho se sentó en su viejo lecho con la esposa de Drioli. Colocaron las tres botellas en el suelo.

—Esta noche beberemos hasta que no podamos más —dijo Drioli—. Soy inmensamente rico. Creo que voy a salir a comprar más botellas. ¿Cuántas compro?

—Seis más —contestó el chico—: dos para cada uno.

—Bien. Voy a buscarlas.

—Yo te acompañaré.

En el café más próximo compró Drioli seis botellas de vino blanco y las llevaron al estudio. Las colocaron en el suelo en dos filas. Drioli sacó el sacacorchos y descorchó las seis botellas; luego se sentaron y continuaron bebiendo.

—Sólo los muy ricos pueden celebrar las cosas de este modo —dijo Drioli.

—Tienes razón —dijo el chico—. ¿Verdad que sí, Josie?

—Claro.

—¿Cómo te sientes, Josie?

—Muy bien.

—¿Dejarás a Drioli y te casarás conmigo?

—No.

—Un vino excelente —dijo Drioli—, es un privilegio beberlo.

Lenta y metódicamente empezaron a emborracharse. El proceso era rutinario, pero de todas formas había que observar una cierta ceremonia y mantener la gravedad. Había muchas cosas por decir y luego repetir de nuevo, el vino debía ser alabado y la lentitud era muy importante también, para que hubiera tiempo de saborear los tres deliciosos períodos de transición, especialmente (para Drioli) el momento en que empezaba a flotar en el ambiente, como si los pies no le pertenecieran. Este era el mejor momento de todos, cuando miraba sus pies y estaban tan lejos que dudaba sobre a quién podrían pertenecer y por qué estaban de aquella forma en el suelo.

Después de algún tiempo se levantó a encender la luz. Se sorprendió mucho al ver que los pies le seguían adonde iba, especialmente porque no los sentía tocar el suelo. Tenía” la agradable sensación cié que caminaba por el aire. Luego empezó a dar vueltas por la habitación, mirando de soslayo los lienzos que había en las paredes.

—Oye —dijo por fin—, tengo una idea. Fue hacia el jergón y se detuvo.

—Óyeme, pequeño calmuco.

—¿Qué?

—Tengo una idea estupenda. ¿Me escuchas?

—Estoy escuchando a Josie.

—Óyeme, por favor, tú eres mi amigo, mi pequeño y feo calmuco de Minsk y para mí eres tan buen artista que me gustaría tener un cuadro, un cuadro precioso…

—Coge todos los que te gusten, pero no me interrumpas cuando estoy hablando con tu esposa.

—No, no. Oye: yo quiero decir un cuadro que lo tenga siempre conmigo…: un cuadro tuyo.

Dio un paso adelante y golpeó al muchacho en la rodilla.

—Óyeme, por favor.

—Escucha lo que te dice —dijo la chica.

—Se trata de lo siguiente: quiero que pintes un cuadro sobre mi piel, en mi espalda, que tatúes lo que has pintado, para que permanezca siempre.

—Eso es una idea disparatada.

—Te enseñaré a tatuar, es fácil. Un niño puede hacerlo.

—Yo no soy ningún niño.

—Por favor…

—Estás completamente loco. ¿Qué es lo que quieres? El pintor miró sus ojos, brillantes por el vino.

—En nombre del Cielo. ¿Qué es lo que quieres?

—Tú lo puedes hacer muy fácilmente. ¡Puedes! ¡Puedes!

—¿Quieres decir con tatuaje?

—¡Sí, con tatuaje! Te enseño en dos minutos.

—¡Imposible!

—¿Insinúas que no sé de lo que estoy hablando?

No, el chico no podía decir eso porque si alguien sabía de tatuajes, ese alguien era, desde luego, Drioli. ¿No había cubierto por completo el mes pasado el estómago de un hombre con un magnífico dibujo compuesto de flores? ¿Y aquel cliente de tanto pelo en el pecho al que le había tatuado un oso de forma que el pelo pareciese la piel de la bestia? ¿No había tatuado una chica en el brazo de un hombre de tal forma que cuando flexionaba el músculo la chica se movía con sorprendentes contorsiones?

—Lo único que digo —contestó el chico— es que has bebido y ésta es una idea de borracho.

—Josie podría ser nuestra modelo.. Un cuadro de Josie en mi espalda. ¿No se me permite tener un cuadro de Josie en la espalda?

—¿De Josie?

—Sí.

Drioli sabía que la sola mención de su esposa haría que los gruesos labios del chico se entreabriesen y empezasen a temblar.

—No —dijo la chica.

—¡Josie, querida, por favor! Coge una botella y termínala, luego te sentirás más generosa. ‘Nunca en mi vida he tenido una idea mejor.

—¿Qué idea?

—Que me haga un retrato tuyo en la espalda. ¿No me está permitido?

—¿Un retrato mío?

—Desnuda —dijo el chico—, es una excelente idea.

—Desnuda no —protestó ella.

—Es una idea fantástica —dijo Drioli.

—Una locura —arguyó la chica.

—De cualquier forma, es una idea —dijo el chico—, es una idea digna de celebración.

Se bebieron otra botella. Luego el chico dijo:

—No, no quiero utilizar el tatuaje. Sin embargo, pintaré el retrato en tu espalda y lo tendrás hasta que tomes un baño y te laves. Si no tomas el baño en tu vida, lo tendrás siempre, mientras vivas.

—No —dijo Drioli.

—Sí, y el día que decidas bañarte, sabré que ya no valoras mi pintura. Será una prueba de tu admiración por mi arte.

—No me gusta la idea —dijo la chica—, su admiración por tu arte es tan grande que estaría sucio muchos años. Hazlo con tatuaje, pero no desnuda.

—Pues entonces un retrato —dijo Drioli. —No lo podré hacer.

—Es facilísimo. Te voy a enseñar en dos minutos, ya verás. Voy a buscar los instrumentos, las agujas y las tintas. Tengo tintas de muchos colores, tantos como tú puedas tener en pintura y mucho más vivos…

—Es imposible.

—Tengo muchas tintas, ¿verdad que sí, Josie?

—Sí.

—Ya verán, voy a buscarlas.

Se levantó de su silla y salió de la habitación.

Al cabo de media hora volvió.

—Lo he traído todo —gritó, enseñándole una maletín marrón —, todo lo que necesitas para tatuar está en esta maleta.

La puso sobre la mesa, la abrió y sacó las agujas eléctricas y las botellitas de tinta de color. Llenó la aguja eléctrica, la tomó en su mano y presionó un botón. Hizo un sonido y la aguja empezó a vibrar rápidamente, moviéndose alternativamente de arriba abajo. Se quitó la chaqueta y se subió la manga izquierda.

—Mira, obsérvame y verás lo fácil que es. Haré un dibujo en mi brazo, aquí.

Su antebrazo ya estaba cubierto de marcas azules, pero eligió un claro en la piel para hacer su demostración.

—Primero elijo la tinta; usaré una de azul corriente; e introduzco la punta de la aguja en la tinta…, así…, luego la introduzco suavemente en la superficie de la piel…, de este modo, y con la ayuda del pequeño motor y de la electricidad la aguja salta arriba y abajo pinchando la piel de tal manera que la tinta entra y éste es todo el truco. Fíjate qué fácil es…, mira cómo dibujo un galgo en mi brazo.

El chico parecía intrigado.

—Déjame practicar… en tu brazo.

Empezó a dibujar con una aguja líneas azules en el brazo de Drioli.

— Es muy simple — dijo—, es como dibujar con pluma y tinta. La única diferencia es que es más lento.

—No es nada difícil. ¿Estás preparado? ¿Empezamos?

—En seguida.

—¡La modelo! —gritó Drioli—. ¡Josie, ven! Ahora estaba entusiasmado, recorriendo la habitación y arreglándolo todo, preparándose como un niño para un nuevo juego.

—¿Dónde quieres que pose?

—Que se ponga allí, delante de mi tocador. Que se cepille el pelo. La pintaré con el pelo suelto sobre los hombros, cepillándoselo.

—¡Fantástico! Eres un genio.

De mala gana, la chica fue hacia el tocador, llevándose con ella el vaso de vino.

Drioli se quitó la camisa y los pantalones. Se quedó en calzoncillos y zapatos, balanceándose ligeramente. Su pequeño cuerpo era blanco, casi lampiño.

—Bueno —dijo—. Yo soy el lienzo. ¿Dónde me pones?

—Como siempre, en el caballete. No creo que sea tan difícil.

—No seas tonto. Yo soy el lienzo.

—Entonces ponte en el caballete, ése es tu sitio.

—¿Cómo?

—¿Eres o no eres el lienzo?

—Sí. Ya empiezo a sentirme como un lienzo.

—Entonces ponte en el caballete. No creo que sea tan complicado.

—Pero eso no es posible.

—Entonces siéntate en la silla. Hazlo al revés, para que puedas apoyar tu mareada cabeza en el respaldo. Date prisa porque voy a empozar.

—Estoy preparado, cuando quieras.

—Primero —dijo el muchacho—, haré un dibujo normal y si me gusta lo tatuaré.

Con un pincel gordo empezó a pintar en la desnuda piel del hombre.

—¡Ay, ay! —gritó Drioli—. Un horrible ciempiés camina por mi espina dorsal.

—¡Estate quieto ahora! ¡Quieto!

El muchacho trabajaba con rapidez trazando unas finas líneas azules para no dificultar el tatuaje. De tal forma se concentró al pintar que parecía como si su borrachera hubiera desaparecido por completo. Daba ligeros toques a su dibujo con mano certera y en menos de media hora había terminado.

—Bueno —dijo a la chica—. Ya está.

Ella volvió inmediatamente al jergón, se recostó y quedó completamente dormida.

Drioli no se durmió. Observó cómo cogía el muchacho la aguja y la introducía en la tinta, luego sintió un pinchazo en ¡a piel de la espalda. El dolor, que era desagradable, pero no extremo, le impidió dormir. Siguiendo el recorrido de la aguja y viendo los diferentes colores de tinta que el muchacho iba usando, Drioli se divertía tratando de adivinar lo que pasaba detrás de él. El chico trabajaba con asombrosa intensidad. Estaba completamente absorto en la pequeña máquina y en los efectos que producía.

La máquina zumbaba en la madrugada y el muchacho trabajaba afanosamente. Drioli recordaba que cuando al fin el artista dijo: ¡Ya está!, la luz se filtraba por la ventana y se oía gente por la calle.

—Quiero verlo —dijo Drioli.

El muchacho le tendió un espejo y Drioli ladeó un poco el cuello para mirar.

—¡Santo cielo! —exclamó.

Era algo asombroso. Toda su espalda, desde los hombros hasta el final de la espina dorsal, era una mezcla de colores —dorado, verde, azul, negro y escarlata—. El tatuaje estaba tan concienzudamente hecho que parecía un cuadro. El chico había seguido lo más estrechamente su dibujo haciéndolo a conciencia y era maravilloso el modo en que había usado la espina dorsal y la parte saliente de los hombros para que formaran parte de la composición. Es más, se ¡as había arreglado para añadir al dibujo una extraña espontaneidad. El tatuaje tenía vida; mantenía aquel sentimiento de tortura tan característico de todas las obras de Soutine. No era un retrato, era más bien un aspecto de la vida. El rostro de la modelo se veía vago y perdido, y como fondo unas curiosas pinceladas de verde que le daban un aspecto exótico.

—¡Es fantástico!

—A mí también me gusta.

El muchacho retrocedió unos pasos examinándolo atentamente.

—¿Sabes una cosa? Me parece que es tan bueno que lo voy a firmar.

Y tomando de nuevo una aguja inscribió su nombre con tinta roja en la parte derecha, encima del riñón de Drioli.

El viejo Drioli miraba el cuadro en el escaparate de la exposición. Aquello había sucedido hacía tanto tiempo que le parecía que pertenecía a otra vida.

¿Y el chico? ¿Qué había sido de él? Ahora recordaba que cuando volvió de la guerra —la Primera Guerra Mundial—, lo echó mucho de menos y había preguntado a Josie por él.

—Se ha ido —contestó ella—. No sé dónde, pero oí decir que un marchante lo había mandado a Céret para que pintara más cuadros.

—Quizá vuelva.

—Puede ser. ¡Quién sabe!

Esa fue la última vez que lo mencionaron. Poco tiempo después se fueron a Le Havre, donde había marineros y por lo tanto el negocio iba mejor. El viejo sonrió al recordar Le Havre. Aquellos fueron unos años muy agradables, entre las dos Guerras; su tienda estaba cerca de los muelles y siempre tenía mucho trabajo. Todos los días tres, cuatro y cinco marineros venían a que les tatuara los brazos. Aquéllos fueron unos años agradables, en verdad.

Luego vino la Segunda Guerra, a Josie la mataron y con la llegada de los alemanes terminó su trabajo. Ya nadie quería tatuajes en los brazos y entonces ya era demasiado viejo para emprender otra clase de trabajo. En su desesperación había vuelto a París con la vana esperanza de que las cosas le irían mejor en una ciudad grande, pero no fue así.

Ahora que la guerra había terminado, no tenía ni los medios ni la energía para empezar de nuevo con su pequeño negocio. No era fácil para un viejo saber lo que tenía que hacer, especialmente si no le gustaba mendigar. Sin embargo, ¿cómo podría subsistir de otro modo?

Bien, pensó, mirando el cuadro otra vez, aquí está mi pequeño calmuco. ¡Qué fácilmente un pequeño objeto puede recordar tantas cosas dormidas en el interior! Hasta hacía breves instantes había olvidado que tenía un tatuaje en su espalda. Hacía mucho tiempo que se acordaba de él. Acercó más la cara al escaparate y miró Ja exposición. Había muchos cuadros en las paredes y todos ellos parecían ser obra del mismo artista. Había mucha gente paseando por allí. Se veía claramente que era una exposición extraordinaria.

En un repentino impulso Drioli se decidió, empujó la puerta de la galería y entró.

Era un local alargado, con el sucio cubierto por una alfombra de color rojo oscuro y, ¡Dios mío!, ¡qué bien y qué caliente se estaba allí! Había bastante gente mirando los cuadros, gente digna y respetable, casi todos ellos llevando en su mano el catálogo. Drioli se quedó al lado de la puerta, mirando con nerviosismo a su alrededor, dudando en seguir adelante y mezclarse con aquella gente. Pero antes de que se decidiera, oyó una voz & su lado que decía:

—¿Qué desea usted?

El que le hablaba llevaba un abrigo negro azabache. Era grueso y pequeño y tenía la cara muy blanca. Sus mejillas tenían tanta carne que le caía por ambos lados cié la boca como un perro de aguas. Se acercó más a Drioli y le elijo:

—¿Qué desea usted? Drioli no se movió.

—Por favor —–insistió el hombre—, saiga de esta exposición.

—¿No puedo mirar ¡os cuadros?

—Le he pedido que se marche.

Drioli no se movió. De repente se sintió terriblemente ultrajado.

—No quiero escándalos —dijo el hombre—, venga por aquí.

Puso su gruesa mano en el hombro de Drioli y empezó a empujarle hacia la puerta. Aquello le decidió.

—¡Quíteme las manos de encima! —gritó.

Su voz se oyó claramente en la sala y todos los rostros se volvieron para ver a la persona que había armado tal escándalo. Uno de los empleados se recobró prestamente para ayudar en caso necesario y entre los dos hombres llevaron a Drioli hasta la puerta. La gente no se movía observando los acontecimientos. Sus caras parecían decir: «No hay ningún peligro, ya se han hecho cargo de él.»

—¡Yo también! —gritaba Drioli—. ¡Yo también tengo un cuadro suyo! ¡Era mi amigo y yo tengo un cuadro de él que me regaló!

—¡Está loco!

—Un lunático, un lunático rabioso.

—Alguien debería llamar a la policía.

Con un rápido movimiento del cuerpo, Drioli se desasió de los dos hombres y corrió hacia el centro del local, gritando:

—¡Se lo enseñaré! ¡Se lo enseñaré!

Se quitó el abrigo, la chaqueta y la camisa y se volvió con la espalda desnuda hacia la gente.

—¡Aquí! —gritó desesperadamente—. ¿Lo ven? ¡Aquí está!

De repente se callaron, presas de un vergonzoso asombro. Miraban el retrato tatuado. Allí estaba con sus brillantes colores; aunque la espalda del viejo era más estrecha ahora, los salientes de los hombros más pronunciados y el efecto, aunque no era espectacular, le daba a la pintura una curiosa textura arrugada y blanda.

Alguien dijo:

—¡Dios mío, es verdad!

Entonces vino la excitación y el sonido de voces, mientras la gente cercaba al pobre viejo.

—¡Es inconfundible!

—Su primer estilo, ¿verdad?

—¡Es fantástico!

—¡Mire, está firmado!

—Eche los hombros hacia adelante, por favor, para que la pintura se ponga tirante.

—Es viejo. ¿Cuándo lo pintó?

—En 1913 —dijo Drioli, sin volverse—, en otoño de 1913.

—¿Quién enseñó a Soutine a tatuar?

—Yo mismo.

—¿Y la mujer?

—Era mi esposa.

El propietario de la sala se abrió paso entre la gente hacia Drioli. Ahora estaba tranquilo, muy serio, con una sonrisa en los labios.

—Señor —dijo—, yo se lo compro.

Drioli observaba cómo se movían las carnes de sus mejillas al mover la mandíbula.

—Digo que se lo compro, señor.

—¿Cómo lo va a comprar? —preguntó Drioli, suavemente.

—Le doy doscientos mil francos por él. Los ojos del comerciante eran pequeños y oscuros y su mirada astuta.

—¡No lo consienta! —murmuró alguien de los espectadores—. ¡Vale veinte veces más que eso!

Drioli abrió la boca para hablar, pero no le salió ni un sonido, así que la cerró de nuevo. Luego habló lentamente:

—¿Pero cómo voy a venderlo?

Su voz tenía toda la tristeza del mundo.

—¡Sí! —decían algunas voces—. ¿Cómo lo va a vender?, es parte de su cuerpo.

—Oiga —dijo el comerciante acercándosele más—. Le ayudaré, le haré rico. Juntos podremos llegar a un acuerdo sobre este cuadro. ¿Verdad?

Drioli le observó con aprensión en sus ojos.

—Pero ¿cómo lo va a comprar, señor? ¿Qué hará cuando lo haya comprado? ¿Dónde lo guardará hoy?, ¿y mañana?

—Ah, ¿dónde lo guardaré? Sí, ¿dónde lo guardaré?, ¿dónde? Veamos…

El comerciante se llevó ambas manos a la frente.

—Parece ser que si me quedo con el cuadro, me quedo también con usted. Esto es una desventaja. En realidad el cuadro no tiene valor hasta que usted no muera. ¿Cuántos años tiene, amigo mío?

—Sesenta y uno.

—Pero no está muy fuerte, ¿verdad?

El comerciante bajó la mano de la frente y miró a Drioli de arriba abajo, como un granjero a un caballo viejo.

—Esto no me gusta nada —dijo Drioli, haciendo ademán de marcharse—; francamente, señor, no me gusta esto.

Echó a andar, pero sólo para caer en brazos de un caballero de elevada estatura que le tomó suavemente de los hombros. Drioli miró en derredor disculpándose. El desconocido le sonrió al tiempo que le daba unos golpecitos en el hombro desnudo con la mano embutida en un guante amarillo canario.

—Escuche, buen hombre —dijo el desconocido, todavía sonriente—. ¿Le gusta nadar y tomar baños de sol? Drioli le miró un poco asustado.

—¿Le gusta la comida escogida y el vino tinto de los grandes castillos de Burdeos?

El hombre todavía sonreía, enseñando una hilera de blancos y pulidos dientes. Hablaba suavemente, puesta todavía su mano enguantada en el hombro de Drioli.

—¿Le gustan esas cosas?

—Pues…, sí —contestó Drioli, bastante perplejo.

—¿Y la compañía de mujeres bonitas?

—¿Por qué no?

—¿Y un armario lleno de trajes y camisas hechas a medida? Parece que no anda usted demasiado bien de trajes.

Drioli miraba al hombre, esperando el resto de su proposición.

—¿Le han hecho alguna vez zapatos a medida?

—No.

—¿Le gustaría? —Pues…

—¿Y que alguien le afeitase por las mañanas y le arreglase el pelo?

Drioli empezó a bostezar.

—¿Y una atractiva manicura? Alguien trataba de contener la risa.

—–¿Y la campanilla junto a la cama para llamar a la doncella y que le traiga el desayuno? ¿Le gustaría todo eso, amigo mío? ¿No le apetece?

Drioli le miró atentamente.

—Soy el propietario del Hotel Bristol, de Cannes. Le invito a que venga y sea mi invitado el resto de sus días con todo el lujo y confort.

Hizo una pausa para que Drioli tuviera tiempo de saborear ese programa.

—Su único trabajo, que se puede llamar placer, consistirá en que pase su tiempo en la playa entre mis invitados, tomando el sol, nadando, bebiendo cócteles. ¿Qué le parece? ¿Le gusta la idea, señor? ¿No lo comprende? Así todos mis invitados podrán admirar este fascinante retrato de Soutine. Se convertirá usted en un hombre famoso y la gente dirá: «Mira, ése es el que lleva un cuadro de diez millones de francos en la espalda.» ¿Le gusta esta idea, señor? ¿Le gusta?

Drioli miró al hombre, dudando todavía, por si acaso era una broma.

—Es cómico, pero, realmente, ¿habla en serio?

—Claro que sí.

—Oiga —interrumpió el marchante—, aquí está la respuesta a nuestro problema. Yo compro su cuadro tatuado y hago que un buen cirujano le quite la piel de la espalda y entonces usted podrá disfrutar de la gran suma de dinero que yo le daré.

—¿Sin la piel en la espalda?

—¡Oh, no! No me ha comprendido. Este cirujano le pondrá otra piel en lugar de la del cuadro, eso es fácil.

—¿Se puede hacer?

—Sí. No pasa nada.

—¡Imposible! —dijo el caballero de los guantes amarillo canario—, es demasiado viejo para esa operación, le mataría.

—¿Me mataría?

—Naturalmente, usted no sobreviviría y sólo la pintura se salvaría.

—¡En el nombre de Dios! —gritó Drioli, mirando espantado a la gente que le observaba.

En el silencio que siguió, otra voz de hombre se dejó oír entre el grupo:

—Quizá si alguien le ofreciera a este hombre mucho dinero consentiría en que le mataran. ¿Quién sabe?

Algunos soltaron una risita. El marchante golpeó la alfombra con los pies, incómodo.

La mano con el guante amarillo canario empezó a golpear de nuevo a Drioli en el hombro.

—Bueno —le dijo el caballero con una amplia sonrisa—. Usted y yo iremos a comer juntos y hablaremos mientras comemos. ¿Qué tal? ¿Tiene usted apetito?

Drioli le observó temblando. No le gustaban los modos de aquel hombre que se inclinaba hacia él al hablarle, como una serpiente.

—Pato asado y Chambertin —fue enumerando el hombre—.

Y quizá un soufflé de castañas, ligero y espumoso.

Puso un acento extraño en sus palabras, como aplastándolas con la lengua.

—¿Cómo le gusta el pato? —continuó el caballero—. ¿Le gusta muy asado y crujiente por fuera, o bien…?

—Iré —dijo repentinamente Drioli.

Ya había recogido su camisa y se la estaba poniendo por la cabeza.

—Espéreme, señor, voy con usted.

En un momento había desaparecido de la exposición con su nuevo patrón.

Al cabo de pocas semanas, un cuadro de Soutine, un busto de mujer, pintado de una extraña forma, bien enmarcado y barnizado, se puso a la venta en Buenos Aires. Esto, unido al hecho de que en Carmes no existe ningún hotel llamado Bristol, hace pensar un poco y nos hace desear ardientemente que en cualquier lugar en que se encuentre ese pobre viejo, tenga en estos momentos una bonita manicura que le arregle las uñas y una doncella que le traiga el desayuno a la cama, todas las mañanas.

Roald Dahl, Relatos escalofriantes

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